FRANCIS BRET HARTE: FIEBRE DEL CUENTO AMERICANO. por Marina Porcelli

FRANCIS BRET HARTE: FIEBRE DEL CUENTO AMERICANO

por Marina Porcelli


En 1853, con 18 años, Francis Bret Harte, que había nacido en Nueva York, se instala en California. La sociedad convulsionada de las ciudades, con sus tecnologías incipientes, convivía en esa época del siglo con las vastas regiones rurales que albergaban a pioneros afiebrados por la búsqueda del oro. Publicando crónicas sobre la vida de estos mineros en The Californian, Bret Harte inicia y moldea una carrera literaria que lo propondrá como uno de los precursores del cuento corto, el short-story. Muchos escritores, sin embargo, acusaron a Harte de no haber sido minero de tiempo completo; Chesterton, incluso, niega que “en la labor de Harte haya algo típicamente americano.” “Bernardo De Voto (…)”, señala Borges, “ha escrito que Bret Harte era un impostor literario.” Vale decir, se le achaca cierta infidelidad a sus retratos de la vida del oeste, un falseamiento de la verosimilitud o, lo que es lo mismo, una disposición engañosa para lo que comúnmente se concibe como color local. No hace falta aclarar que estas acusaciones son absurdas, equivalen a inculpar a Kafka por no haber sido mono cuando narró Informe para una academia o a Heinrich Böll por no haber sido payaso. Por otro lado, Borges zanja el dilema: si Harte hubiera sido minero, afirma, no habría sido escritor. Entonces bien, la categoría de color local –que supone que la obra es taimadamente vista como “un otro”- se inutiliza si implica una prosa atestada de vestidos y paisajes tradicionales, de giros autóctonos, o de regionalismos. Ya lo sabían Graham Greene y Malcolm Lowry, por ejemplo, cuando hablaron de México. Salvando las distancias, Joyce tuvo que irse de Irlanda para contar limpiamente Dublín. Y fue el mismo Lowry el que respondió, en una carta a Jonathan Cape, ante la acusación de “color local a paladas”: “todo lo que hay allí”, dijo, “tiene su razón de existir.” Esta última frase define la narrativa de Harte.


Hasta sus 35 años, Bret Harte, precursor de Mark Twain y de O. Henry, escribe sus mejores cuentos cortos. Género que Europa no desarrolla, y que el autor estadounidense perfecciona a fuerza de humor, ironía y una ternura tan permanente como solapada. Prueba de su lírica es que su apellido suele ser menos recordado que las metamorfosis de la mina en La suerte de Roaring Camp (1868) o los versos homéricos evocados en Los exiliados de Poker Flat. Si la imagen de la fiebre pionera es lícita, en 1870, alcanza su pico y desciende de temperatura bruscamente: desde entonces, la obra de Harte no hace más que copiarse o plagiarse a sí misma. Ni sus poemas ni sus novelas posteriores poseen la envergadura de las historias mencionadas. A partir de 1878, Harte reside en Alemania. Pasa los últimos 24 años de su vida en Europa, y muere en Londres, en 1902.

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