PHOENIX (de Eduardo Muslip), por Edgardo Scott

PHOENIX
de Eduardo Muslip
Malón, 2009
por Edgardo Scott




En la contratapa de Mi hermano James Joyce, el libro de Stanislaus Joyce sobre su hermano, Saer hace una afirmación interesante acerca de ese libro, pero que lleva a su vez una intención más general, dice: “...respeta con un criterio bastante ortodoxo una de las conquistas más firmes y necesarias de la novela moderna: el punto de vista coherente”. Saer en muchos de sus textos alcanza ese punto de vista. Algo de esa palabra, coherente, parece enemistarse naturalmente con la vanguardia o con lo que debería ser una verdadera actitud artística. Yo interpreto en esa coherencia no tanto alguna clase de apego a la realidad o a un razonamiento simplista, sino un equilibrio. Un equilibrio estético. Uno entre tantos. Un equilibrio que por ejemplo podríamos remitir a Proust, para que entonces aquella coherencia por un lado y la vanguardia por otro, se mezclen, se fundan bien. En Phoenix, Eduardo Muslip recupera y expande esa tradición de la cual ya había dado muestra en libros como Examen de residencia o Plaza Irlanda.

Las resistencias del lector entrenado ceden ante la narración, ante una mirada comprensiva, pero lúcida, piadosa pero nada complaciente. Muslip le otorga una voz a sus narradores melancólica, de cierta tendencia gótica, elegante pero muy discreta. Desde allí narra, desgrana el mundo y sus habitantes con paciencia y dedicación.

Phoenix tiene o toma la distancia como objeto de escritura. Es una distancia subjetiva que se metaforiza a través del contenido de los relatos (los tres primeros sobre todo, el último es una especie de epílogo) narrados desde aquella ciudad estadounidense. Escribe a poco de comenzar Cartas de Maribel, el primer cuento: “Todo en Phoenix es definido, los límites entre las cosas están bien establecidos; es muy precisa la zona de pasto del camino de concreto […] pero tanta precisa división resulta inútil porque al mismo tiempo se transmite la ilusión de que todo es más o menos lo mismo”. La representación de la distancia geográfica o temporal le sirve a Muslip para escribir los itinerarios mas que las vidas de sus personajes. Gente que va y viene por el mundo, con o sin dirección, pero siempre sin experiencias. Por eso el narrador le da a la experiencia y sus objetos, cuando la halla, un tratamiento cuidadoso y gradual; cuando la halla como en una buhardilla (parecido al hallazgo de un aleph) que tiene algo de Carta robada, porque está a la vista de todos, pero sin embargo permanece oculta. Dice sobre el encuentro con aquellas cartas: “Me acerqué a la carpeta, lento, tontamente cauto, como si no supiera que no existía precaución alguna[...] Era una carpeta marrón, fea y un poco deteriorada, arratonada, como para pasar inadvertida; en realidad llamaba la atención en medio del reluciente montón de inutilidades siempre recién compradas de Maribel”. El ojo del narrador de Muslip suele hacer ese trabajo: despejar, aislar los objetos pasibles de experiencia, de entre aquellos que son frugales objetos de consumo. Hay en Phoenix entonces un trabajo con la memoria y la experiencia por parte del narrador, que Muslip parece compartir con Sebald, y entre nosotros con Sergio Chejfec (aunque el narrador de Muslip sea más atento a las representaciones de la sensibilidad)

La panacea que parece prometer nuestra época, sobre todo para las clases media y alta argentinas, de ser un viajero constante, si es posible becado o subsidiado por alguien, migrando de país en país, no como turista por un día, sino habitando tal o cual parte del mundo algunos meses, se derrumba, se deshace en Phoenix cuando el narrador dice en Diciembre,: “De golpe lamento tremendamente no haber tenido un gato, quisiera tener uno ahora, pero me la paso mudándome, y los meses en los que no estoy aquí lo desaconsejan; no puedo ni hacerme cargo de un gato, hasta un gato es too much load, me entristece pensar.” Los personajes de Muslip pasan temporadas en distintas partes del globo, permaneciendo el tiempo que conceda la ilusión (de una carrera promisoria, de un amor pleno, de un trabajo mejor), hasta que la estafa se declara, la decepción llega, y esos mismos personajes, sin concluir ni aprehender nada, catapultan lo mismo hacia otra región, real, pasada, imaginaria o futura. Pero el narrador-personaje de Muslip no se enoja con sus congéneres, intenta comprenderlos, se integra a ellos cuestionándose (y en eso quizá permita el reconocimiento del lector) y trata no de superar o evitar el mecanismo roto sino, menos ambicioso, de describir y entender cómo funciona.

El último cuento del libro, Paraguay, gira en torno a un encuentro. Un encuentro algo amoroso y algo erótico también. “Nos ayudó la serie de casualidades que parece responder a una íntima voluntad; si esa voluntad se hubiera hecho más visible, si hubiera sido más premeditado manejar el tiempo y los movimientos como para favorecer un encuentro “casual”, seguramente el destino o lo que fuese se habría revelado contra esa pretensión de controlar el paso de los acontecimientos y entonces no habría pasado nada”. En Phoenix queda de manifiesto que todo encuentro, ya sea con las personas, los lugares o las cosas, guarda esa tensión: o bien se desliza hacia lo contingente (pero, como bien anota, con una intima voluntad) o bien se vicia de un control a la vez policíaco e ingenuo.

Eduardo Muslip es un escritor que posee el don de la narración. Como su admirado Eca de Queiroz, como Sebald, como Katherine Anne-Porter, como Joseph Roth, su voz, nada tortuosa y sin embargo, nada superficial, reclama relatos largos, lo que hasta ahora ha venido gestando de manera brillante.
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