Nosferatu 1921, de Edgardo Scott




Todos están ya un poco hartos. La molestia superficial es el vampiro (finalmente, con el correr de los días, demostró ser un disminuido; un pobre enfermo mental abandonado, bruto y mañoso). La muy mala idea, la iniciativa trasnochada de que podría actuar no llegó a ser siquiera una broma.
Descartado desde el primer día, el vampiro deambula aún entre nosotros como un perro contagioso al que nadie quiere tener cerca. En lineas generales yo actúo y siento lo mismo que el resto, la misma aprensión ante su olor y su aspecto, el mismo desprecio ante sus obscenidades y sus reclamos odiosos. Pero cuando se aleja más de lo habitual y no lo veo, he llegado a buscarlo; no lo llamo, pero miro, busco en la distancia dónde está, adónde fue, o hago unos pasos para tratar de ubicarlo. Y sin embargo cuando por fin lo encuentro, me interrogo y me reprocho, volviendo a mi lugar de trabajo, haber alojado tal preocupación, e intento negarme a la evidencia de que su hallazgo provocara en mí alguna clase de alivio.
Hay días en que el vampiro llega hasta el set sin que lo advirtamos. Y al contemplar alguna escena, aun desde lejos, se excita demasiado, no puede disimular ni moderarse en absoluto; empieza a gruñir y a andar en círculos, incubando el deseo de lanzarse directamente hacia alguna de las actrices, como se lanzan las bestias hacia su presa. Si algo lo contiene un breve instante, es el miedo a que los más fornidos entre nosotros (un actor secundario, o bien Peter, el escenógrafo) lo reduzcan por la fuerza. Ya ha pasado en varias oportunidades. Son circunstancias un tanto vergonzosas. Los hombres, descolocados, deben acercarse, rodearlo y amenazarlo con gritos y ademanes, y llegó a haber un par de veces que hasta debieron blandir un palo para que se vaya y se calme. Sin embargo, el resultado final no es el mejor porque después de asistir a esos episodios violentos, raros, bastante grotescos, el rodaje se suspende y todo se dilata por largas horas.
Yo creo que el vampiro es, de todas formas, una gran, inmejorable excusa. El defecto más visible. Pero la verdad es que estamos llegando al final, queda poco, y es la peor parte: faltan los detalles, corregir algunas tomas, y por último, desarmar todo e irnos. Nadie tiene ganas ni humor para hacer nada, y las menores torpezas o diferencias generan cruces o una desmedida irritación. Todos están (también yo) algo decepcionados y sin voluntad; tuvimos, pienso a veces, una expectativa inevitable y excesiva al comienzo. Pero así son todos los comienzos, me digo. Y así quizá también sean todos los finales.
Las actrices (sobre todo la protagonista) sienten miedo y repulsión por el vampiro, y reaccionan mostrándose hostiles e indefensas (más hostiles e indefensas que de costumbre) ante nosotros. Fuera del set no hay mayor inconveniente porque lo evitan, apenas si lo cruzan de lejos, coinciden muy poco con él. Pero durante las escenas, cuando el vampiro, sin que lo notemos, se acerca a ver, a mirar excitado ¿sus venas, el cuello, sus vestidos?, no se concentran, y sus repentinos gestos, o expresiones de asco (no tanto sus expresiones súbitas de terror, que creo, sin ser un entendido, podrían ser útiles para la trama) hacen que haya que cortar y volver a hacer la toma una y otra vez.
Ayer a la tarde, sin que me vieran, y cuando nadie me requería, he seguido al vampiro en sus movimientos solitarios. Tiene un refugio apartado, en lo que es el principio, la entrada paulatina hacia el bosque. El vampiro permanece ahí por distintos motivos: después de que lo reprenden, para dormir, cuando consigue alguna sobra (no le gusta tanto la carne, sino los dulces), o cuando quiere hacer sus necesidades. Él no me ha visto. Solo, el vampiro murmura sus voces bajas e insanas, juega con un engranaje roto que alguno del equipo le tiró a modo de piedra hace unos días, o muerde, chupa y escarba sus infinitas y desagradables uñas.
El actor que encarna a Drácula sólo ha imitado la postura encorvada y, en forma atemperada, reducida, las manos flacas de garra; todo lo demás, el resto de la caracterización fue invento suyo o compartido, pero puro artificio.
El vampiro real es un hombre de mediana estatura, posee una barba rojiza sin cortar, y en su pelo, crespo, se dejan ver ya varias canas, que debido al descuido y la grasitud, son amarillentas. ¿Qué edad tendrá en verdad el vampiro? Yo creo que más de lo que sabe ocultar su locura y su comportamiento aniñado. Estimo que treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y dos años.
Una vez, teniéndolo más o menos cerca, pude fijar la vista en él durante cierto tiempo. Intenté despejar, más allá del monstruo, sus rasgos humanos. Algo de su frente y de sus entradas me recordaron un compañero del antiguo Instituto Benjamenta. No pude, hasta ahora, recuperar su nombre, su apodo, o su apellido. Me salen de la lengua, apresurados, sólo para estorbar, dos o tres reemplazos falsos que enseguida, contrariado, descarto. A cambio de su nombre, y además de su frente y sus entradas, recuerdo de aquel compañero su afición por los automóviles, y en especial su sonrisa de dientes desparejos y encimados. Pero no es el vampiro. El vampiro, por azar o milagro, conserva en buena condición su dentadura, aunque salvo en sus accesos de mayor insanía, cuando todo su cuerpo se multiplica, se desordena y fragmenta, rara vez enseñe sus dientes.

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