AUSTERLITZ (Anagrama, 2006)
de W.G.Sebald
por Alejandra Laurencich
Ayer, mientras celebraba con un vino la publicación de una antología que incluye uno de mis cuentos, me dieron la noticia de la muerte de un hombre. Amigo de unos amigos míos. Un tipo joven. Cuando volvía a casa por la autopista pensaba en lo poco o nada que esa muerte significaría para los automovilistas que regresaban a su hogar acelerando los motores de los coches. Yo tenía entre manos la idea de escribir una reseña sobre Austerlitz, la monumental novela de Sebald. Recordaba vagamente una de las frases del libro, que al llegar a casa busqué: “Cuántas cosas y cuánto caen continuamente en el olvido, al extinguirse cada vida; cómo el mundo, por decirlo así, se vacía a sí mismo, porque las historias unidas a innumerables lugares y objetos, que no tienen capacidad para recordar, no son oídas, descriptas ni transmitidas por nadie"
Creo que hay libros que detienen ese vaciamiento siniestro. Libros que atesoran un fragmento de lo humano. Y lo hacen desde una mirada tan exquisita y contundente que se convierten en instrumentos prodigiosos. Deambulan por nuestras casas, yacen sobre una mesita de luz, al costado de un escritorio, o en la biblioteca, pero no son un libro más. Son la llave a un despliegue vital, un testimonio del existir. Basta la lectura o el recuerdo de esa lectura para saber que hay un poder corrosivo en sus páginas. Hay seres humanos capaces de concebir ese poder. Sebald es uno de ellos. Austerlitz es la obra que le otorga el título.
Vértigo, la primera novela de este escritor nacido en Baviera, fue escrita a sus 46 años. Luego Sebald escribió Los emigrados, Los anillos de Saturno y Austerlitz. Poco después, tuvo un infarto mientras conducía en una ruta, y murió al chocar contra un camión. Algo más de diez años habían pasado desde la escritura de su primera obra. Suficientes para convertirlo en uno de los narradores más significativos y originales del siglo xx.
Austerlitz es una novela donde, con la naturalidad de lo cotidiano, sin escándalo ni golpes de efecto, uno va ingresando a esferas desconocidas de la realidad. El pasado, los muertos, los paisajes de una Europa envejecida, revelan quedamente sus secretos al narrador, como lo hace también y en un tiempo desparejo, Jaques Austerlitz, el desarraigado personaje que no puede encontrar su hogar, que no cesa de viajar, de observar, de tomar notas, de relatar y cuestionarse; personaje que a su vez es observado con fascinación por el narrador, como si su existencia fuera un paisaje más, un territorio insondable. Lo es claro, como cada vida que se pierde para siempre. Por eso Austerlitz se convierte en un testimonio sobrecogedor, nos muestra por un lado la finitud de cualquier vida humana, por otro la pérdida que implica desconocer su riqueza.
Sebald arma esta crónica de la búsqueda de identidad apelando a originales y variadas formas de relato: la prosa -intensa y perseverante como el paso del tiempo, como el caminar de esos personajes, por estaciones de tren, calles, puentes, bares, sórdidas oficinas- se continúa cada tanto en fotografías, dibujos, planos de edificios, registros de un relevo anímico que atraviesa junto al personaje varias décadas.
Siempre he tenido la impresión de no tener lugar en la realidad, dice Austerlitz mirando la fotografía del niño que está en la tapa del libro, instalando la angustia que lo acompaña durante toda la obra, el ver lo que no se alcanza a abarcar, ni a descifrar: esos pliegues de memorias guardadas, como legajos y papeles archivados, heridas sin causa aparente, en la búsqueda de una identidad que se arma y se rearma continuamente, como la de Europa.
En el zoológico de Amberes, en una fosa en Breendok, en los barracones de Terezin, en un patio de Praga, en cualquier bar, iglesia, en esqueletos de edificios donde anidó la historia de ese continente durante la segunda mitad del siglo XX, puede aparecer el dato real, la certeza, requisito de la completud. Qué ocurre dentro de nosotros cuando se abren de golpe las puertas tras las que se esconden los terrores de la infancia se pregunta el narrador y nos remite ahí mismo a algo que no debería haber sido. (Terror e infancia son dos términos que, como muchos otros, no deberían asociarse). Pero sigue tocando a esas puertas, a través del relato de Austerlitz, como una condena auto impuesta que será la única forma de alcanzar el alivio. Habrá que recorrer ese territorio doloroso, del mismo modo que habrá que recorrer el tiempo, detenerse en él, en un fragmento, admirarlo, con aquella admiración que implica una forma de es-panto al comprender lo que revela.
Terminar de leer Austerlitz deja al lector con el peso de una historia en su propia historia. La existencia de un personaje que ya no será ajeno. Quizá el mayor logro de Sebald es conseguir -a paso lento, con murmullos y voces cotidianas, frente a rincones de una arquitectura silenciosa, por sobre fronteras que se mueven- el insolente traspaso de una existencia a nuestra memoria. Una transfusión de empatía no solicitada hacia una de esas vidas que poblaron y pueblan Europa.
No podemos ser indiferentes a eso que ocurrió, aunque subamos a los autos por las autopistas de otras ciudades y aceleremos a fondo, el devenir de Austerlitz nos acompañará para siempre.
Las huellas del dolor que atraviesan la historia en finas líneas innumerables serán a partir de la lectura de este libro improntas de un destino conocido.
de W.G.Sebald
por Alejandra Laurencich
Ayer, mientras celebraba con un vino la publicación de una antología que incluye uno de mis cuentos, me dieron la noticia de la muerte de un hombre. Amigo de unos amigos míos. Un tipo joven. Cuando volvía a casa por la autopista pensaba en lo poco o nada que esa muerte significaría para los automovilistas que regresaban a su hogar acelerando los motores de los coches. Yo tenía entre manos la idea de escribir una reseña sobre Austerlitz, la monumental novela de Sebald. Recordaba vagamente una de las frases del libro, que al llegar a casa busqué: “Cuántas cosas y cuánto caen continuamente en el olvido, al extinguirse cada vida; cómo el mundo, por decirlo así, se vacía a sí mismo, porque las historias unidas a innumerables lugares y objetos, que no tienen capacidad para recordar, no son oídas, descriptas ni transmitidas por nadie"
Creo que hay libros que detienen ese vaciamiento siniestro. Libros que atesoran un fragmento de lo humano. Y lo hacen desde una mirada tan exquisita y contundente que se convierten en instrumentos prodigiosos. Deambulan por nuestras casas, yacen sobre una mesita de luz, al costado de un escritorio, o en la biblioteca, pero no son un libro más. Son la llave a un despliegue vital, un testimonio del existir. Basta la lectura o el recuerdo de esa lectura para saber que hay un poder corrosivo en sus páginas. Hay seres humanos capaces de concebir ese poder. Sebald es uno de ellos. Austerlitz es la obra que le otorga el título.
Vértigo, la primera novela de este escritor nacido en Baviera, fue escrita a sus 46 años. Luego Sebald escribió Los emigrados, Los anillos de Saturno y Austerlitz. Poco después, tuvo un infarto mientras conducía en una ruta, y murió al chocar contra un camión. Algo más de diez años habían pasado desde la escritura de su primera obra. Suficientes para convertirlo en uno de los narradores más significativos y originales del siglo xx.
Austerlitz es una novela donde, con la naturalidad de lo cotidiano, sin escándalo ni golpes de efecto, uno va ingresando a esferas desconocidas de la realidad. El pasado, los muertos, los paisajes de una Europa envejecida, revelan quedamente sus secretos al narrador, como lo hace también y en un tiempo desparejo, Jaques Austerlitz, el desarraigado personaje que no puede encontrar su hogar, que no cesa de viajar, de observar, de tomar notas, de relatar y cuestionarse; personaje que a su vez es observado con fascinación por el narrador, como si su existencia fuera un paisaje más, un territorio insondable. Lo es claro, como cada vida que se pierde para siempre. Por eso Austerlitz se convierte en un testimonio sobrecogedor, nos muestra por un lado la finitud de cualquier vida humana, por otro la pérdida que implica desconocer su riqueza.
Sebald arma esta crónica de la búsqueda de identidad apelando a originales y variadas formas de relato: la prosa -intensa y perseverante como el paso del tiempo, como el caminar de esos personajes, por estaciones de tren, calles, puentes, bares, sórdidas oficinas- se continúa cada tanto en fotografías, dibujos, planos de edificios, registros de un relevo anímico que atraviesa junto al personaje varias décadas.
Siempre he tenido la impresión de no tener lugar en la realidad, dice Austerlitz mirando la fotografía del niño que está en la tapa del libro, instalando la angustia que lo acompaña durante toda la obra, el ver lo que no se alcanza a abarcar, ni a descifrar: esos pliegues de memorias guardadas, como legajos y papeles archivados, heridas sin causa aparente, en la búsqueda de una identidad que se arma y se rearma continuamente, como la de Europa.
En el zoológico de Amberes, en una fosa en Breendok, en los barracones de Terezin, en un patio de Praga, en cualquier bar, iglesia, en esqueletos de edificios donde anidó la historia de ese continente durante la segunda mitad del siglo XX, puede aparecer el dato real, la certeza, requisito de la completud. Qué ocurre dentro de nosotros cuando se abren de golpe las puertas tras las que se esconden los terrores de la infancia se pregunta el narrador y nos remite ahí mismo a algo que no debería haber sido. (Terror e infancia son dos términos que, como muchos otros, no deberían asociarse). Pero sigue tocando a esas puertas, a través del relato de Austerlitz, como una condena auto impuesta que será la única forma de alcanzar el alivio. Habrá que recorrer ese territorio doloroso, del mismo modo que habrá que recorrer el tiempo, detenerse en él, en un fragmento, admirarlo, con aquella admiración que implica una forma de es-panto al comprender lo que revela.
Terminar de leer Austerlitz deja al lector con el peso de una historia en su propia historia. La existencia de un personaje que ya no será ajeno. Quizá el mayor logro de Sebald es conseguir -a paso lento, con murmullos y voces cotidianas, frente a rincones de una arquitectura silenciosa, por sobre fronteras que se mueven- el insolente traspaso de una existencia a nuestra memoria. Una transfusión de empatía no solicitada hacia una de esas vidas que poblaron y pueblan Europa.
No podemos ser indiferentes a eso que ocurrió, aunque subamos a los autos por las autopistas de otras ciudades y aceleremos a fondo, el devenir de Austerlitz nos acompañará para siempre.
Las huellas del dolor que atraviesan la historia en finas líneas innumerables serán a partir de la lectura de este libro improntas de un destino conocido.
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