LA FIAMMA, VIDA DE ÓPERA, (de Jorge Paolantonio) por Edgardo Scott

LA FIAMMA, VIDA DE ÓPERA
de Jorge Paolantonio
Ediciones Deldragón, 2008
por Edgardo Scott



Juan José Saer, en La narración-objeto tiene un breve ensayo donde encara con su tranquila y habitual lucidez el tema de la tradición en el Río de la Plata. En ese texto, les expropia la tradición a los tradicionalistas (que exaltándola la devalúan, la degradan) y le restituye, le devuelve para la crítica su valor inalterable: no puede no haber tradición en una obra, de la misma forma en que no puede no haber ruptura; la novedad se inscribe en un fondo previo, conocido, y lo conocido, sin embargo, nunca es igual, siempre engendra variaciones. Paolantonio hereda de Manuel Puig no sólo la escritura de las arrogancias de la clase baja pintadas con la seducción del habla como material de lenguaje, sino una sensibilidad: la ceguera voluntaria ante lo que nunca dejará de ser, como apunta el narrador en un tramo, sólo “pequeños esplendores”. Paolantonio escribe eso, el descuido de un don, de un deseo o de un estilo genuino, de una virtud en definitiva, a cambio de una promesa fáustica: una vida distinta, una vida tan distinta como improbable e irreal. No es otra la llama (eso significa fiamma en italiano, en este caso, además, nombre de una ópera) que guía y pierde a Franco, el protagonista de la novela; una luz, una llama con forma de mujer o de consagración que fulgura adelante, que nunca llega o que escapa, que sólo consiste por él y que durará tanto, como varias veces escribió Onetti, como dure él mismo, porque ya no tiene forma de apagarse a menos que él mismo se apague.

La fiamma, vida de ópera, publicada por Ediciones Deldragón a fines de 2008 es una novela de emigración y desengaño. Como en Rojo amor de Aníbal Jarkowski o en El infierno prometido, de Elsa Drucaroff, el tema es la mudanza, esa área de principios del siglo veinte, desordenada, dispersa, llena de malentendidos, desgracias y cosas rotas, para aquellos que viven sin terminar de irse ni terminar de llegar; nunca asentados, nunca establecidos, y tan ambiciosos como tristes, angustiados, por descubrir o no, que lo mejor está muy adelante o muy atrás, pero que a ellos no les ha tocado; a ellos les fue concedido el tránsito, lo engorroso, el ir y venir, el trabajo sucio. Como en las mejores obras de Puig, en La fiamma, Paolantonio ha dispuesto fragmentos y elementos para-textuales (fotografías, entrevistas, cartas) que generan un verosímil a la vez que, para los lectores poco entrenados, pueden leer la novela como histórica, verídica o biográfica, intenciones que no se deducen del texto, plenamente literario. Los capítulos breves no lineales, que incluso no acompañan a un solo personaje, le van dando a la lectura una sensación que quizá no sea el “ritmo imparable” que anuncia la contratapa, por suerte, pero sí un mareo marítimo, un mareo de barco lento o precipitado, un no saber bien quiénes son y adónde van esos personajes empecinados en el carácter.

No pueden no ir, por distintos caminos, de diferentes maneras, hacia la decepción y la desgracia, y en esto también hay una decisión que prolonga a Puig (y también trae un eco, por la sobriedad, de Sandor Marai). Y no por los desenlaces, porque lo trágico esté puesto en la enfermedad, la muerte, el crimen, sino porque el final deja el sabor de que lo vivido no ha dejado experiencia, (o si la dejó fue muy poca, apenas un mero recorte); la vida pasa, gastando cuerpos y ánimos, y no puede ser bien comprendida. No por otra cosa, Franco, reflexivo pero desesperado, responde al comentario abandonado de otro protagonista: “En fin, hay que vivir”, con un “No, con vivir no basta”.

Otro acierto de la novela está ligado a la condición poética del autor. Jorge Paolantonio, para los que no lo sepan es, antes que narrador (antes no en el sentido cronológico sino estructural) un poeta, y por eso Paolantonio ubica, hace brotar en el texto una y otra vez palabras en el idioma original, ya sea italiano, francés, portugués, etc. Esas inclusiones, como sucede por otros motivos en la obra de Gustavo Ferreyra o en Zelarayán, son, en Paolantonio, el punto de vista del narrador, el guiño irónico que el narrador deja caer cada tanto mientras narra las peripecias de los personajes. En esas palabras y en algunos diálogos también, la ironía es la perspectiva desde la que el narrador se asoma a la trama de la desgracia, por eso no hay patetismo ni sentimentalismo ni solemnidad trágica en el texto. Porque cada tanto aparece, como si se colara el genial Oscar Wilde, alguien que derriba el clima de melodrama: “Déjense de pavadas, las perlas se veían falsas a la legua”, apunta una paralítica en una escena inolvidable.

La fiamma, vida de ópera es una gran novela del que es, no por los premios y reconocimientos (que los tiene de todos modos), sino por la fidelidad a un estilo, un buen escritor; un escritor que se permite algo no tan común entre nosotros: arriesgar; tomar algún riesgo a la hora de escribir y de publicar, pero sin la necesidad, por eso, de pretenderse único.

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