La puerta se ha cerrado y los dos ancianos han quedado perplejos, parados a medio metro del lado de afuera, a mitad del porche de su vieja casona colonial mirándose y mirando la puerta, cada uno con una desvencijada reposera en la mano, justo cuando les caía oblicuo, vivificante, el sol de las seis de la tarde de un nuevo otoño. La llave la tenés vos, le insinúa ella en silencio, con una mirada que en vez de ser inquisitoria parece más bien arrastrar un dejo de esperanza. Concediéndole esos segundos, él deposita con inquietud la reposera sobre las baldosas limpias. Se palpa sus vestimentas con manos endurecidas, desmemoriadas, cavando cada vez más hondo en sus varios bolsillos de lana, de tela, de nylon, tan sólo para comprobarlo: en lo más hondo de la hondura existe un pequeño agujero por donde habría deslizado en algún rincón del placard, en la alfombra, o sobre el lecho nupcial ya en desuso, el fantasma de la ansiada llave, siempre a la mano, pero del lado de adentro, áurea, exacta, olvidada, en un perdonable accidente que ahora la vuelve inalcanzable.
Así, después de un intercambio de ideas, la pareja de ancianos decide salir en busca del viejo cerrajero amigo de la familia. Se alejan como antaño por la calle vacía y el sol les ilumina la frente y recorta sus figuras semiencorvadas en dos sombras que los siguen muy de cerca, casi con esfuerzo, dos pequeños barriletes en un cielo invertido, demoradas por una brisa que despeina y va en aumento. Mucho hace que no salen más allá de la vereda, mucho más, que no van más allá del almacén de la esquina, o que no traspasan el extrarradio del kiosco de la otra cuadra. La jubilación de los dos marcó el comienzo de un tiempo doble no medible con la claridad en descenso de la suma de sus mentes somnolientas, que ahora despiertan de a segundos encandiladas por el reflejo de la navaja solar en el metal de los autos estacionados y en la geometría alegre de las ventanas del barrio que siempre los cobijó. Atrás van quedando las reposeras, señaladas por la luz, un poco ahuecadas, formas apacibles de lo que pudo ser y es claro que alguna vez fue, pero en tanto que ahora no, mientras ellos se alejan mirándolas de reojo con angustiado desgano, sienten que sería lo mismo si no hubiera sido nunca.
Por lo menos nos tenemos el uno al otro, parece decirle ella para suavizarle con los ojos la mueca que él ha hecho al darse cuenta que la billetera también le ha quedado adentro. Poco a poco va cruzando su brazo enjuto por entre el codo y el tórax huesudo que se hincha y se deshincha al ritmo de la respiración malhumorada del viejo. Así nos aireamos un poco, parece comunicar la serpiente seca de su brazo mientras se cuelga, pero también da empuje, y el viejo empieza a sentirse fortalecido en la burbuja del viento creciente, ahora que ya están a varias cuadras del punto de partida, como si la insistencia del brazo de la vieja lo estuviera elevando al rango de guía en una expedición de destino incierto, porque, aunque él no se lo ha dicho, no recuerda con precisión si era en la primera esquina o en la segunda después del kiosco, allí donde tendrían que haber modificado la dirección quebrada y un poco vacilante de la caminata. Y cuando ella se da cuenta, hace más fuerza para darle valor, y comprende que están al borde de una batalla, tal vez la última que tendrán que librar con el carro inexpugnable de sus cuerpos entrelazados, fijos en el tiempo, contra el bastión del mapa siempre cambiante de la ciudad.
Avanza por el empedrado de las calles el caballo troyano de sus cuerpos moviéndose desparejos y a buen ritmo, impulsado por un motor de cuatro piernas que muestran que la madera está seca, pero es dura y de buena cepa. Mas el lecho sin agua del camino parece estirarse y ramificarse hasta límites insospechados, compitiendo con el tesón de la búsqueda hasta reducir las dimensiones del paso al trotecito nervioso de un ciempiés.
Hay que recorrer las calles, hay que recorrerlas antes de que los alcance la corriente del tiempo y por eso la vieja, bastante más baja y fastidiada por tanto reflejo, se va escondiendo tras el hombro del viejo, delegándole la tarea del jinete ciego que creará la forma de la meta reduciéndola de nuevo al tamaño de su cuerpo enhiesto de mujer. Ahora las calles se alisan en un orden impecable mientras cada vez que llega a una esquina, el viejo asume, decide, ejecuta. Y al sentir que su acto se duplica en la aceptación de ella, se confunde creyendo que el eco de su decisión es la prueba de su verdad. Y se acomoda en su decisión alimentándose de ella para fortalecerse y expandirla como el feto al vientre que lo engendra. Su estrategia es recorrer todo el barrio descendiendo por la numeración en zigzag a través de cuadras de casas similares hasta dar con la correcta, tan certero como un chico que resbala hacia los brazos queridos por los tablones lustrosos de un tobogán. Pero la encuentra antes, como si la fuerza de su decisión hubiera fabricado el atajo, torciéndole el brazo al centinela de la puerta de salida del azar. Ves que acá estaba, le dice a la vieja, que, un poco agitada, ya empezaba a retirarle el brazo en señal de duda porque, a su entender, el exceso de pulcritud permitiría deslizamientos impredecibles, y los toboganes limpios son peligrosos si se ensanchan demasiado.
Anchas y blancas, crecen frente a ellos las paredes de la casa, ondulando en la luz de los últimos rayos de sol, y a medida que ambos se acercan surgen remembranzas de antiguas reuniones, y la anciana, que para compensar la pequeñez corporal ha sido siempre propensa a exagerar, le hace notar al viejo que el color de la pintura de la pared se parece al color que ella eligió cuando fueron a comprar las reposeras. Y comienza a sentir que el éxito de la excursión está garantizado por el sonido del televisor detrás de la persiana semicerrada del segundo piso, llegando cada vez más fuerte a sus oídos, como cuando era joven y el mundo se amplificaba en ella con cada diminuto evento, y la dejaba vibrando como una campana, aturdida por su propio tañido. Así, aturdida y a ciegas avanza ahora, arreglándose coqueta el pañuelo de seda roja alrededor del cuello y agarrándose de la cintura de su hombre, como si encontrara ahí la palanca para forzar la piedra que impide el nacimiento encrespado de la tranquilidad.
Esa palanca que constituye el cuerpo del viejo, se mueve cada vez más despacio, como si la tranquilidad lo hubiera alcanzado antes y no se preocupara por compartirla o como si, en algún punto de la vereda que conecta el jardín con la puerta de entrada, el viejo hubiera extraviado el objetivo de la visita. ¿Nos hará la llave enseguida?, pregunta ella para sacarlo de su letargo, pero él no le responde porque ahora está preocupado por encontrar la forma de explicarle que ha recordado la última visita del cerrajero, años atrás, breve, cuando ya casi no se veían, mientras ella había salido al almacén, tan breve que no había considerado substancial mencionarla, y cuyo único objeto había sido compartir la noticia de la mudanza. El sonido del canal deportivo va apoderándose de su cuerpo, que insiste en la morosidad de los últimos pasos, y empieza a resonar en su pecho como un veneno lento y paralizante, filtrándose desde la persiana para informarlo del avance de una carrera de motos en el autódromo, mientras las ondas de los motores se expanden contra el viento hasta las márgenes menos quietas del barrio, y quizás aún más lejos, un último resto atraviesa la ciudad en la mente del viejo hasta el sitio mismo desde donde se inicia la transmisión. Tal vez por eso, le explica a su mujer, no se escuchan los golpecitos nada convincentes que él decide dar en la puerta, ni el sonido del timbre que simula tocar en vano.
Avanza por el asfalto el caballo troyano de sus cuerpos invadiendo territorios desparejos y a buen ritmo, encerrados en madera dura y de buena cepa. Hay que recorrer todas las calles, hay que recorrerlas antes de que los alcance el tiempo, y por eso ahora caminan a favor del viento.
El viento arrastra latas de cerveza, bolsas de basura abiertas expulsando las entrañas de su contenido para poder volar más rápido y cucarachas desprevenidas que se han atrevido a cruzar por el camino de las bolsas. El viento arrastra también los últimos vestigios del sol, pero no los ayuda con la caminata. Más bien los rodea y los sobrepasa, todo en derredor parece avanzar mientras ellos permanecen quietos. Piensa la vieja: ya no importa que el tiempo avance porque nosotros siempre estaremos quietos. Y ahora es ella la que se demora. A algún lado vamos a llegar, le dice el viejo, e intenta empujarla gentilmente, mientras la vieja no comprende cómo pudo haber elegido un guía tan torpe y tan ciego. El viejo camina cada vez más rápido mientras se restriega los ojos; adelantándose al escuadrón de residuos, un papelito de caramelo le aletea hasta la cara cuando mira hacia atrás para evitar una camioneta. Otro bocinazo le anuncia la conveniencia de abandonar el desfile nupcial por la orilla iluminada de la calle y ayudar a su mujer a subir el cordón de la vereda.
La vereda les muestra suelo inestable, en permanente deslizamiento. Atraviesan derrumbes de pilas de cajas, esquivan hojas de diarios rasantes, tropiezan con latientes planchas de palomas, se encandilan con el neón de los comercios. Durante un lapso de tiempo confuso, al ritmo de esa geografía estragante escoriada salpicante, cada vez más convulsa y cambiante, las cuatro piernas mantienen su marcha despareja, entre tango y trote militar, al compás de las bolsas que se le pegan a los talones, y apuradas por un poco de hambre que ya se empieza a sentir, tironeantes vibrantes vacilantes, ya sin estar de acuerdo en las esquinas, pero siempre juntas, como arrastrando dos cuerpos que resbalan por una pendiente, unidos al resorte de los brazos entrelazados y a la voz de la queja.
El viejo conoce la voz de la queja, sus rápidos animales fríos, metálicos. Los adivina en las arrugas sonoras del tránsito que se expanden desde el centro hasta los bordes, como si la ciudad hiciera otra campana fuera de la campana del cuerpo temblequeante de su mujer. También conoce la mordida postiza de la culpa. Por eso se quita el saco y cubre con gesto de película muda la espalda de la vieja, que lo mira de reojo. Para evitar deudas, ella lo imita desanudándose el pañuelo y ajustándolo fuerte y rápido en el cuello del viejo. Rascame la espalda, dice después, frenando de repente con un tirón para hacerle entender que sólo ella elije el castigo. Pero el viejo insiste en continuar abriéndole camino como si trazara con los pies un pentáculo contra un carnaval de sombras. Atrás quedan excrecencias cartones palomas hambrientas figuras protegiéndose del viento en los umbrales. ¿Por qué vuelve a hacerle favores que no necesita en vez de rascarle la espalda, que no pica, pero que va a empezar a picar si él no responde? La está perjudicando doblemente, o intenta obligarla a la culpa y al esfuerzo de multiplicar el castigo, enredándole el carretel de Ariadna hasta hacerlo girar bamboleante como sus piernas, cansándola para conducirla sin resistencia en una dirección que él parece conocer. Esa dirección es la del ruido convulso del centro, semejante al que oyeron en el interior de la casa del cerrajero, un ponzoñoso macramé sonoro que atraviesa el éter para tejer sus nudos en todas las pantallas de la ciudad.
Vuelan cáscaras envases plásticos trapos tierra estrechándose el espacio que rodea a los cuerpos. Flamean los toldos y las banderas de los hoteles. Choca el rumor del viento contra el estruendo mecánico de la ciudad y ambos ruidos chocan contra la cabeza aturdida del viejo, que insiste buscando el centro sólo para ir en la dirección que la vieja parece evitar. Pero cada tironeo de la mano sacude su corazón de capitán y le transparenta la sangre desordenada, escurriéndosela del cuerpo como se escurre el agua de los trapos abrochados a los cordeles en esa noche de viento. Flota el pañuelo como un tul a punto de desprenderse de su cuello y se infla como una capa el saco en la espalda de la vieja. Al viejo se le ocurre que deben verse ridículos, pero la gente, preocupada por el viento, no parece notar su presencia. Caminan o corren de un lugar a otro retirándose hacia las márgenes como una bandada de moscas del lomo de un animal que despierta.
El viejo tironea, tironea, pero cada paso suyo, cada paso de ella, son tan lentos. Silba la sirena, chirrían los frenos, pulsan las bocinas de los autos, tiemblan las vías y los perros persiguen el estruendo de la máquina. Ambos viejos evitan ser succionados por los vagones que desfilan a pocos centímetros de sus caras y pueden oler el óxido y la transpiración de los perros y pueden ver al grupo de chicos harapientos que azuzan a los animales y arrojan piedras a las ventanillas repletas de caras indiferentes espectrales impenetrables. Pero ni ese pequeño ejército de cupidos hambrientos ni los perros parecen enterarse del casi doble accidente. ¿Dónde estará el autódromo? se pregunta ávido el viejo a la caza del ruido que parece venir desde todas partes. También los amigos y todos los parientes han desaparecido en el vórtice arenoso del recuerdo. Si el cerrajero no hubiera muerto como él está recordando ahora, todavía existiría alguien con quien ver el final de la carrera, un testigo de su matrimonio, un eco del primer sí, un contrabalance permanente de los potenciales no que pulsan en cada forcejeo de la vieja, pues ahora ella parece olvidar que están juntos, y quiere desprenderse de su mano para insultar al guardavías y luego doblar por la esquina más oscura, alejándose del centro como quien da vuelta su reloj de arena para invertir la caída.
El guardavía continúa mirando la carrera pegado a su televisor portátil hasta que la vieja se cansa de gritarle y la esquina más oscura termina en una ancha avenida luminosa, transitada por desordenadas colas de vehículos que apresuran la marcha como si intentaran ganarle a la tormenta. Sobre la vereda repleta de puestos de comida desemboca, desde el puente de la estación de ferrocarril, un alud de oficinistas, señoras apretando sus carteras, madres que vuelven del shopping, chicos que sujetan del brazo sus monstruos de plástico, adolescentes escuchando mp3. Alguien ha muerto arrojándose sobre las vías y la locomotora no puede continuar. La figura ha emergido de la oscuridad de un baldío, se ha hecho visible por un segundo, emergiendo de la nada para entregarse a la máquina; y la máquina se ha entrelazado con el cuerpo hasta volverlo irreconocible, hasta regresarlo a la invisibilidad. La vieja se pregunta si en esos jirones de carne, alma y sombra no ha quedado algo de su marido, que ahora avanza detrás de ella sin la menor resistencia, dejándose llevar.
El fantasma despedazado de ese cuerpo también parece haberse distribuido en las miradas de muchos otros, que han presenciado el ritual más de una vez y comprenden cómo la máquina se apropia del grito, cómo la máquina se alimenta del grito silenciándolo, e intentan alejarse de ahí como insectos que suben entre hierros para evitar el radiador final. El vendedor de panchos es uno de ellos. Su cara cetrina, taciturna, ha recibido la noticia y, bloqueando el peligro, ha cerrado el entrecejo como un candado, con el esfuerzo de quien cierra una puerta tras la cual hay una escalera que sólo sirve para bajar. Y ahora, con el cabello negro desordenado por el viento ocultándole los ojos, levanta su puesto, agachado, acomodándose su jean roto sin mirar ni escuchar a la vieja, que se acerca con hambre y unas monedas encontradas en el saco del viejo. Todos los vendedores están haciendo lo mismo y en el doble corredor humano lo que estaba quieto de un lado y ahora se mueve, empieza a ser una amenaza, y los pasajeros del tren intentan apurar el paso sin saber hacia dónde porque esas figuras de piel oscura están en todas partes.
Los pasos errados construyen una suerte de universo torcido entrelazado al original, donde toda convención ha caído deshaciendo los límites entre un grupo y otro en un solo miasma de carne sudorosa, a causa del miedo o del trabajo, que fluye desbordando hacia el istmo de la avenida como arena que se estrecha antes de caer por el cuello de un gran reloj.
En las últimas caras que alcanza a ver, la vieja advierte intermitentes entrevisiones de un mundo travestido, rasgaduras que develan la subcapa del futuro. De lo visible a lo invisible media un paso. La multitud se une a los carritos de pochoclo, frena el avance de los autos y de los camiones, fecunda el interior de los colectivos. Inmersos en la niebla azufrosa de los caños de escape y en el tufo caliente de las parrillas, los cuerpos se pierden y se buscan cruzando de un sitio a otro. En cada entrecruzamiento existe la posibilidad de una salida; no para los dos viejos. Entre la muchedumbre de caucho, metal y altos cuerpos apretados, van resbalando hacia un horizonte de cintos flojos, botones faltantes, manos equívocas, realidades semihechas, abandonadas como despojos en el umbral de la trastienda de una fábrica de los cuerpos. En esa dimensión de media altura rebotan de un extremo a otro como el gusano que rueda dentro de una cebolla hueca. Pronto no alcanzan a diferenciar la vereda de la calle, un instante de otro instante, la luz de la oscuridad y comprenden que en ellos se ha vuelto permanente lo que para esas caras es algo momentáneo; ya no pueden verse ni ser vistos. Son la caricatura arrugada de Él y Ella desplazándose por dentro de la máquina de la Historia. Atraviesan maderas rotas, hierros oxidados, engranajes, humedades arcaicas, combustión de motores empujados por una mano somnolienta mientras la otra sube ciega con la palanca del conductor. Siguen adelante, tropiezan y caen manchados por la suela de los zapatos que intentan hacer equilibrio en el mundo de arriba. Junto a las mascotas olvidadas, por oler de cerca el suelo se van convirtiendo en el hocico de la especie. Huelen la ciudad y su aceite milenario. Caen hacia los reductos más profundos donde todos los olores desembocan en una napa indiferenciada. Caen afuera del sueño y la vigilia, y aún más abajo, afuera de la burbuja del fundamento, como si las narices exhaustas hubieran asomado al hueco exterior donde se vuelven superfluas. Quieren pertenecer, quieren pertenecer, pero junto a otros invisibles, marchan sus narices lentas desfondando la corriente. Para taparlos la ciudad cambia de forma como una bolsa de pegamento. Sobre el tremolar de los motores se encrespan oleadas de bocinazos, crecen salpicones de insultos gritos llamados, cubriendo la voz de Ella que intenta pedir permiso casi sin fuerzas, pero insistente y subterránea como el murmurar del viento. Apurate infeliz, le grita la mujer que va delante a su marido, y así Ella comprende que los tiempos han cambiado, que es el momento de recuperar a cualquier precio lo que por derecho le corresponde. Incluso si hay que empujar o patear tobillos, ha llegado el momento de abrirse camino hacia un sitio lleno de pasto, flores, lagunas y seres que nadan o se arrastran en espacios amplios y deliciosos, ha llegado el momento de la mujer.
Avanza el caballo troyano de sus cuerpos al compás de las patadas y los empujones de la vieja secundada por el viejo, varados en el umbral con madera dura, salpicando astillas de buena cepa.
Hay que recorrer las calles, hay que recorrerlas y desenterrarse del tumulto hasta poder verse otra vez la carne cenicienta de las caras. Pero la meseta humana avanza con ellos desplazando sus bordes como una tumba en un pantano. ¿A dónde vamos? pregunta enojado el viejo. Vamos a donde vamos, responde la vieja y continúa empujando hasta encontrar una pared y en la pared, un agujero. Por ahí se meten para separarse de la multitud que se abre esquivando ese lugar como si temieran salir de la ciudad. Se apartan del agujero mientras sienten que el viento les da otra vez en la cara y desaparecen bajo sus pies los últimos vestigios visuales del suelo. Durante un rato la secuencia de sus pasos bailotea entre montículos de basura, chapas y caños rotos que resuenan entre una y otra palabra de la discusión y luego, entre murmuraciones del viejo y chistidos de silencio de la vieja, que va comprendiendo su error, hasta que ya no quedan latas para patear, ni palabra para decir, sino apenas un suelo tan liso que resulta el peor de los obstáculos.
Y ambos se dan cuenta que caminan en la más completa negrura.
Avanzan, avanzan, contra el viento.
El viento es tan fuerte que les dificulta respirar y los obliga a girar la cara. Entonces, delante de los ojos presienten una porción más densa de la noche, algo agitado y más intenso que cualquier ráfaga golpeando contra los árboles, y más oculto que el agujero por donde se perdió la llave. Algo que podría durar siglos o un segundo. Aprietan la mano que nunca soltaron y advierten que, frente a frente, por primera vez se están mirando.
Así, después de un intercambio de ideas, la pareja de ancianos decide salir en busca del viejo cerrajero amigo de la familia. Se alejan como antaño por la calle vacía y el sol les ilumina la frente y recorta sus figuras semiencorvadas en dos sombras que los siguen muy de cerca, casi con esfuerzo, dos pequeños barriletes en un cielo invertido, demoradas por una brisa que despeina y va en aumento. Mucho hace que no salen más allá de la vereda, mucho más, que no van más allá del almacén de la esquina, o que no traspasan el extrarradio del kiosco de la otra cuadra. La jubilación de los dos marcó el comienzo de un tiempo doble no medible con la claridad en descenso de la suma de sus mentes somnolientas, que ahora despiertan de a segundos encandiladas por el reflejo de la navaja solar en el metal de los autos estacionados y en la geometría alegre de las ventanas del barrio que siempre los cobijó. Atrás van quedando las reposeras, señaladas por la luz, un poco ahuecadas, formas apacibles de lo que pudo ser y es claro que alguna vez fue, pero en tanto que ahora no, mientras ellos se alejan mirándolas de reojo con angustiado desgano, sienten que sería lo mismo si no hubiera sido nunca.
Por lo menos nos tenemos el uno al otro, parece decirle ella para suavizarle con los ojos la mueca que él ha hecho al darse cuenta que la billetera también le ha quedado adentro. Poco a poco va cruzando su brazo enjuto por entre el codo y el tórax huesudo que se hincha y se deshincha al ritmo de la respiración malhumorada del viejo. Así nos aireamos un poco, parece comunicar la serpiente seca de su brazo mientras se cuelga, pero también da empuje, y el viejo empieza a sentirse fortalecido en la burbuja del viento creciente, ahora que ya están a varias cuadras del punto de partida, como si la insistencia del brazo de la vieja lo estuviera elevando al rango de guía en una expedición de destino incierto, porque, aunque él no se lo ha dicho, no recuerda con precisión si era en la primera esquina o en la segunda después del kiosco, allí donde tendrían que haber modificado la dirección quebrada y un poco vacilante de la caminata. Y cuando ella se da cuenta, hace más fuerza para darle valor, y comprende que están al borde de una batalla, tal vez la última que tendrán que librar con el carro inexpugnable de sus cuerpos entrelazados, fijos en el tiempo, contra el bastión del mapa siempre cambiante de la ciudad.
Avanza por el empedrado de las calles el caballo troyano de sus cuerpos moviéndose desparejos y a buen ritmo, impulsado por un motor de cuatro piernas que muestran que la madera está seca, pero es dura y de buena cepa. Mas el lecho sin agua del camino parece estirarse y ramificarse hasta límites insospechados, compitiendo con el tesón de la búsqueda hasta reducir las dimensiones del paso al trotecito nervioso de un ciempiés.
Hay que recorrer las calles, hay que recorrerlas antes de que los alcance la corriente del tiempo y por eso la vieja, bastante más baja y fastidiada por tanto reflejo, se va escondiendo tras el hombro del viejo, delegándole la tarea del jinete ciego que creará la forma de la meta reduciéndola de nuevo al tamaño de su cuerpo enhiesto de mujer. Ahora las calles se alisan en un orden impecable mientras cada vez que llega a una esquina, el viejo asume, decide, ejecuta. Y al sentir que su acto se duplica en la aceptación de ella, se confunde creyendo que el eco de su decisión es la prueba de su verdad. Y se acomoda en su decisión alimentándose de ella para fortalecerse y expandirla como el feto al vientre que lo engendra. Su estrategia es recorrer todo el barrio descendiendo por la numeración en zigzag a través de cuadras de casas similares hasta dar con la correcta, tan certero como un chico que resbala hacia los brazos queridos por los tablones lustrosos de un tobogán. Pero la encuentra antes, como si la fuerza de su decisión hubiera fabricado el atajo, torciéndole el brazo al centinela de la puerta de salida del azar. Ves que acá estaba, le dice a la vieja, que, un poco agitada, ya empezaba a retirarle el brazo en señal de duda porque, a su entender, el exceso de pulcritud permitiría deslizamientos impredecibles, y los toboganes limpios son peligrosos si se ensanchan demasiado.
Anchas y blancas, crecen frente a ellos las paredes de la casa, ondulando en la luz de los últimos rayos de sol, y a medida que ambos se acercan surgen remembranzas de antiguas reuniones, y la anciana, que para compensar la pequeñez corporal ha sido siempre propensa a exagerar, le hace notar al viejo que el color de la pintura de la pared se parece al color que ella eligió cuando fueron a comprar las reposeras. Y comienza a sentir que el éxito de la excursión está garantizado por el sonido del televisor detrás de la persiana semicerrada del segundo piso, llegando cada vez más fuerte a sus oídos, como cuando era joven y el mundo se amplificaba en ella con cada diminuto evento, y la dejaba vibrando como una campana, aturdida por su propio tañido. Así, aturdida y a ciegas avanza ahora, arreglándose coqueta el pañuelo de seda roja alrededor del cuello y agarrándose de la cintura de su hombre, como si encontrara ahí la palanca para forzar la piedra que impide el nacimiento encrespado de la tranquilidad.
Esa palanca que constituye el cuerpo del viejo, se mueve cada vez más despacio, como si la tranquilidad lo hubiera alcanzado antes y no se preocupara por compartirla o como si, en algún punto de la vereda que conecta el jardín con la puerta de entrada, el viejo hubiera extraviado el objetivo de la visita. ¿Nos hará la llave enseguida?, pregunta ella para sacarlo de su letargo, pero él no le responde porque ahora está preocupado por encontrar la forma de explicarle que ha recordado la última visita del cerrajero, años atrás, breve, cuando ya casi no se veían, mientras ella había salido al almacén, tan breve que no había considerado substancial mencionarla, y cuyo único objeto había sido compartir la noticia de la mudanza. El sonido del canal deportivo va apoderándose de su cuerpo, que insiste en la morosidad de los últimos pasos, y empieza a resonar en su pecho como un veneno lento y paralizante, filtrándose desde la persiana para informarlo del avance de una carrera de motos en el autódromo, mientras las ondas de los motores se expanden contra el viento hasta las márgenes menos quietas del barrio, y quizás aún más lejos, un último resto atraviesa la ciudad en la mente del viejo hasta el sitio mismo desde donde se inicia la transmisión. Tal vez por eso, le explica a su mujer, no se escuchan los golpecitos nada convincentes que él decide dar en la puerta, ni el sonido del timbre que simula tocar en vano.
Avanza por el asfalto el caballo troyano de sus cuerpos invadiendo territorios desparejos y a buen ritmo, encerrados en madera dura y de buena cepa. Hay que recorrer todas las calles, hay que recorrerlas antes de que los alcance el tiempo, y por eso ahora caminan a favor del viento.
El viento arrastra latas de cerveza, bolsas de basura abiertas expulsando las entrañas de su contenido para poder volar más rápido y cucarachas desprevenidas que se han atrevido a cruzar por el camino de las bolsas. El viento arrastra también los últimos vestigios del sol, pero no los ayuda con la caminata. Más bien los rodea y los sobrepasa, todo en derredor parece avanzar mientras ellos permanecen quietos. Piensa la vieja: ya no importa que el tiempo avance porque nosotros siempre estaremos quietos. Y ahora es ella la que se demora. A algún lado vamos a llegar, le dice el viejo, e intenta empujarla gentilmente, mientras la vieja no comprende cómo pudo haber elegido un guía tan torpe y tan ciego. El viejo camina cada vez más rápido mientras se restriega los ojos; adelantándose al escuadrón de residuos, un papelito de caramelo le aletea hasta la cara cuando mira hacia atrás para evitar una camioneta. Otro bocinazo le anuncia la conveniencia de abandonar el desfile nupcial por la orilla iluminada de la calle y ayudar a su mujer a subir el cordón de la vereda.
La vereda les muestra suelo inestable, en permanente deslizamiento. Atraviesan derrumbes de pilas de cajas, esquivan hojas de diarios rasantes, tropiezan con latientes planchas de palomas, se encandilan con el neón de los comercios. Durante un lapso de tiempo confuso, al ritmo de esa geografía estragante escoriada salpicante, cada vez más convulsa y cambiante, las cuatro piernas mantienen su marcha despareja, entre tango y trote militar, al compás de las bolsas que se le pegan a los talones, y apuradas por un poco de hambre que ya se empieza a sentir, tironeantes vibrantes vacilantes, ya sin estar de acuerdo en las esquinas, pero siempre juntas, como arrastrando dos cuerpos que resbalan por una pendiente, unidos al resorte de los brazos entrelazados y a la voz de la queja.
El viejo conoce la voz de la queja, sus rápidos animales fríos, metálicos. Los adivina en las arrugas sonoras del tránsito que se expanden desde el centro hasta los bordes, como si la ciudad hiciera otra campana fuera de la campana del cuerpo temblequeante de su mujer. También conoce la mordida postiza de la culpa. Por eso se quita el saco y cubre con gesto de película muda la espalda de la vieja, que lo mira de reojo. Para evitar deudas, ella lo imita desanudándose el pañuelo y ajustándolo fuerte y rápido en el cuello del viejo. Rascame la espalda, dice después, frenando de repente con un tirón para hacerle entender que sólo ella elije el castigo. Pero el viejo insiste en continuar abriéndole camino como si trazara con los pies un pentáculo contra un carnaval de sombras. Atrás quedan excrecencias cartones palomas hambrientas figuras protegiéndose del viento en los umbrales. ¿Por qué vuelve a hacerle favores que no necesita en vez de rascarle la espalda, que no pica, pero que va a empezar a picar si él no responde? La está perjudicando doblemente, o intenta obligarla a la culpa y al esfuerzo de multiplicar el castigo, enredándole el carretel de Ariadna hasta hacerlo girar bamboleante como sus piernas, cansándola para conducirla sin resistencia en una dirección que él parece conocer. Esa dirección es la del ruido convulso del centro, semejante al que oyeron en el interior de la casa del cerrajero, un ponzoñoso macramé sonoro que atraviesa el éter para tejer sus nudos en todas las pantallas de la ciudad.
Vuelan cáscaras envases plásticos trapos tierra estrechándose el espacio que rodea a los cuerpos. Flamean los toldos y las banderas de los hoteles. Choca el rumor del viento contra el estruendo mecánico de la ciudad y ambos ruidos chocan contra la cabeza aturdida del viejo, que insiste buscando el centro sólo para ir en la dirección que la vieja parece evitar. Pero cada tironeo de la mano sacude su corazón de capitán y le transparenta la sangre desordenada, escurriéndosela del cuerpo como se escurre el agua de los trapos abrochados a los cordeles en esa noche de viento. Flota el pañuelo como un tul a punto de desprenderse de su cuello y se infla como una capa el saco en la espalda de la vieja. Al viejo se le ocurre que deben verse ridículos, pero la gente, preocupada por el viento, no parece notar su presencia. Caminan o corren de un lugar a otro retirándose hacia las márgenes como una bandada de moscas del lomo de un animal que despierta.
El viejo tironea, tironea, pero cada paso suyo, cada paso de ella, son tan lentos. Silba la sirena, chirrían los frenos, pulsan las bocinas de los autos, tiemblan las vías y los perros persiguen el estruendo de la máquina. Ambos viejos evitan ser succionados por los vagones que desfilan a pocos centímetros de sus caras y pueden oler el óxido y la transpiración de los perros y pueden ver al grupo de chicos harapientos que azuzan a los animales y arrojan piedras a las ventanillas repletas de caras indiferentes espectrales impenetrables. Pero ni ese pequeño ejército de cupidos hambrientos ni los perros parecen enterarse del casi doble accidente. ¿Dónde estará el autódromo? se pregunta ávido el viejo a la caza del ruido que parece venir desde todas partes. También los amigos y todos los parientes han desaparecido en el vórtice arenoso del recuerdo. Si el cerrajero no hubiera muerto como él está recordando ahora, todavía existiría alguien con quien ver el final de la carrera, un testigo de su matrimonio, un eco del primer sí, un contrabalance permanente de los potenciales no que pulsan en cada forcejeo de la vieja, pues ahora ella parece olvidar que están juntos, y quiere desprenderse de su mano para insultar al guardavías y luego doblar por la esquina más oscura, alejándose del centro como quien da vuelta su reloj de arena para invertir la caída.
El guardavía continúa mirando la carrera pegado a su televisor portátil hasta que la vieja se cansa de gritarle y la esquina más oscura termina en una ancha avenida luminosa, transitada por desordenadas colas de vehículos que apresuran la marcha como si intentaran ganarle a la tormenta. Sobre la vereda repleta de puestos de comida desemboca, desde el puente de la estación de ferrocarril, un alud de oficinistas, señoras apretando sus carteras, madres que vuelven del shopping, chicos que sujetan del brazo sus monstruos de plástico, adolescentes escuchando mp3. Alguien ha muerto arrojándose sobre las vías y la locomotora no puede continuar. La figura ha emergido de la oscuridad de un baldío, se ha hecho visible por un segundo, emergiendo de la nada para entregarse a la máquina; y la máquina se ha entrelazado con el cuerpo hasta volverlo irreconocible, hasta regresarlo a la invisibilidad. La vieja se pregunta si en esos jirones de carne, alma y sombra no ha quedado algo de su marido, que ahora avanza detrás de ella sin la menor resistencia, dejándose llevar.
El fantasma despedazado de ese cuerpo también parece haberse distribuido en las miradas de muchos otros, que han presenciado el ritual más de una vez y comprenden cómo la máquina se apropia del grito, cómo la máquina se alimenta del grito silenciándolo, e intentan alejarse de ahí como insectos que suben entre hierros para evitar el radiador final. El vendedor de panchos es uno de ellos. Su cara cetrina, taciturna, ha recibido la noticia y, bloqueando el peligro, ha cerrado el entrecejo como un candado, con el esfuerzo de quien cierra una puerta tras la cual hay una escalera que sólo sirve para bajar. Y ahora, con el cabello negro desordenado por el viento ocultándole los ojos, levanta su puesto, agachado, acomodándose su jean roto sin mirar ni escuchar a la vieja, que se acerca con hambre y unas monedas encontradas en el saco del viejo. Todos los vendedores están haciendo lo mismo y en el doble corredor humano lo que estaba quieto de un lado y ahora se mueve, empieza a ser una amenaza, y los pasajeros del tren intentan apurar el paso sin saber hacia dónde porque esas figuras de piel oscura están en todas partes.
Los pasos errados construyen una suerte de universo torcido entrelazado al original, donde toda convención ha caído deshaciendo los límites entre un grupo y otro en un solo miasma de carne sudorosa, a causa del miedo o del trabajo, que fluye desbordando hacia el istmo de la avenida como arena que se estrecha antes de caer por el cuello de un gran reloj.
En las últimas caras que alcanza a ver, la vieja advierte intermitentes entrevisiones de un mundo travestido, rasgaduras que develan la subcapa del futuro. De lo visible a lo invisible media un paso. La multitud se une a los carritos de pochoclo, frena el avance de los autos y de los camiones, fecunda el interior de los colectivos. Inmersos en la niebla azufrosa de los caños de escape y en el tufo caliente de las parrillas, los cuerpos se pierden y se buscan cruzando de un sitio a otro. En cada entrecruzamiento existe la posibilidad de una salida; no para los dos viejos. Entre la muchedumbre de caucho, metal y altos cuerpos apretados, van resbalando hacia un horizonte de cintos flojos, botones faltantes, manos equívocas, realidades semihechas, abandonadas como despojos en el umbral de la trastienda de una fábrica de los cuerpos. En esa dimensión de media altura rebotan de un extremo a otro como el gusano que rueda dentro de una cebolla hueca. Pronto no alcanzan a diferenciar la vereda de la calle, un instante de otro instante, la luz de la oscuridad y comprenden que en ellos se ha vuelto permanente lo que para esas caras es algo momentáneo; ya no pueden verse ni ser vistos. Son la caricatura arrugada de Él y Ella desplazándose por dentro de la máquina de la Historia. Atraviesan maderas rotas, hierros oxidados, engranajes, humedades arcaicas, combustión de motores empujados por una mano somnolienta mientras la otra sube ciega con la palanca del conductor. Siguen adelante, tropiezan y caen manchados por la suela de los zapatos que intentan hacer equilibrio en el mundo de arriba. Junto a las mascotas olvidadas, por oler de cerca el suelo se van convirtiendo en el hocico de la especie. Huelen la ciudad y su aceite milenario. Caen hacia los reductos más profundos donde todos los olores desembocan en una napa indiferenciada. Caen afuera del sueño y la vigilia, y aún más abajo, afuera de la burbuja del fundamento, como si las narices exhaustas hubieran asomado al hueco exterior donde se vuelven superfluas. Quieren pertenecer, quieren pertenecer, pero junto a otros invisibles, marchan sus narices lentas desfondando la corriente. Para taparlos la ciudad cambia de forma como una bolsa de pegamento. Sobre el tremolar de los motores se encrespan oleadas de bocinazos, crecen salpicones de insultos gritos llamados, cubriendo la voz de Ella que intenta pedir permiso casi sin fuerzas, pero insistente y subterránea como el murmurar del viento. Apurate infeliz, le grita la mujer que va delante a su marido, y así Ella comprende que los tiempos han cambiado, que es el momento de recuperar a cualquier precio lo que por derecho le corresponde. Incluso si hay que empujar o patear tobillos, ha llegado el momento de abrirse camino hacia un sitio lleno de pasto, flores, lagunas y seres que nadan o se arrastran en espacios amplios y deliciosos, ha llegado el momento de la mujer.
Avanza el caballo troyano de sus cuerpos al compás de las patadas y los empujones de la vieja secundada por el viejo, varados en el umbral con madera dura, salpicando astillas de buena cepa.
Hay que recorrer las calles, hay que recorrerlas y desenterrarse del tumulto hasta poder verse otra vez la carne cenicienta de las caras. Pero la meseta humana avanza con ellos desplazando sus bordes como una tumba en un pantano. ¿A dónde vamos? pregunta enojado el viejo. Vamos a donde vamos, responde la vieja y continúa empujando hasta encontrar una pared y en la pared, un agujero. Por ahí se meten para separarse de la multitud que se abre esquivando ese lugar como si temieran salir de la ciudad. Se apartan del agujero mientras sienten que el viento les da otra vez en la cara y desaparecen bajo sus pies los últimos vestigios visuales del suelo. Durante un rato la secuencia de sus pasos bailotea entre montículos de basura, chapas y caños rotos que resuenan entre una y otra palabra de la discusión y luego, entre murmuraciones del viejo y chistidos de silencio de la vieja, que va comprendiendo su error, hasta que ya no quedan latas para patear, ni palabra para decir, sino apenas un suelo tan liso que resulta el peor de los obstáculos.
Y ambos se dan cuenta que caminan en la más completa negrura.
Avanzan, avanzan, contra el viento.
El viento es tan fuerte que les dificulta respirar y los obliga a girar la cara. Entonces, delante de los ojos presienten una porción más densa de la noche, algo agitado y más intenso que cualquier ráfaga golpeando contra los árboles, y más oculto que el agujero por donde se perdió la llave. Algo que podría durar siglos o un segundo. Aprietan la mano que nunca soltaron y advierten que, frente a frente, por primera vez se están mirando.
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