Se continúa escribiendo porque ninguna obra, ningún libro ha producido en el alma de las personas su satisfacción plena. Una conjetura en absoluto desatinada, sobretodo si nos dejamos guiar por la cifra abrumadora de publicaciones que anualmente registra la Cámara Argentina del Libro. No se trata de un acontecimiento inexplicable, menos aún en la era de la reproducibilidad técnica, donde los modos de producción han transformado a los lectores en consumidores. “El conformismo oculta el mundo en el que se vive. Es un producto del miedo”, señaló en unos de sus ensayos Walter Benjamín. La historia no ha hecho más que darle la razón. Para la masa de los que escriben, nada sería más inadecuado que atentar contra la legibilidad de lo superficial.
Es sabido, la literatura atraviesa una etapa de crisis. Sin embargo del caos de esta hiperproducción surgen contadas obras que –a diferencia de la mayoría-, se desplazan a la busca de otro equilibrio narratológico. Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) rara vez beneficia la narración de sus historias con la mera información, ese barniz anecdótico que posee el periodismo disfrazado de literatura. En novelas como Los cautivos, Segundos afuera, Ciencias morales, o su reciente Cuentas pendientes (Anagrama) apuesta por una refuncionalización del narrador. Su propuesta consiste en un sutil trabajo de querer superar ciertos mecanismos narrativos para perfilar hacia otras perspectivas de la ficción. A fin de favorecer la claridad y sencillez del lenguaje; su estilo señala otra escritura, una que proporciona pautas operativas precisas. Existe en su obra un interés pertinaz por la conciencia de la voz narrativa. Por eso mismo la invención argumental no es tan potente como su interés por los rasgos formales y estructurales en que la novela se articula.
Así es como con Cuentas pendientes, al describir la rutina patética de Giménez, el protagonista de esta historia, el autor alcanza a trazar un cuadro verosímil del mundo burgués convirtiendo la ficción literaria en una especie de crónica de nuestro tiempo. La mayor originalidad de la novela radica en que para llegar a esa síntesis, Kohan realiza un leve y progresivo cambio del punto de vista del narrador, desplazándose de la tercera a la primera persona. En ese preciso momento de cambio, en ese intersticio casi imperceptible para el lector, florece la contundente audacia del libro. Una novela que se sitúa a contrapelo de la literatura light, aquella fuertemente enraizada en lo esperado.
-Tanto en novelas clásicas como Otra vuelta de tuerca, de Henry James o El buen soldado de Ford Madox Ford, Cuentas pendientes es un libro impecable en el manejo del punto de vista del narrador lo que posibilita una doble lectura. ¿Cómo fue ideada y escrita la novela?
-La novela fue pensada en parte desde ese procedimiento del narrador que primero se disimula y después entra en escena. Me parecía que en cierto modo la verdadera protagonista de Cuentas pendientes tenía que ser esa mirada: el rencor de esa mirada, su crueldad o su ensañamiento. Aunque el objeto de la mirada (la vida de Giménez, las desgracias que le suceden) deban llamar la atención del lector, en un punto lo que pensé que tenía que decidir el relato era en qué medida todo eso existía más que nada por esa mirada que lo hacia existir. Por eso el narrador, el punto de vista del narrador, requirieron tanta atención de mi parte.
-Sobretodo cuando debiste pasar su narración de tercera a primera persona. ¿Qué ventajas y desventajas creiste encontrar en cada una de ellas?
-Yo diría que depende de la trama, del tipo de personaje, de la relación que se quiera establecer entre la narración y el personaje. A veces conviene la distancia, a veces lo mejor es que haya cercanía pero aun con esa cercanía, una cierta exterioridad. Otras veces el mundo entero del relato tiene que existir tan sólo en una sola perspectiva. Hay que decidirlo cada vez. Lo que es ventaja en un caso puede ser desventaja en otro.
-Hay saña y humor negro en la mirada del narrador, sobretodo al describir detalladamente el estilo de vida patética y rutinaria que lleva Giménez junto a su mujer Elvira, y su casi centenaria (y senil) suegra, doña Irma. El infierno familiar.
-Un infierno modesto, ¿no? Ese que se juega en las cosas chiquitas de las que, de todas formas, puede ser completamente imposible salir. Una suma de pequeñas desgracias puede ser tan agobiante como una desgracia mayúscula. Pero creo que al mismo tiempo la saña del narrador termina iluminando una desgracia mayor que la de la vida del pobre Giménez: la desgracia de la imaginación absoluta. La imaginación como un padecimiento, no como un factor de liberación.
-Lo paradójico de Giménez es que a pesar de que la pérdida y el fracaso parecen acosarlo a toda hora, él no hace mucho por prevenirlos. ¿Se trata de mera indolencia o ineptitud resignada?
-Me parece que cualquier forma de resistencia o de esperanza supondría una reserva de energía y una ilusión de futuro que Giménez ya no puede tener. De ahí la idea de una desgracia total, absoluta, sin salida, que solamente un narrador sin contemplaciones ni piedad puede contar con una crudeza igualmente absoluta.
-En términos “literaturizables”, ¿el humor negro es sinónimo de grotesco?, ¿por qué?
-Según creo, grotesco viene de gruta, por lo que algo sombrío parece predisponer de por sí. Pero creo que hay formas del grotesco (el grotesco criollo, por lo pronto) que no necesariamente se cargan de la opresividad que yo traté de imponerle a Giménez, a partir de lo negro del humor que el narrador le inflige.
-Hay un ingenioso pasaje mantenido entre los dos personajes principales de la novela donde discuten la relevancia de las palabras en relación a sus tiempos verbales. ¿Cada punto de vista ofrece, a su vez, otras temporalidades narrativas?
-Me parece que sí, que es perfectamente posible enfocarlo así. Porque una deuda abre en principio una neta cuestión de temporalidades: un tiempo de espera, de un lado; y del otro lado una clase de tiempo diferente, esa que pretendería que tiempo es dinero. A la vez, las edades respectivas de los personajes abriría otra tensión de temporalidades distintas. Y finalmente, según creo, la idea de que el narrador en definitiva lo único que está queriendo hacer es matar el tiempo, o dilatarlo. Un tiempo más corto, pero también más urgente. No el de la vida entera, como podría pasarle a Giménez, pero sí el de la llegada de la noche, y en la noche esa escena indefectible que en el fondo el narrador quiere evitar como sea.
-¿Es éste uno de los libros estilísticamente más complejos que escribiste?, ¿tal vez el más autorreferencial?
-Si hay complejidad en lo que escribo, es porque me parece que la narración la necesita, que gana sentidos de esa manera. A eso se debe mi desconfianza respecto de la sencillez o de la linealidad, cuando presiento que son apenas una coartada para encubrir la falta de recursos y no verdaderas opciones estéticas. No creo que cierta exigencia formal tenga por qué ser expulsiva, creo que la alternativa opuesta (allanar, simplificar, facilitar) implica en verdad una fuerte subestimación hacia los lectores; como si se dijera: si hay complejidad no van a entender, no van a leer. Yo confío en la complejidad cuando es necesaria, porque confío en los lectores que no buscan los libros predigeridos, fáciles de devorar. Supongo que es una idea que se sostiene en todos los libros que escribí. Lo que sí puede decirse es que Cuentas pendientes es el más autorreferencial, porque efectivamente aquí avanzo hacia una figuración que remite a mí. Ocurre que tenía que aparecer un escritor en escena, pero no desde la solvencia o el prestigio, no para que hubiese algún brillo metaliterario en la novela, sino al revés: para el desdoro y la desubicación. Llegado a ese punto, consideré que si a algún escritor real podía remitir el escritor de la novela, ése tenía que ser yo mismo, o mejor dicho una figuración de mí. Si tenía que ridiculizar a un escritor, lo mejor es que se pareciera a mí mismo.
-Al presentar la novela en Barcelona, dijiste que cuando escribe "lo que no se dice tiene más peso que lo que se está explicitando".
-Bueno, es lo propio de cualquier experiencia de lectura, ¿no? Sobre todo de una lectura crítica, cuando se lee rastreando todo aquello que hace sentido. Ahí se vuelve evidente que todo lo que un texto dice resuena en lo que deja de decir, o al revés: que todo lo que un texto está callando se puede percibir en los resquicios de lo que se dice o se explicita. Y la fuerza que tiene todo aquello que forma parte de un texto pero por estar callado, presente pero en silencio, es en muchos casos mayor que la que puede llegar a adquirir lo que meramente se menciona. Uno puede tener en cuenta todo eso en el momento de escribir, y decidir zonas de sordina o de murmullos que van a quedar en segundo plano.
-¿Cuáles son los juicios que permiten decidir qué zonas ocultar?
-Trato de tener especial cuidado con las zonas de la representación política. Es ahí, justamente, donde la realidad cobra más peso, que a mi juicio hay que mitigar la referencialidad, aludir, insinuar. Es una zona que de por sí arrastra certezas, si es que no consignas, sentidos prefijados o hechos ya definidos en el mundo de los acontecimientos reales. Por eso mismo, para no verse sometida a esa exterioridad, la literatura tiene que imponer en esa zona en especial el poder de la ambigüedad, de decir con lo no dicho.
-El fantasma de la última dictadura militar se asoma en un discurso que hace Vilanova, un militar retirado, amigo de Giménez. Si bien se trata de una lectura tangencial de aquellos años, impacta por el tono efusivo de la indignación que irradia el personaje. ¿El pasado continúa siendo presente?
-El pasado que nos interpela continúa siendo presente: es el presente de esa interpelación. Llamarle a eso memoria no es errado, pero es insuficiente. Porque el asunto no se agota en la mirada retrospectiva. Lo que cuenta es el presente, y la vibración que en el presente un pasado puede tener. Los alegatos a favor del olvido pueden ser razonables en su exigencia de no quedarse siempre en el pasado; pero lo que en muchos casos no resuelven es qué se hace con ese pasado que todavía existe y es actual.
-Por momentos uno tiene la impresión que más allá de la historia que narra, el núcleo del relato es a su vez un retrato crítico de la burguesía, es decir la clase media argentina. Pienso en tus lecturas atentas de Marx y la Escuela de Fráncfort, sus autores: Benjamín, Adorno –a quien nombrás en el libro. ¿Es así?
-Podría ser leída así, perfectamente. No necesariamente lo pensé en esos términos, pero los términos en que yo lo pensé no tienen mayor importancia, lo que importa es que la idea ilumine el texto y en efecto funcione. Y a partir de lo que preguntás, advierto que ese conflicto puede estar en Cuentas pendientes. El conflicto de culturas como reyerta al interior de la pequeña burguesía un poco más o un poco menos ilustrada. No menos que el conflicto económico, que importa menos por su propia dimensión que por la potencia imaginativa que es capaz de desencadenar.
-El capítulo décimo de la novela donde Giménez lee los clasificados de un diario, dejando entrever la relación entre su modo de lectura y su forma de ser; está concebido con minucioso detallismo. ¿Lo desarrollaste únicamente para agregarle mayor hondura al realismo del protagonista?
-A mi entender en ese tramo hay incrustaciones de un discurso real, pero creo que no por eso hay realismo. En efecto: se trata de la lectura de un diario. Pero considero que el lenguaje queda tan enrarecido, mezcla de jergas y abreviaturas, con el agregado de la incomprensión de Giménez, que me parece que la realidad termina viéndose extrañada –al revés de lo que busca el realismo, que es el reconocimiento de lo representado.
-¿Sentís afinidades con la prosa de Juan José Saer y Sergio Chejfec?
-La afinidad con la prosa de Saer o de Chejfec, escritores a los que tanto admiro, es una ambición para mí, y aun una expresión de deseos.
-¿Qué escritores latinoamericanos recomendarías leer?
-Yo no recomiendo leer, pero puedo comentar mi entusiasmo por Juan Emar, Enrique Lihn, Mario Levrero, Roberto Bolaño, Alejandro Zambra, Álvaro Enrigue, Mario Bellatin, Guadalupe Nettel, Diamela Eltit, Daniel Galera.
-¿Qué opinión te merece la obra del colombiano Fernando Vallejo?
-Hay que agregarlo ya mismo a la lista precedente. Admiro la manera en que combina ternura con ferocidad.
-¿Cuáles son tus próximos proyectos?
-Acabo de terminar una novela que se llama Bahía Blanca. Terminar es un decir: falta pasarla a máquina todavía, y en ese trance se corrige bastante.
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