LA VOZ EN EL DESIERTO (acerca de Baron Biza), por Cezary Novek

LA VOZ EN EL DESIERTO

Por Cezary Novek

 


Los pastizales estaban altos. Costó veinte minutos cruzar las dos alambradas que había desde la banquina hasta el mausoleo. Nos llenamos de cardos y espinas mientras avanzamos a través del suelo húmedo.

Volvíamos de Alta Gracia con dos amigos. Uno acababa de recibir una mención en un concurso literario. El otro manejaba.

Llevaba años leyendo sobre Raúl Baron Biza. Pero era la primera vez que visitaba el lugar.

A mitad de camino  vimos la inmensa aguja negra que se estiraba hasta el cielo, apenas camuflada por las luces de la ruta.

No estaba y de pronto estaba. Dejamos el auto a un costado. A medida que nos acercábamos, la aguja se agigantaba amenazadora. “Parece una catedral extraterrestre”, dijo el de la mención.

El último alambrado era alto, inestable. Cruzamos a través de un árbol que parecía una mano huesuda. El viento helado que nos azotaba en medio de la negrura. “Es como esas torres de basalto negro que describía Lovecraft”, dijo el conductor.

Es imponente, las fotos no le hacen justicia. Un monumento futurista de 82 metros, con forma de ala, situado sobre la Ruta Provincial 5.

Entramos por detrás. El sendero de la entrada por la ruta vieja había sido tragado por la oscuridad y el follaje.

Las placas habían sido retiradas. La única inscripción en la puerta decía: “Myriam Stefford”. Cuenta la leyenda que esa puerta es una plancha de acero reforzado del Graf Spee. Que la estructura se asienta sobre explosivos. Y que dos inscripciones en el interior maldicen a quien perturbe el descanso de la primera esposa de Raúl Baron Biza, actriz en ascenso devenida  aviadora y que murió a los 26 años en un accidente aéreo cuando intentaba unir en un raid todas las provincias de la Argentina.

Dicen que hay un tesoro en joyas y diamantes. Que el viudo hizo verter toneladas de cemento antes de iniciar la obra.

“¿Y el tipo está en Recoleta?”, preguntó el conductor. Sabía que sus cenizas están sepultadas bajo un olivo, dentro del perímetro. Más tarde, en la web, descubriríamos que el árbol era el mismo por el que habíamos cruzado. El que parecía una mano huesuda.

Es el mausoleo más grande del país. En su interior yace la mujer nacida en Suiza, cuyo nombre verdadero era Rosa Margarita Rossi Hoffman. La avioneta que pilotaba junto con su instructor se estrelló en San Juan. Hay un monolito en el lugar exacto, aunque mucho más modesto.

Hasta el final de su vida, Baron Biza conservó una pintura de tamaño natural que muestra a la mujer envuelta en una bata blanca liviana. La boca pequeña pintada de un rojo mundano. La expresión altiva de su cuerpo se ve coronada por risos rubios y perfectos. Parece hablarnos en silencio sobre un mundo de glamour y lujos que ya no existe. El epitafio en el interior de la cripta dice: “Viajero, rinde homenaje con tu silencio a la mujer que, en su audacia, quiso llegar hasta las águilas”.

Pegado al monumento, levanté la vista. El monolito estilizado parece un dedo acusador, tétrico y futurista a la vez. Insólito en ese paraje de provincias, en medio de la nada.

En una época, Alta Gracia fue zona de retiro para la aristocracia. El predio se llama Los Cerrillos. Fue parte la estancia que llevaba el nombre de la aviadora.

Del viudo también hay un retrato al óleo, algo más pequeño. Se lo ve de traje. El ceño fruncido, los ojos encendidos, el pelo negro peinado hacia atrás. La nariz ostentosa sobre la boca apretada en un rictus de insatisfacción a perpetuidad. Un híbrido entre Iván el terrible con Bela Lugosi: oscuro, agresivo, elegante, siempre al borde de la ira, vanidoso y megalómano. En otras fotos parece Arlt. En las de juventud, Isidoro Cañones. En las de vejez, un terrible gánster.

De su otra esposa nadie pintó un retrato.

A Raúl Baron Biza se lo conoció por haberle construido una tumba faraónica a su primera mujer y por haber desfigurado con ácido a la segunda.

También escribió novelas prohibidas; financió conspiraciones contra los gobiernos de facto de la Década Infame. Se exilió varias veces. Estuvo preso. Hizo huelgas de hambre en hoteles de lujo. Plantó olivos, explotó minerales, vivió de rentas. Administró locales en el paseo comercial bajo el Obelisco. Fue bon vivant en la Belle Époque europea. Tuvo hijos. Se suicidó.

La puerta está soldada desde hace años. Acercamos un bloque que había por ahí y trepamos al primer nivel exterior. Apenas dos metros, pero el viento soplaba con más violencia.

Supe de Baron Biza a través de la novela que escribió su hijo Jorge. El desierto y su semilla narra la descomposición del rostro de la madre después de la agresión y sus posteriores intentos por reconstruirlo. Hay una metáfora de la historia argentina del siglo 20 y una exploración sobre las formas, colores y texturas dignas de un tratado pictórico. Hay una tímida experimentación con el cocoliche internacionalizado, pero es una novela de forma tradicional. Perfecta en su ejecución, con frases citables en casi todos los párrafos. En la ficción, Raúl se llama Aron. Myriam es Chloé y Clotilde se llama Eligia. Los dos primeros están muertos desde el inicio de la trama pero viven de alguna manera en las dunas cambiantes de la carne corroída por el ácido.

Sabía de Jorge Baron Biza por sus críticas y reseñas en el suplemento de La Voz del Interior. La novela me llegó junto con la noticia de que el autor se había tirado por una ventana un año antes. Resultaba increíble que la historia de la novela pudiera ser real. Y en Córdoba.

Había poca información en la red por entonces. Un par de datos esquivos mencionaban al padre de Jorge Baron siempre con relación a sus dos esposas. Nació en 1899. Monstruosamente rico. Autor del monumento o de novelas prohibidas.

—¿Y sus novelas? ¿Están buenas? preguntó el del concurso.

Difícil de responder. Subimos al segundo nivel. Dos metros más.

En 2006 apareció un artículo de Enrique Vilas Matas que ahondaba en los aspectos más novelescos de su vida. Pero el entusiasmo y la imaginación del español ocuparon demasiados baches en una investigación hecha a distancia y plagada de datos erróneos.

Federico Minolfi —abogado, fallecido en 2015— y Gabriel Waisberg —empresario y actual propietario de un chalet de La Falda llamado Coyllur, que Baron Biza le vendió a su padre—comenzaron una investigación en 2005. Hicieron un blog, luego una página. Pero la mayor contribución la hicieron al restaurar la totalidad de los libros “prohibidos”.

Leí varias le dije al que había ganado la mención. Él también —señalé al conductor—, pero no le gustaron.

Es nietzscheano —se atajó.

—¿Y eso qué tiene? —preguntó el concursante.

—Que no es Nietzsche —le respondió pisando una colilla.

En El desierto y su semilla, el Jorge Baron Biza definió la última obra de su padre — Todo estaba sucio— como “un torrente de resentimiento absoluto”.

Unos párrafos más adelante, amplía: “Ha construido un espacio en el que es imposible reconocer un límite. Abrió un desierto al que no se le ven fronteras, género de mal que ya no necesita ejercitarse en la agresión, porque se ha encerrado en un orbe en el que no cabe lo humano; un mundo narcisista, que se crea a sí mismo, que corta toda relación, toda perspectiva, toda reunificación. Ha elegido mirar al vacío, el grado cero de la esterilidad, producir donde no se produce ni se admite ningún defecto, porque reconocer un defecto supone ya admitir que existe alguna perfección: el grado cero de la esterilidad”.

La trama en sus novelas, con variaciones, es más o menos igual: un rico heredero se pierde en los ojos de una mujer bella y demoníaca ("¡Oh, mujer! Para lograr una figura tan bella y un corazón tan duro, ¿qué dios del Olimpo se ayuntó con la hiena?...”) que lo lleva a la caída. En algún momento, el dinero se acaba y cuando los paraísos artificiales se diluyen el protagonista se encuentra hundido en la miseria, sin amigos ni perro que le ladre. Es entonces cuando comienza a fermentar una filosofía propia, oscilando siempre entre el noble optimismo y el deseo de la destrucción absoluta.

Lo que cambia es el mensaje, que irá mutando a niveles más sórdidos. También varían los personajes. De libro en libro, Baron Biza se irá desdoblando cada vez en más alter egos. A través de ellos dejará retazos de su biografía junto con enfurecidas diatribas contra las instituciones y los vínculos humanos. Desde siempre se presentó como un autor que vomitaba verdades molestas en la cara de la sociedad hipócrita de su época. En cuestiones de estilo, alterna entre amaneramientos literarios y párrafos poderosos, que difícilmente causan indiferencia. Igual, es imposible leerlo sin tener en cuenta su tiempo y su vida. Encarnó a la perfección la frase de Oscar Wilde: “La vida imita al arte más que el arte imita a la vida”.

—Tiene influencias de Stirner, Sade y Schopenhauer —comentó el que manejaba.

—Pero no es ninguno de ellos, ¿no? —retruqué.

—No.

—¿Y eso está bueno? —insistió el de la mención.

—Ponele…

La estética es un tema aparte, muy apreciada por los coleccionistas. Las portadas e ilustraciones remiten a la versión vernácula de la literatura pulp norteamericana de las primeras décadas del siglo 20. Lo que en USA fue una literatura de edición barata para consumo popular y especializada en géneros, en nuestro país se desarrolló de forma extraña, mezcla rabiosa entre política, erotismo, provocación y morbo. Esa literatura que convive entre usados de Hugo Wast, Omar Viñole, Vargas Vila y Mi Lucha.

El derecho de matar ostenta una portada con una calavera y una guadaña que chorrea sangre. Las ilustraciones del interior fueron obra de Teodoro Piotti y emanaban una oscuridad comparable a los mejores trabajos de Harry Clarke sobre Edgar Allan Poe. Punto final tiene una portada que sugiere erotismo e intrigas. Todo estaba sucio tiene una anécdota: los dibujos fueron realizados por un pintor surrealista boliviano —Benjamín Mendoza y Amor— que años después intentaría matar al Papa Paulo VI en Filipinas.

Publicó también dos testimonios: Porqué me hice revolucionario y Un proceso original. El primero cuenta sus años de lucha revolucionaria junto a la resistencia radical en los años 30. El segundo es una defensa sobre un extraño incidente con un arma y con su cuñado, que le valió un año de prisión.

Una semana antes de desfigurar a Clotilde Sabattini, le escribió: “Cada día que pasa continuamos arrancándonos un pedazo de carne. Es increíble confirmar que seres que se han amado como nosotros puedan llegar a odiarse tanto”.

No dejó carta suicida. A menos que consideremos sus libros como preámbulos de su final.

Jorge Baron dijo: "Mi padre era un ingenuo, creía en la indignación, la violencia y el margen. Recorrió todo el camino de la degeneración y al final no encontró nada". 

Como una reacción en cadena, catorce años después su segunda esposa se arrojó por la ventana del mismo departamento en el que fue agredida. Tiempo después, en 1988, su hija menor tomó la misma decisión. Jorge Baron la postergó hasta septiembre de 2001.

La bibliografía se multiplicó: Christian Ferrer y Candelaria de la Sota escribieron biografías sobre Raúl Baron Biza. Surgieron numerosos textos sobre El desierto y su semilla, que se volvió a editar cada tanto, en Argentina y en otros países. 

A pesar de la infamia y la leyenda, Raúl Baron Biza fue libre de una manera particular. No se conformó con retozar entre mujeres y lujos; y jamás sintió indiferencia por la hipocresía y la injusticia que veía a su alrededor. Construyó escuelas, generó trabajo, hizo donaciones y apoyó causas que creía nobles. Cuando la desilusión le ganó la pulseada, sus ansias de cambiar el mundo dieron lugar al asco y el odio. La toxicidad de su ira puede resultar algo indigesta. Algunas ideas son muy interesantes y se proyectan más allá de nuestro tiempo. Otras, obsoletas. Todas políticamente incorrectas. Por su honestidad brutal, merece una lectura. Nunca cerró la boca, aunque le costara la soledad total.

Saltamos del primer nivel al piso de baldosas, el conductor comentó: “Había un cuidador, hace mucho. Rengo, con un farol de querosene y una gorra de maquinista. Vivía por acá y te guiaba por dentro mientras te contaba la historia. Un tipo que lo conoció dijo que se parecía a Marty Feldman”.

Hacia la izquierda, en dirección de la entrada original, creímos ver una casa. El viento daba cachetazos fríos que ya ni sentíamos. Nos pareció que traía un grito o un aullido.

El sonido era lejano y llegaba en oleadas. Parecía venir de diferentes direcciones y arremolinarse entre nosotros. Cruzamos la maleza y las alambradas. En la banquina, las balizas parpadeaban. El conductor puso un CD de Kyuss y subió el volumen a tope.

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