de Lafcadio Hearn
La Compañía, 2008
por Miguel Sardegna
No fue hace mucho: uno o dos años, apenas. Yo cerraba el curso de Literatura Japonesa, y un alumno me confesó que de todos los autores que nuevos que yo le había presentado, Lafcadio —así me dijo, como si hablara de un amigo entrañable, Lafcadio-, era el más llamativo, el descubrimiento más feliz.
Antes que nada, Lafcadio —permitan que yo también lo llame por su nombre, sin imposturas de etiqueta, sin cuidadas reverencias ajenas—, antes que nada, decía, Lafcadio es un viajero. Los libros de Lafcadio son un registro cuidadoso de su vida en tierras lejanas, en mundos diferentes: Nueva Orleans, las antillas francesas y, sobre todo, Japón, que acabó adoptándolo. Podemos ver en Lafcadio ese género tan hermoso, que hoy ha muerto: los diarios de viaje.
Y Oriente siempre fascinó a Lafcadio, incluso antes de que él mismo lo notara, incluso mientras redactaba crónicas de Nueva Orleans y luchaba para sobrevivir, errando como redactor de periódico en periódico. Lafcadio recién descubriría su lugar en el mundo al descubrir Japón. El objetivo parecía repetido y pequeño: viajar a Japón para documentarse y escribir una serie de artículos. Se marcha, entonces… pero esa serie de artículos devienen en doce volúmenes —imaginen esa torre milenaria en mi mesita de luz—, un matrimonio, la conversión al budismo y una permanencia que se prolongaría hasta el día de su muerte.
A pesar de esta fascinación por Oriente, Lafcadio nunca pisó China. A diferencia de Japón, su viaje a China es un viaje imaginario. Podemos sentir en Fantasmas de la China la embriaguez que causa la belleza por lo desconocido, por lo que acaso no se comprende del todo. Esa embriaguez que anula los sentidos, que los embota, que provoca que todas las cosas sean más luminosas, como por encanto. Tengo que confesar que yo mismo siento en este momento, mientras escribo esta breve nota, que las paredes de mi cuarto se alejan y el techo se eleva, que la lámpara brilla como brillan las estrellas en sus constelaciones. No hay dudas: la belleza hechiza.
Y mujeres bellas protagonizan casi todos los relatos de este volumen, porque los terrores —los fantasmas— aquí son, casi siempre, hermosas mujeres.
Una diosa vestida con harapos que conserva inalterable su encanto celeste. Una campana que repica de la misma manera en que suspira una mujer; labios rojos y dulces que embriagan más que el vino. ¿Y qué sucede si confrontamos alguno de estos bellos y terribles fantasmas con un asceta? La Belleza sabe ocasionar la perdición de los justos.
Una historia que parece no responder a este esquema nos revela los secretos de la fabricación de la porcelana china. El Artista se cree abandonado por los dioses, hasta que sus intensas plegarias reciben por respuesta el aterrador —¿o reconfortante?— “Tu vida por la vida de tu obra, tu alma por el alma de tu vasija”.
En cualquier caso, los fantasmas son siempre los mismos: ilusiones que crean ilusiones.
Las Notas del final del libro, que se rezagan en una eterna enumeración de volúmenes, en una sucesión de ediciones pretéritas que se remontan al tiempo de los dioses y que desembocan en los cuentos de este volumen, hacen pensar en Lafcadio más como un antólogo de viejas leyendas que en un auténtico inventor. Digamos… un viajero humilde y modesto.
Pero no hay que olvidar nunca que todo buen viajero es también un descubridor de nuevos tesoros.
No importa cuánto se esfuerce Lafcadio en mencionar fuentes, traducciones y etimologías, orientalistas de aquí y de allá que hayan tropezado antes con las historias que aquí él “repite”. Siempre ha sido claro el papel que corresponde asignarle a su imaginación. Es Lafcadio —no las antiguas leyendas chinas— quien escribe: “Bebieron juntos varias copas. Era un vino púrpura, tan helado que la copa en que estaba servido quedó cubierta de rocío, pero parecía encender las venas con un extraño fuego”.
De este viaje imaginario a China, Lafcadio nos invita en el prólogo a conservar unas pocas flores maravillosas de las que crecen allí. “Una luminosa hwa-wang, una lila oscura, una o dos rosas fosforescentes”.
Algunos años antes, Coleridge se atrevió a preguntarse: “Si un hombre atravesara el paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que ha estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces qué?”
Es lunes en Buenos Aires, aquí comienza la semana con su rutina de calor y camisa cerrada hasta el cuello, zapatos lustrosos y apatía. Intentamos resistirnos, damos vueltas en la cama negando esa verdad irrefutable, todavía con el despertador sonando fuerte, todavía en sintonía en ese dial que nos prometimos mover hace ya siglos... y entonces sucede. Debajo de la almohada descubrimos una lila, una lila que apenas asoma. Es oscura, pero también luminosa y fosforescente. Por fin entendemos: Lafcadio no es el único que ha viajado esta vez. Nosotros también hemos visitado China.
Antes que nada, Lafcadio —permitan que yo también lo llame por su nombre, sin imposturas de etiqueta, sin cuidadas reverencias ajenas—, antes que nada, decía, Lafcadio es un viajero. Los libros de Lafcadio son un registro cuidadoso de su vida en tierras lejanas, en mundos diferentes: Nueva Orleans, las antillas francesas y, sobre todo, Japón, que acabó adoptándolo. Podemos ver en Lafcadio ese género tan hermoso, que hoy ha muerto: los diarios de viaje.
Y Oriente siempre fascinó a Lafcadio, incluso antes de que él mismo lo notara, incluso mientras redactaba crónicas de Nueva Orleans y luchaba para sobrevivir, errando como redactor de periódico en periódico. Lafcadio recién descubriría su lugar en el mundo al descubrir Japón. El objetivo parecía repetido y pequeño: viajar a Japón para documentarse y escribir una serie de artículos. Se marcha, entonces… pero esa serie de artículos devienen en doce volúmenes —imaginen esa torre milenaria en mi mesita de luz—, un matrimonio, la conversión al budismo y una permanencia que se prolongaría hasta el día de su muerte.
A pesar de esta fascinación por Oriente, Lafcadio nunca pisó China. A diferencia de Japón, su viaje a China es un viaje imaginario. Podemos sentir en Fantasmas de la China la embriaguez que causa la belleza por lo desconocido, por lo que acaso no se comprende del todo. Esa embriaguez que anula los sentidos, que los embota, que provoca que todas las cosas sean más luminosas, como por encanto. Tengo que confesar que yo mismo siento en este momento, mientras escribo esta breve nota, que las paredes de mi cuarto se alejan y el techo se eleva, que la lámpara brilla como brillan las estrellas en sus constelaciones. No hay dudas: la belleza hechiza.
Y mujeres bellas protagonizan casi todos los relatos de este volumen, porque los terrores —los fantasmas— aquí son, casi siempre, hermosas mujeres.
Una diosa vestida con harapos que conserva inalterable su encanto celeste. Una campana que repica de la misma manera en que suspira una mujer; labios rojos y dulces que embriagan más que el vino. ¿Y qué sucede si confrontamos alguno de estos bellos y terribles fantasmas con un asceta? La Belleza sabe ocasionar la perdición de los justos.
Una historia que parece no responder a este esquema nos revela los secretos de la fabricación de la porcelana china. El Artista se cree abandonado por los dioses, hasta que sus intensas plegarias reciben por respuesta el aterrador —¿o reconfortante?— “Tu vida por la vida de tu obra, tu alma por el alma de tu vasija”.
En cualquier caso, los fantasmas son siempre los mismos: ilusiones que crean ilusiones.
Las Notas del final del libro, que se rezagan en una eterna enumeración de volúmenes, en una sucesión de ediciones pretéritas que se remontan al tiempo de los dioses y que desembocan en los cuentos de este volumen, hacen pensar en Lafcadio más como un antólogo de viejas leyendas que en un auténtico inventor. Digamos… un viajero humilde y modesto.
Pero no hay que olvidar nunca que todo buen viajero es también un descubridor de nuevos tesoros.
No importa cuánto se esfuerce Lafcadio en mencionar fuentes, traducciones y etimologías, orientalistas de aquí y de allá que hayan tropezado antes con las historias que aquí él “repite”. Siempre ha sido claro el papel que corresponde asignarle a su imaginación. Es Lafcadio —no las antiguas leyendas chinas— quien escribe: “Bebieron juntos varias copas. Era un vino púrpura, tan helado que la copa en que estaba servido quedó cubierta de rocío, pero parecía encender las venas con un extraño fuego”.
De este viaje imaginario a China, Lafcadio nos invita en el prólogo a conservar unas pocas flores maravillosas de las que crecen allí. “Una luminosa hwa-wang, una lila oscura, una o dos rosas fosforescentes”.
Algunos años antes, Coleridge se atrevió a preguntarse: “Si un hombre atravesara el paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que ha estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces qué?”
Es lunes en Buenos Aires, aquí comienza la semana con su rutina de calor y camisa cerrada hasta el cuello, zapatos lustrosos y apatía. Intentamos resistirnos, damos vueltas en la cama negando esa verdad irrefutable, todavía con el despertador sonando fuerte, todavía en sintonía en ese dial que nos prometimos mover hace ya siglos... y entonces sucede. Debajo de la almohada descubrimos una lila, una lila que apenas asoma. Es oscura, pero también luminosa y fosforescente. Por fin entendemos: Lafcadio no es el único que ha viajado esta vez. Nosotros también hemos visitado China.
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