CARTA AL PADRE MUERTO. DOS NOVELAS CONTEMPORÁNEAS (por Natalia Calzón Flores)

LA INVENCIÓN DE LA SOLEDAD (Anagrama, 2002)
de Paul Auster
PATRIMONIO (Seix Barral, 2003)
de Philip Roth
por Natalia Calzón Flores

La muerte - susurra
suavemente
-yo soy nadie-
ni siquiera sé quién soy
(Pues los muertos no
saben que están
muertos - , ni siquiera que mueren).

Mallarmé

Carta al padre muerto. Dos novelas contemporáneas

Existen hechos universales, y de todos, los inevitablemente inherentes a los seres vivos: nacer y morir. Dejar testimonio de algo, por otra parte, tiene que haber estado en el origen de la necesidad del hombre de escribir. Dejar testimonio de nacer y morir quizá sea la tarea más noble y más ardua que se pueda emprender, a mi juicio, por que lo que penetra fácilmente por univer-sal, tiende a caer sistemáticamente en el cliché y en el efectismo. Vivir en La era de los sentimientos, y contarlos sin ser sentimental parece un sueño tan candoroso como las novelas de otros tiempos.

La invención de la soledad (P.Auster, 1981) y Patrimonio (P.Roth, 1992), son el ejemplo de lo particular volviéndose universal. Dos notables esfuerzos por dejar testimonio de la vida y de la muerte, con resultados diferentes. Partiendo del tema común de la muerte del padre, construyen dos relatos no tanto autónomos como opuestos.

Mientras Auster comienza la narración a partir del momento en que recibe la noticia, Roth avanza a través de los distintos estadios de la enfermedad de su padre y es la muerte la que marca el final de la historia. Los puntos de partida opuestos entonces operan en direcciones contrarias.

Auster construye la historia en continuidad circular, muy a su modo, descubriendo la redención del futuro posible, como contrapartida azarosa del presente luctuoso. Y lo hace a través de recursos tan evidentes como la inclusión de su propia paternidad en la historia, o la imagen de la raíz de un árbol en el hueco de una tumba, explicando que ese devenir que hoy se lleva algunos trae a otros. O mostrándose a él mismo tratando de comprender eso. Hay en su relato una voz en sordina que suplica consuelos y explicaciones para el vacío y encuentra silencio y sus propias palabras como única respuesta. La desazón a superar parece tan grande que si no fuera por la honestidad documental que el autor compromete, desbarrancaría fácilmente al fango de las novelas sentimentales clásicas, a las que antaño se referían como “para mujeres”. En efecto, la voluntad de Auster en no embellecer ni un ápice lo trágico o lo cómico de su historia del vínculo que lo unió a ese hombre que ya no es sino un recuerdo que amenaza con alejarse, es el factor determinante del triunfo de su empeño por sobre la soledad que describe. Incluso llega al tope de la tensión cuando pareciera poner en jaque el propio equilibrio que construye. Mallarmé y los poemas sobre la muerte de su hijo dan voz a aquellos pensa-mientos que él mismo no puede nombrar. Una pesadilla sugiriendo que ni siquiera pueda ser del todo justo, que incluso los niños pueden morir antes que sus padres. Que no hay redención futura para algo así, que no habrá hijo que salve al padre como quisiera creer. Y una vez que la amenaza se va diluyendo, es como si el foco del relato se alejara del detalle que nos ha estado mostrando, para dejarnos ver el mundo que es común a todos, como escenario.

Roth, por su parte, más que librarse de la muerte parece querer ir hacia ella, como si guiar el relato a través de la narración lo inmunizara contra lo impredecible de su registro, también documental. Una de las inquietudes que asaltan al lector, casi desde un primer momento es la pregunta sobre cuándo el autor ha decidido reconocerse personaje y empezar a escribir. Porque mientras en La invención… el pasaje está develado sin reparos (“Decide referirse a sí mismo como A.”), en Patrimonio una escalofriante ambigüedad va creciendo a medida que el libro avanza: ¿en qué momento el autor-personaje decide contar la muerte de su padre?Definitivamente mientras el padre todavía vive, sólo que Roth se muestra a sí mismo tan involucrado en la sucesión de órdenes y contraórdenes médicas, con las sucesivas esperanzas y desesperanzas que se desprenden de ellas, que es imposible dar nada por definitivo. El final es inverosímil o por lo menos abrupto y si el lector no confiara en que él dice la verdad -palabra por palabra, como hasta ese momento-, no dudaría en objetarlo. Los hechos inevitables pueden observarse mientras avanzan en dirección a los personajes, porque en este caso no son los personajes que avanzan hacia los hechos, pero incluso con esa cuota de autoconciencia algo puede salir mal, y dejar al borde del ridículo lo elaborado hasta el momento.

Si la sordidez del relato de Auster bordea peligrosamente la piedad hacia sí mismo, podríamos decir que la novela de Roth tiende a un objetivismo que eventualmente podría haberla despojado de lo complejidad que pretende trasmitir. Sin embargo, si el segundo también sale airoso de los riesgos que enfrenta es porque apela a la misma rigurosidad en el registro de la situación. La voluntad de ir hasta el fondo de las cosas por el camino más directo posible. La retórica de lo casual para confirmar que aquellos sucesos que pueden resultar extraordinarios y únicos al sujeto del relato, deben ser dicho con las palabras que se utilizan para hablar con un neurocirujano o un agente funerario. No es sino la verdad de lo que tienen para decir lo que las convierte en un hecho estético.

De los puntos en contacto que se podrían encontrar en el argumento merece hacerse un párrafo aparte. Una y otra vez, estas aparentes similitudes avanzan en direcciones opuestas. Si el tema del judaísmo está presente en los dos textos, en el de Roth adquiere connotaciones de pertenencia social (el club, la empresa, el geriátrico en Florida), mientras que Auster lo resalta en un sentido más bien histórico: su viaje a Europa y su registro de los distintos testimonios de sobrevivientes de la Segunda Guerra parecen llegar con suma potencia para reforzar la idea de circularidad, al punto de encontrar el rastro de un pariente suyo que fuera alcalde de Jerusalem, homónimo de su hijo Daniel. Sin embargo, si en algo coinciden los autores respecto de este elemento es que no era precisamente la fe religiosa lo que los unía como judíos.

Quizá, un punto en el que no puedan evitar tocarse, a pesar de la diferencia de registros y de abordajes, es respecto de la cuestión del estado de orfandad en la edad adulta. De esta aparente contradicción entre la indefensión de un huérfano y la autonomía propia de los adultos, es donde reside gran parte de la riqueza de las dos novelas. Es que el lugar del Yo-moral que constituye la figura paterna, traspasado casi tardíamente al sujeto-personaje, es lo que provoca buena parte de ese desconcierto casi permanente que se nos ofrece. Y es en ese espacio que no busca definiciones, entre el alivio, la culpa y la aceptación, que el paisaje nos aturde y nos deslumbra y las imágenes permanecen mucho después de haber leído la última palabra.

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