YA SIN NADA DE SOL, de Pablo Vinci

YA SIN NADA DE SOL


De un punto determinado no hay regreso.
Este punto puede ser alcanzado.

Kafka


El día se iba a morir. No había nadie más en la playa. Quizás por eso el mar brillaba. Era verano pero hoy, dentro del recuerdo, aquella arena me llega fría. El agua era plateada salvo cerca del sol, que parecía un despojo de carne roja recién sacrificada. Era nuestro último día en la playa y habíamos discutido como siempre, pero esa vez lo dijimos: ya no estábamos enamorados. En realidad lo dijo ella, yo no puedo decir “enamorados”, a mí me salen otras palabras.

Pasaban unos pájaros que iban hacia el mar.
-Gaviotas. –dijo ella.
-Las gaviotas son horribles. –dije yo.
Ella había hablado del modo en que volaban.
Yo, de los gritos, de picotazos en la espalda, de animales que se pudren.
-¿Nos metemos? –dijo
-Vamos –dije yo.
Nos despedíamos del mar.
Ella se levantó y caminó. Fui detrás agrandándole las huellas.

Siempre supo nadar, pero sólo se atrevió a entrar al mar ese año. Le tenía miedo todavía. Nos metimos, pero ya no nos mirábamos ni nos salpicábamos de gritos y risas.
Empecé a alejarme pensando en nadar alrededor de ella, como siempre, en círculos, protegiéndola.
El agua era como una tela suave, cada ola era una arruga que tenía su sentido en un pliegue más allá, en otra ola.
La rodeaba cada vez desde más lejos. Sé que le parecí indiferente porque el círculo era cada vez más grande, pero estaba atento.
Empecé a sentirme bien.
Floté un rato de espaldas y me encontré con el cielo a esa hora desteñido. Pasó un pájaro que me miró con los ojos congelados por el viento que, en ese instante, empezaba a hacerse más fuerte.
Miré a un costado. Ella seguía nadando lenta, voluptuosa. Esa palabra también me llega ahora: voluptuosa.
Pensé en llamarla, y reírme, y gritarle “Basta de estupideces, basta de pelear por estupideces”, pero no lo dije y volví a flotar mirando el color escurrido del aire.
El sol chato ya se apoyaba en el agua y el escaso paisaje (mar, sol y nosotros) estaba en paz, tranquilo. No había lugar para ningún pensamiento, para ningún deseo. Sólo estábamos en el mar, sólo nos tocaba la misma tela suave.
El viento era más fuerte ahora. Algunas nubes coagulaban el cielo que ahora también se enrojecía. El agua se enfriaba, se hacía dura. Aquel manto blando se transformaba en metal. Pensé en algún extraño efecto del sol en contacto con el agua. De la orilla quedaba un hilo blanco. El mar era de hierro, dolía. Me pregunté si no habíamos llegado demasiado lejos, si no nos habíamos dejado arrastrar a demasiada distancia.
Me asomé y la vi, me pareció que estaba cerca. Quise levantar un brazo para hacerle señas pero me arrepentí otra vez. Nadé más lejos alrededor de ella. El agua de ese lugar no se parece en nada a la de la playa, deja de tener algún color y empieza a cortar, a arder.
Estábamos entre el cielo y el agua, y estando así parece extraño no caer a algún lugar.

Me levanté de nuevo pero ahora no estaba.
El mar revuelto de metales la había escondido, alejado, tragado.
Ella también se habrá levantado para verme. Ella también habrá empezado a gritar, como yo. Se había acabado la tranquilidad y el agua también gritaba. Empecé a nadar más rápido y en círculos más chicos. Los brazos me empezaron a doler. Grité de nuevo: nada.
-¿Y si se ahogó? No. No puede ahogarse, ella nada mejor que yo. No puede ser.
Miré de nuevo: en el mar no había nadie.
El mar era negro y de golpe paró el viento. Otra vez grité pero no me contestó. Ya no veía la orilla, tenía que volver. ¿Y si se había ahogado? ¿Por qué la deje sola? ¿Por qué la dejé sola otra vez? Voy a salir. ¿Pero si salgo y me necesita?
Me pareció oír su voz y salté gritando otra vez. Nadie.
Nadé dibujando surcos desordenados cerca de la orilla.
-Si no la encuentro vuelvo a meterme.
Fui y volví muchas veces.
Llorando y llamándonos nos encontramos, muy tarde, en la playa, ya sin nada de sol.

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