EL VIENTO QUE ARRASA (de Selva Almada), por Nicolás Alonso

LO EL VIENTO QUE ARRASA
de Selva Almada
Mardulce, 2012
por Nicolás Alonso




Paul Valery hablaba de la prosa y del verso. Comparaba a la primera con la danza, y a la segunda con la marcha, siempre buscando  la meta. El verso, en cambio, es danza, es una meta en sí mismo: fin y principio ya no importan, son parte de un movimiento mayor. El del ritmo, la cadencia, la insoportable fuerza de la lengua resistiéndose a ser instrumento, mera herramienta de contar historias. El viento que arrasa, esta primer novela de la escritora entrerriana Selva Almada, devela algo de lo que señaló Valery. En ella la prosa y el relato, parecieran ser sólo un momento más al interior de un poema. Se trata de una novela, quede claro. Pero es una novela en la que las palabras están tan cuidadosamente replegadas sobre sí, tan ligadas a las atmósferas, al clima, a las imágenes y al ritmo, que podría decirse que se trata de un poema (largo y en prosa).
Danza y marcha, belleza y practicidad, poesía y argumento se entretejen en una especie de peregrinación (mezcla de marcha hacia una meta y fin en sí, que la religión nos ofrece) en la que la historia, el argumento, nace desde las entrañas de un profundo espíritu poético, y deambula para terminar de nuevo en él.
El principal activo de esta novela es, sin lugar a dudas, la potente atmósfera que Almada logra construir a través de diferentes retazos. Una especie de amalgama de lugares, paisajes, personas, nombres, historias… en fin, lenguajes que se resignifican produciendo esa particular poética que habita el texto. La prosa es simple, limpia, cristalina. Cada palabra está en su lugar, y cobra sentido a través de un ritmo cuidadosamente trabajado. La lengua cotidiana, oral, coloquial, tan característica del interior, y en especial del litoral argentino, no deja de brotar y refluir: se ilumina, se muestra en su pureza, y se redefine.
Los protagonistas no se quedan atrás. Una suerte de encuentro de dos mundos (siempre casual, como suele ser en estos casos) aparentemente contradictorios. El Gringo Brauer y Tapioca, por un lado. El Reverendo Pearson junto a su hija Leni, por el otro. El encuentro se da en el monte chaqueño, casi pareciera que en sus mismas entrañas, entre carrocerías de autos carcomidas por el óxido, pero rebosantes de caminos, de kilómetros y de historias.
El Gringo es un mecánico rudo, noble y algo huraño, Tapioca su entrañable ayudante. El Reverendo es un predicador itinerante. Con grandes dotes como orador, entrega su vida a enseñar el camino para retornar las ovejas descarriadas en la senda de cristo. El encuentro se da cuándo el vehículo en el que el Reverendo y su hija viajaban se descompone. El mecánico y su joven ayudante (que en su inocencia y pureza asumirá un papel central en el relato) serán los encargados de componerlo. En el medio se da una fugaz convivencia. Potente e intensa, marcada por climas, diálogos, recuerdos, historias de vida que confluyen y se entrelazan.
Los diálogos merecen una mención especial. Su precisión define de una manera notable los contornos de cada personaje. Uno podría leer sólo esos diálogos, aislados del resto del texto, e imaginarse a cada uno de ellos sin riesgo a falsearlos. Escuchar sólo sus voces, su tono, su elocuencia (o la falta de ella) permite ver cuerpos, imaginar ropas, o fantasear sobre historias de vida tal cómo si ellos estuvieran parados delante de uno. Luego viene la voz de ese narrador para confirmar aquello que surge de los diálogos. Una voz que por momentos se acerca a los personajes, se mimetiza con ellos, y en otros se aleja y  los trasciende.
Otro elemento que contribuye con la potencia poética de El viento que arrasa es el resultado de un encuentro simbólico. Ese cristianismo un tanto alejado de la ortodoxia católica más difundida en estos pagos que encarna el Reverendo (su nombre es Pearson), por un lado. Y el paisaje de monte, la sutil desolación de un lugar que pareciera haber sido abandonado por Dios y el Hombre, definido en el Gringo Brauer. La cristiandad, vivida en un sentido “anglosajón” (evangélico, sería correcto decir) con una inmensa fe en el rol del predicador y su poder de oratoria, de puesta en escena y de entrega fervorosa, contrasta con el árido paisaje de provincia, y el desdén visceral (aunque quizá algo resentido, desesperanzado) del Brauer por toda fe.
En definitiva, El viento que arrasa es una novela (del tipo nouvelle) particular. Corta y contundente, pareciera desbordar permanentemente el argumento, la historia que relata y su linealidad. Como si su sentido oculto no fuera sólo narrar, sino más bien, liberar ese ritmo del que brota la poesía. Volviendo sobre Valery, podría figurarse El viento que arrasa como un bello desfile en que la lengua danza, baila, brilla, al tiempo que avanza, a través del baile, hacia su meta. 

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