CHESIL BEACH (de Ian McEwan) por Augusto Munaro

CHESIL BEACH
de Ian McEwan
Anagrama, 2008
por Augusto Munaro

El escritor británico Ian McEwan cumplirá el 21 de junio próximo sesenta años, hecho que seguramente celebrará entre amigos y familiares. Sus lectores devotos, como acontece en la mayoría de los casos, deberán conformarse con leer sus libros, un legado en absoluto desdeñable. Lleva más de tres décadas escribiendo novelas y libros de relatos desde Primer amor, últimos ritos (1975), opera prima que le posibilitó el premio Somerset Maugham; su éxito crítico siempre ha sido igualado por su enorme y merecida fama. En la actualidad, Ian McEwan domina la ficción británica, y es uno de los escritores más destacados de su generación conformando algo así como la santísima trinidad de la narrativa inglesa, junto a Julian Barnes y Martin Amis.

Es responsable de obras tan disímiles como bien escritas y El jardín de cemento -donde unos niños entierran el cadáver de su madre en un sótano-, En las nubes, El inocente, Los perros negros, Amor perdurable, su ambiciosa Ámsterdam (Premio Booker), o Sábado; son prueba de ello. McEwan acaba de publicar Chesil Beach (Anagrama). Es una novela de prosa ágil y descansada, compuesta a través de un estilo discreto, diríase clásico, donde se desnuda la complejísima realidad de las relaciones humanas. Sin extralimitarse, la cadencia y el énfasis del contenido en sus descripciones son siempre precisas, exactas. Su purificada prosa mantiene una intensidad propia, un ritmo autónomo. Pocas palabras, aunque arraigadas en profundas emociones.

En Chesil Beach, la historia narrada podría considerarse hasta minimalista. Construye la acción a través de una sintaxis simplificada y una vigorosa economía de imágenes. Corre julio de 1962. Edward y Florence, dos jóvenes británicos inocentes y vírgenes, acaban de casarse. Él, licenciado en Historia y ella, violinista amante de Mozart, tienen poco más de veinte años de edad. Se hospedan en un hotel al sur de Abbotsbury, en las costas Dorset, sobre la playa que lleva el título del libro. Ambos cenan. Pronto el lector intuye que la permanencia allí se dilata, o al menos, más de lo previsto. En lugar de retirarse a su habitación para pasar su noche de bodas, permanecen en silencio, comportándose como si esa fuese la más normal de las sobremesas. Pero no es así, se retrasan intencionalmente, con el deseo de disimular el asfixiante e intimidatorio temor que los invade. No tienen apetito, apenas prueban bocado. Piden vino, pero no lo beben. Intentan hablar, aunque fracasan. ¿Qué les ocurre?. Saben que deben retirarse, pues los mozos necesitan cerrar el restaurante. Florence casi paralizada, se demora hasta en el modo de caminar. No estamos ante el célebre argumento del film mexicano El ángel exterminador del aragonés Luis Buñuel, dónde un grupo de convidados se ven absolutamente impedidos sin razón aparente -una vez finalizado el banquete-, de abandonar la mansión, debiendo encerrarse en ella durante días.

Aquí en cambio, la circunstancia es otra. La dificultad proviene de Florence quien demasiado expectante del momento en donde “se revelarían plenamente al otro”, teme no poder complacer sexualmente a su flamante marido. El motivo latente de su consternación, se debe a que siente- más allá de su ignorancia- lisa y llanamente repulsión por el sexo. Debía entonces, conociendo su frigidez, afrontar sus temores sin decepcionar a su pareja. ¿Podría un matrimonio coexistir sin la cópula?. “Lo que él más deseaba era lo que ella más temía”, nos anuncia la voz del narrador en tercera persona que fluye con nitidez a medida que los capítulos se suceden. Edward, por otra parte, teme no poder asimilar ese distanciamiento que Florence tan afanosamente intenta ocultar, evitando herir demasiado sus sentimientos. Los silencios implícitos, las miradas y los objetos que rodean a los protagonistas cobran un papel decisivo en la plasticidad dramática. Ahondan la tensión.

¿Ha sido el encuentro –si lo hubo-, desastroso o postergaron el acto de consumación indefinidamente?, ¿lograron, al fin, aceptar y superar sus temores como adultos?. En verdad poco importa saber si su noche de bodas fue lujuriosa o no. Este no es el único hilo narrativo de la novela; el eje por donde transcurren los cinco capítulos de Chesil Beach; hay otras posibles lecturas. Con frecuencia se ha dicho que un tema recurrente de la obra de McEwan es el poder de un único instante para cambiar completamente la vida de las personas. Los manuales de física lo denominan “efecto mariposa”, la idea en que “dadas unas condiciones iniciales de un determinante sistema natural, la más mínima variación en ellas puede provocar que el sistema evolucione en formas totalmente diferentes”. En resumen: la realidad, es producto del binomio causa-efecto. Es decir, a toda causa le sigue un efecto. Vivir consiste en tomar decisiones de manera continua, muchas veces errando nuestros propósitos anhelados y produciendo -como resultado-, efectos adversos. La existencia es vista entonces, como una incesante elección que culmina con nuestro deceso. Principio que los protagonistas de Chesil Beach pagan con su ignorancia.

El último capítulo de la novela condensa, en un puñado de ceñidos párrafos, a un Edward sesentón, quien logró sobrevivir las décadas conclusivas del siglo veinte llevando una vida placentera; aunque ciertamente arrepentido. El recuerdo de Chesil Beach regresa a él como un fantasma. En especial los sucesos-efectos producidos aquella remota noche de bodas de 1962. Lo que pudo haber sido y no fue o lo que fue pero no como se deseó; la fisonomía del remordimiento.

Esta sutil y controlada novela escrita por un autor con dominio absoluto de su oficio, es una fábula sobre la impaciencia; uno de los demasiados males de la vertiginosa y autocomplaciente postmodernidad. Trastorno prefigurado otras tantas veces en las novelas demoledoras del “profeta de Shepperton”, J.G.Ballard, autor de Exhibición de atrocidades y Crash, donde sus protagonistas, hundidos en la era del tedio y el consumismo pasivo y narcisista -como acontece con Edward y Florence-, presagian de manera ineludible, la muerte del afecto. La imposibilidad de amar.

La mirada de McEwan, más compasiva y benévola que la de su contemporáneo, también indaga cómo, desde los albores de los sesenta; el mundo no hace más que estetizar y venerar la impaciencia y la inmediatez como dioses del olimpo griego. Un mundo que parece perfilar ciegamente hacia el crepúsculo de sus días. O acaso, como el mismo Ballard arguye: “hacia una guerra entre psicóticos”. A McEwan le bastó sólo la habitación de un hotel para discurrir sobre la condición humana. Tema delicado, pero que es escrutado con la pericia y refinada dedicación de un maestro.
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