LOS LEMMINGS y otros (Santiago Arcos Editor, 2005)
de Fabián Casas
por Noelia Vera
La metáfora perfecta para la literatura de Casas es justamente eso que da nombre a su primer libro de poemas: una tuca. Un todoconcentrado: lo más difícil de fumar y la última posibilidad de dar con la pitada.
por Noelia Vera
La metáfora perfecta para la literatura de Casas es justamente eso que da nombre a su primer libro de poemas: una tuca. Un todoconcentrado: lo más difícil de fumar y la última posibilidad de dar con la pitada.
Es que con maestría el autor reúne en este compilado de relatos con escenario en Boedo elementos que de entrada nos suenan marcadamente heterogéneos: Schopenhauer, Led Zeppelin, Manal, el zen, Kevin Costner, la dictadura... Y si tal condensación se nos presenta con naturalidad, es porque la experiencia cobra un valor central: estructural en la naturaleza de estas narraciones.
Fiel al dicho popular “pinta tu aldea y pintarás el mundo” y más allá de las imbricaciones autobiográficas, el escritor dirige, como si se tratara de un coro, las voces madres de las historias que circulan por su barrio natal. Así: igual que uno de sus personajes: “Las mujeres cuchichean de lo lindo en la pelu y sólo hay que parar la oreja para transcribir esas historias” dice Nancy, la chica que habla al final de estos cuentos que se leen como novela. Todo está ahí, parece. El barrio revela.
Es por la jerarquía del suceso empírico también que el libro puede comenzar con una síntesis de valor histórico que se desprende de lo impreso en la memoria personal: “La dictadura fue la música disco”. Sólo volveremos a dar con los males nacionales en dos oraciones del apéndice cuando se hace un racconto de los destinos trágicos de los chicos de la bandita local: “El Dulce grande chupado por la Policía, el Dulce chico asesinado en la cortada San Ignacio después de que intentó robar un auto. O el gordo Noriega que volvió de las islas sin transistores en el bocho”. La mayoría de los personajes principales de este libro narran o mejor dicho cuentan: su vida, su realidad, la gloria de sus días. Y eso es lo que este libro con un winco en la tapa, como si fuera un disco, nos pone a escuchar. Para los que se quedan esperando la densidad del realismo político de los últimos treinta años se les entrega Wittgenstein en la boca de una muchacha punk: “sobre lo que no se puede hablar, mejor quedarse musa.¿Estamos?”.
Las historias, entonces, contadas por sus protagonistas o allegados, con la anécdota como disparadora potencial son las artífices de una memoria colectiva que funda su epopeya barrial: una lengua en común, un slang, un héroe capaz de asegurar el máximo disfrute grupal, un espacio propio y compartido: “Boedo queda donde estemos nosotros” dice Máximo en El Bosque pulenta antes de salir a enfrentar a la bandita enemiga y el narrador quiebra. Todo lo que se diga o pase en estas calles porteñas adquiere para el fervor hermético de estos chicos vecinos carácter y poder de mito. Son justamente los apéndices a este cuento que vienen a desmentir la versión idealizada del pandillero impecable. "Alfredito" como lo llaman ahora, cuenta el fracaso sucesivo de sus delitos, se confiesa lerdo para entender chistes, no sabe chamuyar y es un recuperado mediocre que olvidó a sus amigos: un desconocido. O más bien, antes que a desmentir, a poner en evidencia lo que hace el paso del tiempo. Porque la adultez es la pérdida de lo más entrañable: un lugar seguro (y fabuloso) de pertenencia.
El boedismo zen que se inventa Casas es la búsqueda a través de la literatura de subsanar ese sufrimiento. “Tenemos una vida de mierda, masacrada, glosada, donde tenés que vivir para comer, y si no vivís para comer, vivís para el celular, para terminar completamente dormido”. Así habla él de la sociedad y el mal que la filosofía le diagnosticó al siglo XX: la pérdida de la experiencia. El Buda de Boedo entonces, buscaría el despertar revelador, que acabe, al menos por el instante alucinógeno de la lectura, con el atontamiento urbano diario del sujeto pegado a la masa. De ahí la vuelta necesaria al barrio de la infancia, que es la marca de pertenencia indeleble en toda historia personal: el lugar en donde todo queda condensado, la melodía esencial de la saga inacabada de Boedo que Casas nos propone escuchar reiteradamente.
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