PELANDO LA CEBOLLA (Alfaguara, 2007)
de Gunter Grass
por Esther Cross
La cebolla mecánica
Pelando la cebolla es el testimonio de un escritor que, durante toda su vida pública, ocultó un dato de su biografía, un dato que evidentemente le pareció, durante ese tiempo, al menos incómodo y comprometedor. Es la historia de algo que pasó y que fue ocultado durante sesenta años.
Durante sesenta años, Grass omitió contar que formó parte de las Waffen SS. En Pelando la cebolla dice que lo que hizo no tiene perdón. Dice que, más allá de los atenuantes –no conocía la existencia de los campos de concentración, nunca disparó un arma de fuego-, lo cierto es que formó parte de un sistema que llevó a cabo un plan para aniquilar a millones de seres humanos. Hay quienes participaron en el régimen nazi y quienes no. Dentro de los que lo hicieron, hay grados de responsabilidad y hay diferencias, pero siempre en el mismo bando. Grass se erige en testigo y juez de su vida. Antes de que lo justifiquen o condenen, da el fallo. Es inteligente. Es Günter Grass. Se da cuenta.
Durante sesenta años, el escritor público vivió la soledad de su secreto. En su libro, también está solo. Se confiesa. Se cuestiona. Reconstruye. Pero no habla con el lector. Le cuenta. Está solo. Esa manera de encarar el libro impone silencio al lector, como si le pidiera un momento de silencio porque tiene algo importante que decir, algo que contar. Pelando la cebolla es un libro que muestra la soledad última de un hombre, que enfoca esa zona de la vida de una persona a la que nadie puede llegar. En esa zona hay preguntas que a lo mejor no tienen respuesta pero que son una muestra de la complejidad, no siempre deseable, del ser humano.
El libro es un bildungsroman. Explica, en retroactivo, la formación del escritor. Lo ubica en el ínfimo departamento familiar, mirando cromos con reproducciones de obras de arte que le cambian por paquetes de cigarrillos. Sabe que han fusilado a su tío. Ve noticieros y películas. Cree en el Führer. El colegio no es lo suyo. La vida familiar lo incomoda. Viste el uniforme. Tiene miedo. Tiene un amigo que pierde las dos piernas. Llega a un campo de prisioneros. Tiene hambre y aprende a cocinar sin comida. Lee, dibuja, ve fotos con pilas de muertos que lo revelan responsable de un crimen que ignoraba –quizá por no preguntar. Se hunde en una mina de potasio. Ve ciudades en ruinas. Cuenta cómo era el mundo que formó al escritor. El corte personal de una época.
No entró en las Waffen SS por obligación. No entró porque quería ser un héroe. Cuando interroga lo que sentía a los quince años -y veía a sus héroes en el noticiero-, llega a preguntarse si no era sólo idiota. Se registra como voluntario porque quiere alejarse de su padre, a quien odia. Nunca dice por qué, a lo mejor no lo sabe.
El libro da cuenta de otros libros de Grass. Ahora su obra puede leerse como una suma de partes, de esquirlas de esa verdad que salió a la luz hecha ficción. Grass empata sus recuerdos con pasajes de sus libros, que así también son campos de transformación de una experiencia subterránea. Los personajes son personas de ese tiempo más o menos camufladas. Edmond Jabés dijo que el recuerdo aparece como una enfermedad del lenguaje. En este libro de memorias, es una enfermedad de gran alcance. Los recuerdos explican la obra de Grass y una puede preguntarse si su obra hubiera podido existir sin ellos y ese silencio sistemático que duró sesenta años. Autor y obra se identifican. Pese a lo que dice todo el mundo ahora, para Grass no son tan fáciles de separar.
¿Es verdad que escribió el libro para anticiparse porque alguien iba a revelar el secreto? ¿Escribió el libro porque, como dice, quiere tener la última palabra? ¿Lo hizo porque la gente, cuando envejece, dice la verdad? ¿Por qué calló, realmente, todo ese tiempo? Así nombra a su culpa: guardé silencio. Lo importante es que para Grass ese dato de su pasado es crucial. Aunque algunos de sus apurados defensores le resten trascendencia al asunto, él lo consideró tan importante que le dedicó un libro, que eligió como medio de revelación un libro –con el silencio y la concentración que exige la lectura de un libro, a diferencia del ruido y la velocidad de los debates públicos.
Aunque hable, hay otro silencio que campea entre las páginas. Poco se sabe de cómo fueron esos sesenta años de no decir nada. A veces explica algún hábito –el miedo a andar en bicicleta, la manera de cocinar- como efecto residual de esas experiencias secretas. ¿Cómo pudo soportar esa tensión? ¿Cómo fueron esos años? ¿Qué hubiera hecho una en su lugar? ¿Podría una haber mentido tanto tiempo? ¿Por qué hubiera hablado, finalmente? Al leer Pelando la cebolla, una termina por plantearse esas dudas. Como con todos los libros de Grass quedan, en tensión, muchas preguntas en la cabeza.
La narración se arma entre dos ejes, que son el hambre y la memoria. El hambre –de comida, de “arte”, de sexo- es una fuerza que mueve. La memoria es enfocada desde distintas perspectivas. A veces es la memoria que interroga: ¿en qué creía antes de creer en el Führer? Otras, es el cargo de conciencia: Lo que llamamos presente está vigilado siempre por un ahora pasado. Sin memoria no hay identidad. La memoria necesita de los recuerdos que pueden ser engañosos y son imágenes que hay que descifrar. Al recibir el Nobel, Grass dijo que un escritor es alguien que no deja en paz al pasado. Ahora explica que el pasado no deja en paz al escritor. Las historias de hoy no tienen por qué haber sucedido ahora, escribió él mismo en otro libro.
Pelando la cebolla es el testimonio de un escritor que, durante toda su vida pública, ocultó un dato de su biografía, un dato que evidentemente le pareció, durante ese tiempo, al menos incómodo y comprometedor. Es la historia de algo que pasó y que fue ocultado durante sesenta años.
Durante sesenta años, Grass omitió contar que formó parte de las Waffen SS. En Pelando la cebolla dice que lo que hizo no tiene perdón. Dice que, más allá de los atenuantes –no conocía la existencia de los campos de concentración, nunca disparó un arma de fuego-, lo cierto es que formó parte de un sistema que llevó a cabo un plan para aniquilar a millones de seres humanos. Hay quienes participaron en el régimen nazi y quienes no. Dentro de los que lo hicieron, hay grados de responsabilidad y hay diferencias, pero siempre en el mismo bando. Grass se erige en testigo y juez de su vida. Antes de que lo justifiquen o condenen, da el fallo. Es inteligente. Es Günter Grass. Se da cuenta.
Durante sesenta años, el escritor público vivió la soledad de su secreto. En su libro, también está solo. Se confiesa. Se cuestiona. Reconstruye. Pero no habla con el lector. Le cuenta. Está solo. Esa manera de encarar el libro impone silencio al lector, como si le pidiera un momento de silencio porque tiene algo importante que decir, algo que contar. Pelando la cebolla es un libro que muestra la soledad última de un hombre, que enfoca esa zona de la vida de una persona a la que nadie puede llegar. En esa zona hay preguntas que a lo mejor no tienen respuesta pero que son una muestra de la complejidad, no siempre deseable, del ser humano.
El libro es un bildungsroman. Explica, en retroactivo, la formación del escritor. Lo ubica en el ínfimo departamento familiar, mirando cromos con reproducciones de obras de arte que le cambian por paquetes de cigarrillos. Sabe que han fusilado a su tío. Ve noticieros y películas. Cree en el Führer. El colegio no es lo suyo. La vida familiar lo incomoda. Viste el uniforme. Tiene miedo. Tiene un amigo que pierde las dos piernas. Llega a un campo de prisioneros. Tiene hambre y aprende a cocinar sin comida. Lee, dibuja, ve fotos con pilas de muertos que lo revelan responsable de un crimen que ignoraba –quizá por no preguntar. Se hunde en una mina de potasio. Ve ciudades en ruinas. Cuenta cómo era el mundo que formó al escritor. El corte personal de una época.
No entró en las Waffen SS por obligación. No entró porque quería ser un héroe. Cuando interroga lo que sentía a los quince años -y veía a sus héroes en el noticiero-, llega a preguntarse si no era sólo idiota. Se registra como voluntario porque quiere alejarse de su padre, a quien odia. Nunca dice por qué, a lo mejor no lo sabe.
El libro da cuenta de otros libros de Grass. Ahora su obra puede leerse como una suma de partes, de esquirlas de esa verdad que salió a la luz hecha ficción. Grass empata sus recuerdos con pasajes de sus libros, que así también son campos de transformación de una experiencia subterránea. Los personajes son personas de ese tiempo más o menos camufladas. Edmond Jabés dijo que el recuerdo aparece como una enfermedad del lenguaje. En este libro de memorias, es una enfermedad de gran alcance. Los recuerdos explican la obra de Grass y una puede preguntarse si su obra hubiera podido existir sin ellos y ese silencio sistemático que duró sesenta años. Autor y obra se identifican. Pese a lo que dice todo el mundo ahora, para Grass no son tan fáciles de separar.
¿Es verdad que escribió el libro para anticiparse porque alguien iba a revelar el secreto? ¿Escribió el libro porque, como dice, quiere tener la última palabra? ¿Lo hizo porque la gente, cuando envejece, dice la verdad? ¿Por qué calló, realmente, todo ese tiempo? Así nombra a su culpa: guardé silencio. Lo importante es que para Grass ese dato de su pasado es crucial. Aunque algunos de sus apurados defensores le resten trascendencia al asunto, él lo consideró tan importante que le dedicó un libro, que eligió como medio de revelación un libro –con el silencio y la concentración que exige la lectura de un libro, a diferencia del ruido y la velocidad de los debates públicos.
Aunque hable, hay otro silencio que campea entre las páginas. Poco se sabe de cómo fueron esos sesenta años de no decir nada. A veces explica algún hábito –el miedo a andar en bicicleta, la manera de cocinar- como efecto residual de esas experiencias secretas. ¿Cómo pudo soportar esa tensión? ¿Cómo fueron esos años? ¿Qué hubiera hecho una en su lugar? ¿Podría una haber mentido tanto tiempo? ¿Por qué hubiera hablado, finalmente? Al leer Pelando la cebolla, una termina por plantearse esas dudas. Como con todos los libros de Grass quedan, en tensión, muchas preguntas en la cabeza.
La narración se arma entre dos ejes, que son el hambre y la memoria. El hambre –de comida, de “arte”, de sexo- es una fuerza que mueve. La memoria es enfocada desde distintas perspectivas. A veces es la memoria que interroga: ¿en qué creía antes de creer en el Führer? Otras, es el cargo de conciencia: Lo que llamamos presente está vigilado siempre por un ahora pasado. Sin memoria no hay identidad. La memoria necesita de los recuerdos que pueden ser engañosos y son imágenes que hay que descifrar. Al recibir el Nobel, Grass dijo que un escritor es alguien que no deja en paz al pasado. Ahora explica que el pasado no deja en paz al escritor. Las historias de hoy no tienen por qué haber sucedido ahora, escribió él mismo en otro libro.
La cebolla provocó un efecto cebolla.
Se le suma el escándalo por el libro y, encima, la indignación por el escándalo. Las preguntas que despierta salieron del espacio privado del lector para jugarse, con demasiado apuro y ruido, en los medios. Hay una escalada de acusaciones y descargos que se generan como reflejos automáticos. A lo mejor, paradójicamente, lo peor es la reacción indignada de los que quieren defenderlo. ¿Por qué llama tanto la atención que el libro haya provocado un escándalo? ¿No es lógico que la revelación sea importante cuando para Grass mismo es tan importante que mereció ser escrita en un libro? ¿No fue él mismo quien dijo, hace tiempo, que los libros provocan escándalos porque son un peligro mortal para el respectivo guardián de esa sola y única verdad? ¿Cuál es la sola y única verdad que impera hoy, la que lo condena por su confesión, o la que salta para defenderlo? A veces da la impresión de que las dos reacciones son caras de una misma moneda. Lejos de todo eso, está el escritor que no pide piedad, que no pide que minimicen lo que hizo, que parece decir que en última instancia a la hora de la verdad siempre se está solo. Vargas Llosa se apuró a decir que ahora Grass tendrá más cuidado al opinar sobre los demás –un comentario tan bajo y falaz que no merece comentario. También ha dicho, a modo de defensa, que en pocos meses nadie recordará que Grass perteneció a la Waffen SS y que sólo quedarán sus novelas –una manera tibia y blanda de desmerecer la voluntad de Grass que, después de todo, quiso dejar memoria escrita de su historia. Para algunos, la figura del escritor comprometido sigue siendo incómoda. Otros defensores, como Irving, dicen que lo sorprendente es la honestidad con que Grass trata su deshonestidad, como si eso fuera en sí un descargo. Pero al leer Pelando la cebolla nada de eso parece tan importante. Queda ese silencio del hombre solo que rinde cuentas de su vida. Habría que leerlo con atención, lejos del ruido histérico y mediático, respetando ese silencio que el libro impone y hasta exige, para atender las preguntas que podemos hacernos –solos, por nuestra cuenta y en secreto.
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