METANO (de Walter Iannelli), por Marina Arias

METANO
de Walter Iannelli
Paradiso, 2010
por Marina Arias

Días atrás, en un doloroso anochecer de domingo igual a tantos otros, fui parte de una mesa de cuentistas en la Feria del Libro en la que, a pesar de los esfuerzos desesperados de todos por encaminar la charla hacia algún sendero novedoso, se terminó debatiendo en torno a una cuestión, que, a esta altura de la soirée, es como preguntarse acerca del sexo de los ángeles: ¿qué es un cuento?


Una hora y media después salí hacia a la Avenida Sarmiento con un regusto amargo: una vez más los seguidores del cuento habíamos terminado defendiéndonos de la omnipresencia discursiva de la novela y quejándonos (¡una vez más!) del ninguneo del mercado al que no parecemos resignarnos.


Pero cuando llegué a mi casa, después de romper en mil pedacitos la hoja A4 en la que había punteado para la ocasión algunas ideas que finalmente habían resultado completamente estériles, abrí Metano, el libro de Ianelli que me había dado el editor de esta revista mientras entrábamos a la sala Villafañe: de tapas negras, lindísimo como todos los volúmenes de Paradiso, e ilustrado con una acuarela de Kandinsky.


Me tiré en la cama y, sin demasiadas ganas, arranqué por el primer cuento. Oh, sorpresa. Momento epifánico. Las siguientes cuatro horas, hasta que llegué a la última página del último cuento, el número 17 (“la desgracia” para los cabuleros, y no puedo evitar preguntarme si la cantidad será una mera casualidad, porque si hay algo que se filtra por entre estos relatos de Ianelli es eso, la desgracia) no pude despegar la nariz. Y como una paráfrasis de la poesía de Bécquer más trillada, se me presentizó una idea: “¿Qué es cuento?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul...”.


Siempre que sintamos imposible alcanzar una definición certera de nuestro género favorito, habrá ejemplos paradigmáticos a los que recurrir, como casi todos los cuentos que nos esperan en Metano. Cuentos redondos, en los que más allá del género específico –los hay simbólicos y cercanos al absurdo, como el propio Metano en el que la gente explota; los hay existencialmente costumbristas como Islas, que cierra el libro y es una de las mejores traducciones literarias con las que me he topado sobre lo que es la vivencia de la paternidad– se siente siempre la absoluta necesariedad de cada palabra y de cada acción de acuerdo a la propuesta particular de cada relato.


Como una suerte de heredero de la tradición cuentística vernácula, Ianelli sorprende con originales homenajes a Borges, como el genial Construcción de una muerte, guiños claramente cortazarianos como Los que vuelven a la casa de Javier o La vida a partir de Teresita, y hasta ecos de la literatura de Abelardo Castillo como es el caso de El rincón de las ánimas.


Los cuentos de Metano son como deben ser: soberbios. Porque un buen cuento –después de todo y por sobre cualquier tipo de debate infructuoso en la Feria del Libro– en definitiva no es otra cosa que un texto que, sin enunciarlo y en un tono que nunca deja de ser cómplice, nos susurra al oído: “lector, no sé si merecés que te cuente esto…. pero no puedo evitarlo… aquí vamos…”.

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