EL OFICINISTA (de Guillermo Saccomanno), por Silvia Renée Arias

EL OFICINISTA
de Guillermo Saccomanno
Seix Barral, 2010
por Silvia Renée Arias

Ciegos, en la ciudad de la furia


Imagen posible después de leer El oficinista: aquella tira de un diario que cuenta la historia de un hombre que llega a una isla, baja una silla, una mesa y una máquina de escribir, hunde con una enorme piedra el bote que lo ha llevado hasta allí y se sienta a trabajar. Y escribe: “Miles de personas corrían por la ancha avenida…” Ese hombre puede ser Guillermo Saccomanno, y la isla, Villa Gesell, donde reside desde hace veinte años. Porque ese hombre, ese escritor que eligió escapar de la vorágine incontrolable de la ciudad y trasladarse a la serenidad de un pueblo con mar para llevar a cabo su tarea de escribir –y vivir- comienza su narración de esta manera: “A esta hora de la noche los helicópteros artillados sobrevuelan la ciudad”, y a partir de allí narra, en esta espléndida novela corta, la vida de un oficinista anónimo (porque no tiene nombre, porque cada uno de nosotros puede serlo), en una ciudad donde abundan perros clonados, bombas y tiros. Un hombre que “se pregunta si todo lo que hizo para ser feliz no fue demasiada infelicidad”.


Infelicidad, exceso de soledad, también, como reza –a modo quizás de advertencia y seguramente de síntesis explicativa, aunque innecesaria- el epígrafe de Kafka, rescatado de sus Diarios: “Una experiencia que, por su exceso de soledad, sólo puede llamarse rusa”. A modo de tributo, y de advertencia, decimos, porque esta no es una historia complaciente, ni con la vida del personaje ni con el lector, aunque no por esto, o precisamente a causa de, uno siente que toda la novela está atravesada por una profunda ternura. Ternura, o compasión que no necesita más que de la prosa en tono lacónico, carente de adjetivación, que acertadamente emplea Saccomanno.

Las brumas del amanecer, otra vez las bombas, el sonido de las sirenas, el vuelo amenazante de los helicópteros sobre los cuerpos de los hambrientos que duermen en las calles, la misma “somnolencia espesa” que a veces puede con el oficinista, remiten a una historia rusa, es verdad, pero también a una gris aventura porteña, porque esa ciudad también sin nombre que puede ser Buenos Aires, por momentos futurista, en otros melancólica, siempre opresiva, es el reconocible escenario en el que vagan y sufren y sueñan sin esperanzas miles de oficinistas, miles de nosotros. Y entonces la busca del amor que abrirá una perspectiva nueva de la existencia convive con murciélagos sangrantes que se estrellan contra vidrios. Ciegos. Ciegos porque no queremos ver un mundo que ya no es el que era y que se derrumba sin que sepamos muy bien por qué. Sin que nos importe demasiado, además, quizás por la responsabilidad que nos cabe en la catástrofe y de la que preferimos no hacernos cargo. El Apocalipsis del mundo y de los buenos sentimientos humanos nos convierte en tristísimos seres infelices en busca de un poco de luz en medio de la noche más oscura. Así va el oficinista, también, perdido. Así vamos.

A diferencia de otras narraciones que acometen con ciertas arbitrariedades ¿necesarias? para justificar una trama, en El oficinista no sólo se prescinde de ello, sino que, como en toda buena historia, todo lo que se cuenta tiene su razón de ser, y el final es el único posible. Saccomanno, que desde hace décadas desempeña tareas de coordinador de talleres literarios, y que como tal (de)muestra su arte como el mejor ejemplo de lo que debería ser la literatura, ha dicho que escribió este libro en un mes y medio, hace ya siete veranos, pero que la relegó (aunque cada tanto volvía a ella y la corregía, y la mandaba a concursos) a cuenta de escribir El pibe (2006) y la trilogía sobre la violencia política integrada por La lengua del malón, El amor argentino y 77. Como su protagonista, esta nouvelle parecía condenada al fracaso de no verse publicada.

Pero llegó febrero, un mes que suele depararle sorpresas. Según él mismo contó alguna vez, fue en una tarde de febrero, a sus quince años, cuando en el fondo de una casa de Mataderos, en un galpón con techo de cinc donde su padre había armado la biblioteca, descubrió El juguete rabioso, y lo leyó recostado en un catre. Y no le importó el calor de infierno y ese lugar se convirtió entonces en su lugar preferido para leer. (Esta anécdota no sólo remite a febrero, sino a un dato más: entre las páginas de El oficinista se entrevé la literatura rusa, pero también Kafka y, viene al caso, justamente Roberto Arlt, y no sólo porque el protagonista sea rengo). Pero volviendo a febrero, y para terminar, fue en ése mes, pero de este año, que El oficinista ganó, casi al mismo tiempo que él caía presa de una meningitis que lo tuvo a mal traer, el prestigioso premio Seix Barral en España. Saccomanno zafó de la muerte, y su libro de terminar olvidado en un cajón de escritorio. Los dos lo merecían.

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