por Raúl Rosetti
Juan José Hernández pertenecía al linaje de los caballeros a la noble usanza, del inspirado juglar que deploraba la vulgaridad y la grosería característica de tiempos más prácticos y contradictorios. Escucharlo hablar con tanta precisión, inteligencia y humor era un privilegio que nos dejaba felizmente en la sombra, agradecidos que monopolizara ese diálogo vivaz, chispeante, transgresor.
El departamento donde vivió hasta sus últimos días, en el barrio porteño de la Recoleta, era un lugar refinado y de buen gusto, entrañablemente habitado por múltiples voces destacadas en cuadros, libros y fotografías: Walt Whitman joven, Rimbaud adolescente, Ángel González y Juanjo en la Plaza Mayor de Madrid, su amigo del alma José Bianco y Elena Garro en la ciudad de México, Luis Cernuda, Federico García Lorca, Marcel Proust, Margueritte Yourcenar. Un retrato oval de Juanjo con un ejemplar de El Inocente en sus manos, dibujado por su amiga Silvina Ocampo arriba de un escritorio inglés del siglo XlX, curiosos objetos en su ordenada biblioteca donde habitaban primeras ediciones y muchas dedicatorias de libros inhallables.
A instancias de José Bianco, a la sazón jefe de redacción de la revista Sur, y de otros amigos a quienes les divertían las historias provincianas que les contaba, escribió su primer cuento, La Viuda, publicado en Sur.
En 1965 publica El Inocente, esa suerte de pulida joya majestuosa de la literatura latinoamericana: se trata de una colección de cuentos donde el título del volumen es el nombre de uno de ellos. A partir de allí tuvo varias ediciones, debido, entre otras cosas, a la pública admiración expresada por García Márquez, Victoria Ocampo, Miguel Angel Asturias, Octavio Paz, Julio Cortázar. También influyó la traducción al inglés de esos cuentos que realizara el escritor norteamericano H.E.Francis. Gracias a ese libro, obtuvo el primer premio municipal de narrativa y la beca de la Fundación Guggenheim.
A partir de entonces, fue publicando intermitentemente colección de cuentos y libros de poesía y una novela, reunidos todos, hace un par de años en los libros publicados por Adriana Hidalgo, la narrativa completa en La Ciudad de los Sueños y su obra poética en Desideratum.
La coherencia de un estilo inconfundible entre poema y cuento, ese límite impreciso entre ambos géneros, quizá se deba a que entre ambos, antes de ser signos escritos eran palabras habladas, responden a la tradición oral: más que evidente es esto en el título que lleva uno de sus libros de poesía: Contar y Cantar. Siempre Juanjo acostumbraba a leer a sus amigos, antes de la versión definitiva, cuentos y poemas, observando nuestras reacciones, consciente de la necesidad de una vuelta a la oralidad, a la comunicación – o comunión – con el poeta a través de los matices expresivos de su voz, su dicción y su peculiar balanceo rítmico respiratorio… En su forma simple, natural, primitiva, lejos de toda ambición estética y de toda metafísica, la poesía, enseñaba Bachelard, es una alegría de los alientos, la dicha evidente de respirar.
También realizó la primera traducción al español de la Poesía Erótica de Verlaine – aquella maravillosa obra del “príncipe de los poetas”, que no está incluida en las Obras Completas de La Pléiade “por la excesiva libertad de lenguaje”, como escribe el púdico catedrático que prologa la edición de 1955. Con algún retardo, hace algunos años, al cumplirse el centenario de la muerte de Verlaine, Francia le tributó un homenaje público en el que se recitaron, a modo de desagravio, sus versos eróticos.
Entre los libros de cuentos y de poesía de Hernández, hay una curiosa recopilación de ensayos que publicó Adriana Hidalgo y se titula Escritos IrreBerentes. Allí están San Juan de la Cruz, Rubén Darío, Lugones, Neruda y una suerte de homenaje a su amiga Alejandra Pizarnik. El título le fue sugerido por su convicción de que a los escritores jamás hay que reverenciarlos, sino leerlos con espíritu crítico, libre de obsecuencias y supersticiones. La irreverencia, decía Juanjo, siempre es saludable, incluso con la ortografía. Es una especie de antídoto contra el acartonamiento y la solemnidad.
El desarraigo, el cuestionamiento de un tiempo siempre adverso, el exilio ( y no sólo el físico, el que lo trajo desde su mitificada infancia tucumana a Buenos Aires) sino también el otro, el permanente exilio de las almas sensibles transitando un mundo en el que todo ha sido reemplazado, son temas recurrentes en la obra de Hernández. La palabra crueldad es una cómoda simplificación para hablar de esa lucidez dolorosa que pinta no el mundo que se desea sino el que es. En la misma nave de Lautréamond, Rimbaud, Dostoievski y tantos otros grandes, la visión del mundo es afirmada desde su negación. Para llegar al paraíso no queda otro remedio que cruzar el infierno. Como afirma Daniel Moyano, “J.J.Hernández busca su paraíso transitando escrupulosamente los caminos del infierno, donde sus personajes van perdiendo la inocencia, el país, la identidad. Ellos no quieren prostituirse por una felicidad efímera, porque después de todo aman la vida, “aunque sea una enfermedad”.
En una cálida nota publicada inmediatamente después de su muerte en el diario La Nación, Jorge Cruz lo calificó de “creador ejemplar”, agregando que “su genuino talento obedecía a una disciplina literaria manifiesta tanto en la perfecta proporción de su prosa como en la contenida expansión de sus versos. Abominaba el estilo sucio y desprolijo, la informalidad vulgar, las falsas enumeraciones caóticas, las construcciones descoyuntadas, los trozos de vida sin faenar. Y pese a no practicar la literatura de las cosas tradicionalmente bellas y por el contrario, incluir lo feo, lo cotidiano y la sensualidad más intensa, consideraba que la palabra, vértice de la literatura, no debía ser degradada ni en los momentos de las más crudas referencias”.
“Más que poeta o narrador – escribió Daniel Freidemberg en el diario Clarín -, y un poco del modo en que se veía a sí mismo Borges, Hernández es un escritor que, según cómo se le presente el texto, se decide por la fuición verbal o por la sujeción del relato. Es mucho lo que su poesía y su narrativa tienen en común, y así es que Alejandra Pizarnik describió su prosa como: “Transparente, preciosa, lujosa, simple”.
Al morir, tenía casi terminada una novela que bautizó Toukouman, en la que había centrado su atención en Gabriel Iturri, un tucumano que viajó muy joven a Paris y fue secretario del conde Robert de Montesquiou, quien sirviera de modelo para el barón Charlus, el personaje de Marcel Proust en su célebre En Busca del Tiempo Perdido. Quizá muy pronto la veremos publicada. Mientras tanto, la tristeza de su súbita e inconcebible partida, la podemos atenuar con el placer inmenso de una obra que va a seguir viva gracias a la admirable estatura de sus poemas y la lúcida precisión de su prosa.
El departamento donde vivió hasta sus últimos días, en el barrio porteño de la Recoleta, era un lugar refinado y de buen gusto, entrañablemente habitado por múltiples voces destacadas en cuadros, libros y fotografías: Walt Whitman joven, Rimbaud adolescente, Ángel González y Juanjo en la Plaza Mayor de Madrid, su amigo del alma José Bianco y Elena Garro en la ciudad de México, Luis Cernuda, Federico García Lorca, Marcel Proust, Margueritte Yourcenar. Un retrato oval de Juanjo con un ejemplar de El Inocente en sus manos, dibujado por su amiga Silvina Ocampo arriba de un escritorio inglés del siglo XlX, curiosos objetos en su ordenada biblioteca donde habitaban primeras ediciones y muchas dedicatorias de libros inhallables.
A instancias de José Bianco, a la sazón jefe de redacción de la revista Sur, y de otros amigos a quienes les divertían las historias provincianas que les contaba, escribió su primer cuento, La Viuda, publicado en Sur.
En 1965 publica El Inocente, esa suerte de pulida joya majestuosa de la literatura latinoamericana: se trata de una colección de cuentos donde el título del volumen es el nombre de uno de ellos. A partir de allí tuvo varias ediciones, debido, entre otras cosas, a la pública admiración expresada por García Márquez, Victoria Ocampo, Miguel Angel Asturias, Octavio Paz, Julio Cortázar. También influyó la traducción al inglés de esos cuentos que realizara el escritor norteamericano H.E.Francis. Gracias a ese libro, obtuvo el primer premio municipal de narrativa y la beca de la Fundación Guggenheim.
A partir de entonces, fue publicando intermitentemente colección de cuentos y libros de poesía y una novela, reunidos todos, hace un par de años en los libros publicados por Adriana Hidalgo, la narrativa completa en La Ciudad de los Sueños y su obra poética en Desideratum.
La coherencia de un estilo inconfundible entre poema y cuento, ese límite impreciso entre ambos géneros, quizá se deba a que entre ambos, antes de ser signos escritos eran palabras habladas, responden a la tradición oral: más que evidente es esto en el título que lleva uno de sus libros de poesía: Contar y Cantar. Siempre Juanjo acostumbraba a leer a sus amigos, antes de la versión definitiva, cuentos y poemas, observando nuestras reacciones, consciente de la necesidad de una vuelta a la oralidad, a la comunicación – o comunión – con el poeta a través de los matices expresivos de su voz, su dicción y su peculiar balanceo rítmico respiratorio… En su forma simple, natural, primitiva, lejos de toda ambición estética y de toda metafísica, la poesía, enseñaba Bachelard, es una alegría de los alientos, la dicha evidente de respirar.
También realizó la primera traducción al español de la Poesía Erótica de Verlaine – aquella maravillosa obra del “príncipe de los poetas”, que no está incluida en las Obras Completas de La Pléiade “por la excesiva libertad de lenguaje”, como escribe el púdico catedrático que prologa la edición de 1955. Con algún retardo, hace algunos años, al cumplirse el centenario de la muerte de Verlaine, Francia le tributó un homenaje público en el que se recitaron, a modo de desagravio, sus versos eróticos.
Entre los libros de cuentos y de poesía de Hernández, hay una curiosa recopilación de ensayos que publicó Adriana Hidalgo y se titula Escritos IrreBerentes. Allí están San Juan de la Cruz, Rubén Darío, Lugones, Neruda y una suerte de homenaje a su amiga Alejandra Pizarnik. El título le fue sugerido por su convicción de que a los escritores jamás hay que reverenciarlos, sino leerlos con espíritu crítico, libre de obsecuencias y supersticiones. La irreverencia, decía Juanjo, siempre es saludable, incluso con la ortografía. Es una especie de antídoto contra el acartonamiento y la solemnidad.
El desarraigo, el cuestionamiento de un tiempo siempre adverso, el exilio ( y no sólo el físico, el que lo trajo desde su mitificada infancia tucumana a Buenos Aires) sino también el otro, el permanente exilio de las almas sensibles transitando un mundo en el que todo ha sido reemplazado, son temas recurrentes en la obra de Hernández. La palabra crueldad es una cómoda simplificación para hablar de esa lucidez dolorosa que pinta no el mundo que se desea sino el que es. En la misma nave de Lautréamond, Rimbaud, Dostoievski y tantos otros grandes, la visión del mundo es afirmada desde su negación. Para llegar al paraíso no queda otro remedio que cruzar el infierno. Como afirma Daniel Moyano, “J.J.Hernández busca su paraíso transitando escrupulosamente los caminos del infierno, donde sus personajes van perdiendo la inocencia, el país, la identidad. Ellos no quieren prostituirse por una felicidad efímera, porque después de todo aman la vida, “aunque sea una enfermedad”.
En una cálida nota publicada inmediatamente después de su muerte en el diario La Nación, Jorge Cruz lo calificó de “creador ejemplar”, agregando que “su genuino talento obedecía a una disciplina literaria manifiesta tanto en la perfecta proporción de su prosa como en la contenida expansión de sus versos. Abominaba el estilo sucio y desprolijo, la informalidad vulgar, las falsas enumeraciones caóticas, las construcciones descoyuntadas, los trozos de vida sin faenar. Y pese a no practicar la literatura de las cosas tradicionalmente bellas y por el contrario, incluir lo feo, lo cotidiano y la sensualidad más intensa, consideraba que la palabra, vértice de la literatura, no debía ser degradada ni en los momentos de las más crudas referencias”.
“Más que poeta o narrador – escribió Daniel Freidemberg en el diario Clarín -, y un poco del modo en que se veía a sí mismo Borges, Hernández es un escritor que, según cómo se le presente el texto, se decide por la fuición verbal o por la sujeción del relato. Es mucho lo que su poesía y su narrativa tienen en común, y así es que Alejandra Pizarnik describió su prosa como: “Transparente, preciosa, lujosa, simple”.
Al morir, tenía casi terminada una novela que bautizó Toukouman, en la que había centrado su atención en Gabriel Iturri, un tucumano que viajó muy joven a Paris y fue secretario del conde Robert de Montesquiou, quien sirviera de modelo para el barón Charlus, el personaje de Marcel Proust en su célebre En Busca del Tiempo Perdido. Quizá muy pronto la veremos publicada. Mientras tanto, la tristeza de su súbita e inconcebible partida, la podemos atenuar con el placer inmenso de una obra que va a seguir viva gracias a la admirable estatura de sus poemas y la lúcida precisión de su prosa.
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