Máquinas
Ésta es mi última clase de simulador de manejo del Automóvil Club Argentino. Al inscribirme en el curso de conducción imaginé que lo del simulador iba a ser como el videojuego que me gustaba durante aquel verano en el que fui con mis padres de vacaciones a Miramar. Yo tenía siete años. Cada tarde, luego de bañarme y ponerme un short y una remera limpios, mi papá me llevaba a Sacoa. Mi mamá nunca nos acompañaba. Se quedaba en el departamento descansando hasta la hora de la cena.
En la boletería de Sacoa mi papá me compraba tres fichas. Yo las gastaba todas en ese videojuego que me gustaba: el que era como una cabina de auto Fórmula Uno. En la pantalla había dos carriles vistos desde el cielo por los que muchos autos corrían una carrera constante e infinita. Al poner la ficha sonaba una chicharra y en la línea de largada aparecía el vehículo que respondía a los comandos del jugador. Yo pisaba el acelerador a fondo y trataba de esquivar a los contrincantes. Hasta que chocaba y debía empezar de nuevo. Cada ficha otorgaba tres vidas. Los chicos que estaban esperando que yo perdiera para usar el mismo videojuego solían asomarse dentro de la cabina para verme manejar. Eso me ponía un tanto nervioso. Por eso algunas veces mi auto se salía de pista solo y explotaba.
Ésta es mi última clase de simulador de manejo del Automóvil Club Argentino. Al inscribirme en el curso de conducción imaginé que lo del simulador iba a ser como el videojuego que me gustaba durante aquel verano en el que fui con mis padres de vacaciones a Miramar. Yo tenía siete años. Cada tarde, luego de bañarme y ponerme un short y una remera limpios, mi papá me llevaba a Sacoa. Mi mamá nunca nos acompañaba. Se quedaba en el departamento descansando hasta la hora de la cena.
En la boletería de Sacoa mi papá me compraba tres fichas. Yo las gastaba todas en ese videojuego que me gustaba: el que era como una cabina de auto Fórmula Uno. En la pantalla había dos carriles vistos desde el cielo por los que muchos autos corrían una carrera constante e infinita. Al poner la ficha sonaba una chicharra y en la línea de largada aparecía el vehículo que respondía a los comandos del jugador. Yo pisaba el acelerador a fondo y trataba de esquivar a los contrincantes. Hasta que chocaba y debía empezar de nuevo. Cada ficha otorgaba tres vidas. Los chicos que estaban esperando que yo perdiera para usar el mismo videojuego solían asomarse dentro de la cabina para verme manejar. Eso me ponía un tanto nervioso. Por eso algunas veces mi auto se salía de pista solo y explotaba.
Pero no.
Al final esto del simulador no resultó ni parecido a aquel videojuego.
Más bien me recuerda al Dodge 1500 que mi papá tenía por la misma época: es un asiento de cuerina negra enfrentado a un gran volante. En el tablero hay dos relojes. A la derecha del asiento se encuentra la palanca de cambios, y bajo el volante los tres pedales: embrague, freno y acelerador.
Hoy estamos practicando con ayuda de una película proyectada en el frente del aula en la que un auto circula por las calles de un barrio. Una voz pausada va anticipando las maniobras que hay que hacer para sentir como si ese auto lo estuviera manejando uno.
Ahora el auto de la película está aumentando la velocidad. Acelero, embrago a fondo y paso a tercera. El instructor de simulador nos avisa que en la próxima esquina vamos a encontrar un semáforo en rojo. Piso el freno, embrago a fondo y pongo punto muerto justo a tiempo.
Es que ésta es mi última clase de simulador de manejo.
Pero al final no resultó parecido al videojuego que me gustaba aquel verano en que tenía siete
años y fui con mis padres de vacaciones a Miramar.
Cuando perdía la última vida de la tercera ficha, mi papá y yo volvíamos al departamento caminando por la peatonal repleta de gente paseando. A veces nos encontrábamos a mi mamá en la telefónica. Porque mi mamá llamaba mucho a Buenos Aires durante esas vacaciones. Yo siempre iba relatando eufórico una imaginaria carrera de Fórmula Uno. Mi papá se reía y decía que yo era un fierrero, que cuando cumpliera quince ya iba a andar con ganas de manejar su auto.
Pero al final no.
La semana que viene me tienen que llamar de la administración del Automóvil Club Argentino para avisarme cuándo comienzo las clases prácticas en pista. El instructor de simulador nos dio un formulario para que aclaráramos nuestra disponibilidad horaria. Yo dejé el casillero en blanco porque no tengo problema en venir a cualquier hora.
El instructor también dijo que para avisarnos el inicio de las clases prácticas los de la administración llaman por teléfono con un solo día de anticipación. Eso me preocupó un poco: no vaya a ser que justo cuando llamen mi teléfono no funcione. Ocupado es difícil que les dé, porque desde que mi papá empeoró y tuve que mudarlo al hogar, vivo solo y casi nunca hablo con nadie. Aunque ayer me llamó una chica de un banco para ofrecerme un crédito. Me explicó que estaban lanzando una nueva línea personal con bajos intereses. Cuando le dije que vivía de la jubilación de mi padre agradeció mi tiempo y me cortó.
Hoy le avisé a mi papá que la semana que viene no voy a poder ir a visitarlo como todos los días. Igual desde que empeoró y tuve que mudarlo al hogar a mi papá le falla la memoria reciente. Así que lo mejor va a ser que se lo diga todos los días hasta la semana que viene. Porque la semana que viene tengo que quedarme en casa a esperar que me llamen de la administración del Automóvil Club Argentino para empezar con las diez clases prácticas en pista.
En casa hay un contestador automático que compró mi papá. Pero igual prefiero esperar el llamado. Por las dudas. No estoy seguro de que esa máquina grabe bien. Es que pasaron muchos años desde que mi papá la trajo. Fue tiempo después de aquel veraneo en Miramar en el que me gustaba el videojuego del auto Fórmula Uno. Al día siguiente de la tarde en que llegamos de la escuela y encontramos la nota de mi mamá.
La nota de mi mamá decía que me amaba con todo su corazón pero que lo mejor para mí era que me quedara con mi papá. "Ya va llamar", dijo mi papá entre dientes. Entonces yo arrastré una silla junto al teléfono y me senté a esperar. No quise levantarme para ir a comer. Me aguantaba las ganas de orinar hasta que no podía más, corría hasta el baño y volvía enseguida a mi puesto. Por la noche mi papá insistió para que fuera a acostarme en mi cama pero no pudo convencerme. Dormí de a ratos con la cabeza apoyada en la pared. Al día siguiente mi papá salió temprano de casa y volvió con la máquina contestadora. Me dijo que me quedara tranquilo. Que ahí mamá iba a poder dejar un mensaje.
Cada vez que volvíamos a casa el corazón me latía fuerte. Mi papá apretaba el botón rojo de la máquina y yo cruzaba los dedos. Hasta que crecí. Entonces mi papá se desentendió del aparato y empecé a revisar yo los mensajes.
A veces cuando no puedo dormir pienso que a lo mejor mi mamá me llamó algún día, pero la atendió el contestador y no se animó a dejar un mensaje. Por eso debe ser que no confío mucho en las máquinas. Cuando yo tenía siete años mi papá decía que yo era un fierrero, que a los quince ya iba a andar con ganas de manejar su auto.
Pero al final no.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario