Otra versión del laberinto, de Nicolás Correa

Miró al frente. Sólo divisó tres hombres desarmados. Sabía cuál era el delito de cada uno. El primero, se había negado a entregar una quinta parte de sus bienes. El segundo, abandonó su puesto sin permiso, dejando un camino abierto al enemigo. El último, le ofreció un instante de placer a otro de los hombres que estaba a bordo. Así como entendía el delito de cada uno de esos tres hombres, era conocedora de cuáles eran los castigos para cada uno de ellos, ya que ella había escrito la ley: salvo el segundo, que no había reincidido en su falta, el resto era digno de muerte.
Los observó otra vez y solo pensó que sus mandatos siempre se cumplían con el rigor de la acción. Se apenó por ello. Desde que habían salido, no había podido limitarse más que a sus edictos. Por otro lado, eso era necesario. Una mujer se somete a la crueldad para evitar las sorpresas
Ordenó que los dejaran amarrados y pasaran la noche en cubierta. Ching se acostó con la misma incógnita que le ennegrecía el rostro todas las noches: ¿su ley mantenía el orden porque los hombres la comprendían o porque temían? Dibujó el laberinto que ella misma había diseñado y recordó la historia que Ho Kang, el viejo ciego, le había proferido sobre un laberinto en particular. Según el hombre, en una edad remota, había un sabio que se hacía nombrar con tal distinción, llamado Qin Pi. Este construyó un laberinto a la imagen y semejanza de la geometría divina. Copió el cielo estrellado que cada noche se posaba ante sí y lo tradujo en una construcción colosal que comprendió de setenta y siete muros y setenta y siete columnas. Para tal empresa tuvo que derribar una aldea por completo y utilizar mano de obra campesina, que sometió hasta la esclavitud. Durante siete años los esclavos arrearon grandes bloques de piedra y mostraron su lomo al sol, que parte en dos la tierra. Una tarde, uno de los arquitectos del laberinto subió a la torre elevada donde este sabio meditaba y le dijo:
—Señor Qin Pi, nuestros hombres están desgastados, las manos de algunos destrozadas, otros no se han levantado jamás del piso y los hay que huyen y mueren en el desierto de hambre o sed. Necesitamos una tregua.
El sabio, que se hacía nombrar de esa manera, se levantó y abrió una ventana que daba a un cielo, que empezaba a dejar ver algunas estrellas dada la caída de la noche. Apuntó con su mano hacia el sur y replicó:
—Si yo doy una tregua, quién sabe si mañana esa forma del laberinto no cambia de modo irremediable y todo debe empezar otra vez. Un solo movimiento de los astros y la misión sería en vano. La perfección estaría arruinada porque algunos hombres se cansan y otros se mueren.
Ambos hombres se quedaron mirando las estrellas, que aparecían una a una, casi temerosas, en el techo del mundo. El arquitecto volvió a hablar:
—Si nuestros hombres mueren, si los hijos de nuestros hombres mueren, si las mujeres de nuestros hombres mueren, ¿quién construirá su laberinto?
Qin Pi se dio vuelta y lanzó sus ojos sobre el arquitecto. Se tomó la barbilla y volvió a sentarse en el lugar donde el otro lo había encontrado.
—En las aldeas hay tantos hombres disponibles para el placer pero no para el trabajo divino. Les daré siete días de descanso para que se repongan. Mandaré a que les den alimento y cobijo para dichas jornadas.
El arquitecto salió contento del descanso que había conseguido para los trabajadores del laberinto. A los siete días, el arquitecto volvió para hablar con el sabio, que así hacía llamarse:
—Señor, los hombres han vuelto al trabajo, como habíamos pactado.
—Le recomiendo que se quede aquí, conmigo, hasta que anochezca, quiero mostrarle algo.
Al caer la noche y ponerse las estrellas, el sabio le mostró al arquitecto el cielo.
—¿Se da cuenta de lo que ha acontecido?
—No, señor.
—La geometría divina ha cambiado su forma. Ha habido un desplazamiento leve en uno de los trazos que va de Dòu al cinturón de Shen, eso influye en las siete constelaciones de Xúan Wô.
El arquitecto, tal vez cansado de tanta locura, se resolvió a responder:
—Vuelva al suelo la mirada, señor Qin Pi, pues para caminar seguro es bueno ver dónde las plantas se ponen.
El hombre no dijo más y se fue por las largas escaleras que lo llevaban a la tierra y más allá, a la construcción. El arquitecto después de cada mes de trabajo, subía a solicitar siete días de descanso, y siempre debía soportar que el sabio le mostrara cómo iba cambiando la ecuación de la geometría divina. Finalmente, al cabo de siete años, la edificación quedó terminada. El día que el sabio bajó a ver la obra descubrió que había muchos cadáveres apilados contra las paredes. Las aves carroñeras se disputaban los trozos de carne podrida. El olor infecto cercaba toda la atmósfera, aún así, el sabio estaba consternado por el logro. Se devolvió un pasaje del Libro de las mutaciones:
—Las cosas están en cambio continuo, por eso es necesario ordenarlas periódicamente. Es decir, la realidad se basa en la lucha entre el orden y el caos.
Los obreros y los arquitectos se habían ido después de finalizada la obra y estaba solo para contemplar aquél colosal diseño. No resistió la tentación y entró a su propio laberinto. Estuvo un día entero caminando por él. Contó las setenta y siete columnas y entendió que estaba en un error hacerlo, ya que no sabía si repetía las columnas o no. Los muros eran largos, inabarcables. También del lado de adentro había cadáveres pútridos desparramados por todos lados. Cuando quiso volver, porque tenía frío y hambre, se dio cuenta que era imposible hacerlo, estaba perdido. Esperó que la noche llegara y por medio de la geometría divina encontrar una salida pero fue en vano. El laberinto que había reproducido no era el mismo que dictaba el cielo. Qin Pi murió congelado con los ojos mirando al techo del mundo.
Ching se durmió pensando en el pesar de ese hombre, vio la muerte que lo cubría con el frío de la noche. Al otro día, ni bien se puso el sol, bajó a la cubierta y encontró a los tres hombres amarrados y completamente mojados. Ordenó que se ubicaran los tres en fila. Llamó al primero y repasó el motivo de su condena:
—Neso, reincidente. Culpable de negar tu quinta parte al botín general, sin tener en cuenta que esto, con el tiempo sería devuelto. Eres condenado a muerte.
Llamó al segundo que se arrastró hasta ella.
—Ko Chi, eres culpable por abandonar tu puesto pero es la primera vez, y se te concede otra oportunidad para la reflexión de esto. No obstante tendrás tu castigo. La reincidencia te llevará a la muerte.
Al fin llamó al último y le dijo:
—Sun Po, reincidente. Culpable de intentar comerciar tu cuerpo sin permiso alguno. Eres condenado a la pena de muerte.
A Ko Chi lo tomaron de los brazos y lo dejaron en medio de la cubierta. Un hombre fornido que sostenía una tenaza le puso una mano en la cabeza y le arrancó un pedazo de oreja derecha, luego siguió con la otra. El hombre cayó al suelo y se retorció del dolor manchando toda la cubierta. Los otros dos voltearon la cabeza sin dejar de pensar que era mejor la muerte a ese dolor. Ching giró para ver a los otros hombres, pero no sintió ese deseo de impartir la justicia que se había propuesto. Se dirigió hacia las escaleras que daban a la proa. Los hombres se miraron y por un segundo nadie de los presentes supo bien que hacer. La mujer subió las escaleras y se perdió de la vista de todos.
Durante unos minutos ella no quiso perderse en ese laberinto que también había construido. Miró al cielo, se apoyó en la barandilla y observó como el mar rompía contra la embarcación. Bajó a la cubierta y dijo que por ese día no iba a morir nadie, que en el próximo puerto dejarían a los dos hombres que habían quebrado la ley de los tripulantes.
El día fue una temporada que nunca había imaginado. Estaba conviviendo con esa otra mujer que había en ella. Volvió a recordar la historia de Qin y se contentó con su decisión.
En la noche mientras trataba de dormir, escuchó un griterío que cada vez se hacía más intenso. Escuchó pasos en el corredor que daba a su camarote. Tomó un puñal y se colocó detrás de la puerta, que se abrió de golpe. Un hombre entró buscándola con fusil. Ching, que a fuerza de años se había forjado valiente en una tripulación de hombres, le ganó la espalda con un cuchillazo, que le marcó un dibujo no menos pretencioso en la carne. Pensó que ya estaba dentro del laberinto y era imposible salir. Cerró la puerta y observó por una pequeña ventana hacia el pasillo. Nunca era cautiva de la desesperación. Observó las miradas de los hombres que, eran los muros de ese laberinto. Observó el brillo de varios cuchillos más, que la esperaban como si fueran las columnas mismas. Por un minuto la respiración de esos hombres y la de ella se hizo una. Alguna vez había sentido lastima por las mujeres que iban en las embarcaciones, de la vida que llevaban, de cómo eran tratadas. Imaginó lo que acontecería si la hacían prisionera. Ching sintió la presión que hicieron los hombres sin siquiera mover un músculo. Algunos hombres reían, otros hacían ruidos con los dientes y habían los que trataban de adelantarse para llegar primeros a ella. Ching se vio rodeada de manos y de piernas. Volvió a sentir la respiración, pero esta vez en un aliento caliente. Trabó la puerta y el centenar de hombres que la esperaba del otro lado no se inmutó. Sabían que no iba a escapar. La dama trajo unas palabras que Ho Kang, el viejo ciego, le había dicho una vez:
—No pongas en olvido que la clemencia es un atributo imperial y que sería presunción en un súbdito intentar asumirla. Sé cruel, sé justa, sé obedecida, sé victoriosa.
Justificó su laberinto con el pensamiento ennegrecido. Recordó esas historias donde el relato se detiene y lo fantástico irrumpe sobre la realidad. Vio por la ventana y volvió a divisar hombres que esperaban hacerse de ella. Se imaginó vencedora. La puerta cedió y lo último que se escuchó decir* fue lo siguiente:
—La vida es un laberinto extraño.
La puerta cedió y las manos cayeron sobre ella, lo que sigue es parte de otra historia.

*Las últimas palabras que pudo articular porque lo que siguió fue gritos de dolor.

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