Entrevista a LEOPOLDO BRIZUELA (por Augusto Munaro)

Lisboa, una sinfonía narrativa



Resulta difícil vincular la obra del narrador y traductor Leopoldo Brizuela con la de algún escritor argentino. Más aún si se lo desea relacionar con aquellos de su generación. Nuestra tradición literaria ha demostrado ser indulgente con novelas breves en su extensión y en la mayoría de los casos, funcionales en su género. La invención de Morel, Cicatrices, El túnel, Ceremonia secreta; inclusive Los siete locos, no aspiran a la completa recreación de una época, es decir la del pensamiento y sentimiento de su tiempo. Apenas responden a los mecanismos formales de su trama, aquellos que vertebran su propia estructura, lo cual, por cierto, no es poco. Los motivos pueden ser explicables teniendo en cuenta que la extensión requiere inevitablemente mayores desafíos estilísticos para el escritor. Una concentración narrativa de esta índole exige un dominio equilibrado, un conocimiento profundo de los límites de su destreza como narrador. Razón por la cual pocas han superado las seiscientas páginas, y a su vez, desafiando al más temido de los jueces: el siempre fluctuante y caprichoso tiempo.

No obstante, ya desde Inglaterra (1999) Brizuela demostró que su destino literario sería análogo a esa prosa de vasto aliento, excesivo; casi insólito para estas mal acostumbradas latitudes. Lisboa. Un melodrama (Alfaguara), su última novela, confirma dicha habilidad compositiva, alcanzando su plenitud tras circunscribir un puñado de exiliados en la capital portuguesa–entre los que se destacan la mítica pareja de Tania y Enrique Santos Discépolo y la cantante de fados Amália Rodrígues-, a un mundo cuyas miserias materiales y morales reflejan los tiempos presentes.


Precisa en su arquitectura casi barroca, musical, la novela sondea un abismo: la pasión del amor y sus intersticios. Para ello, y con gradaciones que indican vigor emocional, Lisboa articula una prosa que no se desprende en su totalidad de la poesía. En su densa trama que transcurre en el decurso de apenas unas horas, el autor cubre circunstancias que forman parte de la existencia con sus asperezas, iluminaciones y titubeos sin abandonar la sostenida fuerza verbal; su poderoso e infatigable ritmo interior. Una escritura que nos acompaña como una melodía.


-Como se sabe, Ud. es un escritor obsesivo por el detalle, logrando un estilo personalísimo de escritura que, a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, se toma su tiempo en publicar sus obras. Entre Inglaterra y Lisboa, transcurrieron once años. ¿Cómo fue el trabajo que le demandó Lisboa?, ¿cuál fue su elaboración?


-Fueron cinco años: exactamente el tiempo que me había llevado Inglaterra, aunque Lisboa la dobla en extensión… Aunque el tiempo dedicado a ambas novelas, según veo, suele sorprender hoy, creo que es un tiempo razonable, y que por lo contrario suele ser poco razonable esa exigencia de la academia de escribir libros cortos y rapidos y del mercado, por lo que podríamos llamar la novela fast food. Sin contar que cuando escribía Inglaterra trabajaba como un loco en docencia; y cuando escribía Lisboa, si bien estaba dedicado completamente a la escritura, sí escribía –literalmente- una montaña de textos de circunstancia para ganarme la vida… Lo cierto es que, como con todos mis textos, escribí una primera versión muy rápida, con infinidad de errores y faltas, en cinco meses, entre Iowa y Villa Elisa, entre setiembre de 2003 y febrero del siguiente año… Fue, también como suele pasar, una etapa que mezcla exaltación, pasión y terror de que todo se frustre Lo que más quería era lograr, digamos, un esqueleto, una estructura sobre la cual, después, trabajar, rellenando, corrigiendo. Eso es lo que hice en los años siguientes. Ahora bien, en cuanto a lo que me preguntás sobre mi mismo, te puedo decir que fue un trabajo duro en términos afectivos; es una novela muy desesperada, en el fondo, que todo el tiempo enfoca una angustia límite para tratar de conjurarla… Aunque cifrado por hechos y personajes que poco tienen que ver, concretamente, con mi historia y mi vida, todo un lado muy secreto de mí salía a la luz y me hacía temblar pensando en lo que quien leyera diría de mí, según un terror muy arraigado de mí. Tan pronto terminé esa primera versión, por lo demás, murió mi padre, inaugurando uno de los períodos más negros de mi vida, lo que creo que la novela intuye… Así y todo, me aquerencié a tal punto con el mundo y los personajes que abandonar la redacción, darla a la imprenta, fue otro desgarro, y dio también pie a meses sumamente negros; pero cuando por fin tuve el libro conmigo, y lo coloqué en el estante junto a los otros, me dio una gran felicidad ver que en todos hay un mundo común, ya construido, fiel a lo que quería más allá de todas las metamorfosis personales y no a lo que quieren los demás…. Esa es la verdadera satisfacción que puede dar la literatura, yo creo. Haberse ganado un lugar en el oído del mundo, como decía Leda Valladares, Sin cambiar de voz.


-A menudo se ha dicho que el libro tuvo su génesis en un hecho autobiográfico. Episodios basados en un accidente que padeció su padre, maquinista de un barco petrolero.


-En realidad se trata de uno de esos modos imprevisibles en que la propia experiencia aparece, de pronto, cifrada en la escritura; un modo poderoso, sí, pero que por alguna razón tardé mucho en reconocer. Se trata de lo siguiente. A fines de mayo de 1968, un día cerca de la medianoche, mientras mi padre dormía en su camarote del petrolero Islas Orcadas, anclado en el puerto de Berisso, algo hizo que tomara fuego… Cuando despertó, por los gritos de los pocos compañeros que montaban guardia como él, se encontró con toda la cubierta y la planchada en llamas; sobre el agua misma había fuego, por el petróleo que flotaba… Era cuestión de minutos –mi padre sabía que un tanque vacío es infinitamente más peligroso, por su contenido de gases- y decidió escapar por la soga de amarre. Lo hizo, colgándose primero sólo con los brazos, y luego, “como los monos”, con brazos y piernas; tan pronto llegó al muelle, la explosión del barco lo catapultó unos cincuenta metros y le salvó la vida… Mientras tanto, mi madre y yo lo buscábamos en un autito diminuto, un NSU verde que ella frenaba a cada nueva explosión –porque otros dos barcos explotaron también… Yo recuerdo bien el cielo nublado y bajo, coloreado por las altísimas llamas… Lo miraba a través de la luneta trasera, porque iba acostado allí, debajo de la manta que me había abrigado en mi propia cama cuando mi madre me despertó, alertada por las explosiones… Reencontramos a mi padre muchas horas después. Muy bien. Cuando escribía Lisboa. Un melodrama, las escenas de desesperación ante una bomba que estalla en el barco Boa Esperan¡a, y la angustia de toda una noche conmocionada por los acontecimientos en el puerto, no me recordaban esa experiencia infantil, que, curiosamente, no recuerdo ni cuento con angustia; pero se me hizo obvio que la angustia que recorre el relato y todos los personajes proviene de allí, de esa vivencia límite de mi infancia, tan terrible como para no poderla procesar sino mucho después y gracias a la alquimia de la literatura.


-Tengo entendido que escribió el libro para poder comprender su propia experiencia amorosa, ¿por qué?


-Me cuesta entrar en detalles. Echando una mirada atrás, a los cuarenta años sentía que en mi historia había demasiado dolor; lo había sentido siempre, pero lo había aceptado, de alguna manera, como precio a pagar naturalmente por lo intenso de la pasión. Al mismo tiempo había sentido que el dolor de amor me enseñaba, que debía atender a ese fenómeno con toda mi inteligencia y mi escritura, porque él revelaba una esencia de la que nadie me había hablado. Durante mucho tiempo creí también que esa manera dolorosa de vivir el amor tenía que ver con la homosexualidad y con la imposibilidad de vivirla, por aquel entonces, de otra manera que no fuera la clandestinidad; a los cuarenta años, cuando hacía ya mucho tiempo que la había asumido ante los que me rodeaban, empecé a ver que el modo de vivir la pasión era común a todos, y que tenía una historia, una cultura. Por otro lado, había pasado gran parte de mi juventud explicándome los fracasos amorosos por mi propia ineptitud, sin darme cuenta que en buena medida esa ceguera se debía a la concepción del amor que había mamado menos en la literatura que en la canción popular, y menos en la canción que en mi propia familia, que usaba idénticas palabras y modismos, por ejemplos, para contar una tragedia amorosa sucedida en Ensenada (por lo demás, la generación de mis padres, que en la época de mi novela estaba en plena juventud, es terriblemente pudorosa, como todo prefreudiano, en esta materia).lA los cuarenta años, cuando el tiempo se acorta, puse todos mis esfuerzos en el cuestionamiento de ese modo de entender el amor, que, evidentemente, no había inventado yo; era el modo de amar de mis ancestros, de mis padres, ése en fin, que puede verse enunciado inmejorablemente en la canción popular latinoamericana y argentina de los años treinta y cuarenta, esto es, en el melodrama. De alguna manera, ahora que lo pienso, esa misma trayectoria siguen todos mis personajes, en Lisboa sobre todo: la pasión amorosa abre su conciencia a los males del mundo, y al cuestionamiento de éste. Por eso Amalia se pregunta si podrá cantar otra canción, y Discépolo y Tania la buscan también, desesperadamente.


-Si bien la historia se concentra en apenas una noche de fines de 1942, en la capital portuguesa, el libro se expande en un conjunto de historias simultáneas que se van focalizando en distintos momentos decisivos para la trama.


-Las elecciones estéticas que permiten la redacción de una novela no siempre se toman, digamos, concientemente. Me atrevería a decir, incluso, que es la propia ficción la que sugiere qué herramientas del oficio debe uno aplicar. Tan pronto tuve claras los núcleos narrativos de donde parte toda la historia, ella sola sugirió la forma del melodrama, un género que puede acoger la tragedia, claro que degradándola –lo que me parece muy adecuado a esta época; cuando percibí esa herencia trágica, tomé casi sin darme cuenta la idea de sus unidades de tiempo y lugar, que la novela cumple estrictamente, y la unidad de acción, ya que, más allá de sus varias líneas, puede decirse que todo sale de un solo conflicto y todo se resuelve en un solo desenlace. En este sentido, yo había estudiado el modo en que ciertos narradores del siglo XX adoptan pautas de la tragedia clásica en sus propias obras, como Sándor Márai del Ultimo Encuentro o la Flannery O´ Connor de sus últimos cuentos. Por lo demás, creo que, al momento de comenzar esta novela, en septiembre de 2003, y en las inmejorables condiciones que presta el Internacional Writing Program de la Universidad de Iowa, había en mi una necesidad de compresión, de unidad, de “desfragmentación” –esto es, de abandonar la escritura fragmentaria que venia trabajando hasta entonces, y apostar a un proyecto que fuera tuviera una unidad sola. Creo que en esto había una apuesta personal y política, convalidada, por así decirlo, por una situación social mucho más estable que en los años anteriores, en que los argentinos podíamos ya ambicionar logros más altos y perdurables que la mera ganancia del pan nuestro de cada día.


-No todos los personajes en su novela son ficcionales. ¿Por qué decidió incluir en el relato a Discépolo y Tania?


-Al menos desde Inglaterra, vengo usando personajes inspirados en personas que realmente existieron: Shakespeare, Ceferino Namuncurá, el naturalista Clemente Onelli, y, en Lisboa, estos que mencionas entre otros. La razón por la que los elijo, y por qué no se me ha cruzado siquiera la idea de “reemplazarlos” por personajes ficcionales con sus propias características es que, como se sabe, forman parte del paisaje cultural en que yo echo a andar el mecanismo de mis historias; así como en Lisboa existe el río Tejo y el Castelo de Sao Jorge, está, desde su debut por los años de mi novela, Amália Rodrigues –y es en ese paisaje donde el Cónsul Cantilo lleva adelante su gesta personal. En el caso de Tania y Discépolo, digamos, yo tenía el mismo interés que me había hecho fijarme en otros creadores: habían llegado más lejos que ningún otro artista, en su creación y en su género; y, lo que es lo mismo, habían callado, habían experimentado en su bloqueo final los límites de lo que podía ser dicho. Recomponer su biografía, entenderla, podía ser un modo de comprender qué no había podido decir una época –la época de la juventud de mis padres, nada menos- y me prometía quizás que yo podría decirlo. Pero quiero decir que, además, en lo personal, la extrañeza de ese binomio único me había llamado desde siempre la atención, como una verdadera unión de opuestos, sólo semejantes en la absoluta originalidad de sus destinos.


-¿Cuál es la importancia estética que posee la pasión en su obra?


-Una pregunta interesantísima, que nunca me hicieron. En realidad, cada vez que he dicho que, desde el final de Inglaterra, había querido escribir una novela sobre el amor, me refería, sí, a la pasión, a esa experiencia limítrofe de dolor y dicha. Por eso creo que elegí Portugal. Siempre me había llamado la atención, además, que en portugués “enamorarse” se llame “apaixonarse”; mientras que “namorar” tiene un sentido más leve, como de flirt. Además de escuchar fado, palabra que nombra a la vez a la canción amorosa de Lisboa y al destino (fatum), recuerdo haber leìdo con fervor las cartas de la Monja Portuguesa (desde entonces quizás perduraba en mí la idea de Portugal como un territorio en donde instalar una ficción que explorara su tema), y haber encontrado en ellas una frase que no sólo guió mi escritura sino mi propia vida:”Comprendí que me importabas menos que mi propia pasión.” Más cerca de la redacción de la novela, leí con igual exhaustividad, tomando notas, el Tratado de la pasión de Eugenio Trías, que considera ese fenómeno de la pasión como·un libro que se ha abierto en él, y en el que debe leer, digamos, para comprenderse. En fin. En mi escritura, como en mi vida, la pasión es sentida como un imperativo de vida o muerte: si no se la vive, si se la ahoga o desoye, no se es verdaderamente. Al mismo tiempo, es un imperativo inesperado, no sólo por la oportunidad sino por su propia naturaleza, que aterra; nada lo anuncia, ni se sabe muy bien en que consistirá vivirla; sólo se sabe que implica la ruptura con todo lo que nos rodea, con lo que se esperaba de nosotros dejar de ceder a su cobijo. De joven tomé la decisión de seguir la pasión, de este modo romántico; a los cuarenta años, cuando escribí Lisboa, quería cuestionar esta visión, o al menos la necesidad de vivir el amor de manera tan brutal y fatalista. Evidentemente esta manera de concebir la pasión me fue transmitida por la cultura, sobre todo la popular, de ahí que naturalmente, digamos, sin que mediara demasiada reflexión, elegí el melodrama como estética de la novela. Pero la elegí para cuestionarlo. Y sinceramente querría haber cambiado, como por un momento me hizo pensar la novela, cuando la terminé. Quisiera creer que es posible, hoy, un amor tranquilo, como aquel a que aspiraba Cazuza.


-¿Cómo desarrolló el personaje del cónsul argentino Eduardo Cantilo? Se lo pregunto por la llamativa verosimilitud con que lo narró tanto pública como íntimamente.


-Creo que el más vago antecedente del Cónsul lo encontré en la figura de Aristide Sousa Mendes, un ignoto Cónsul de Portugal en Toulouse que, durante el gran éxodo rumbo al sur de franceses ante el avance de los nazis en 1940, decide desobedecer a su gobierno y sellar indiscriminadamente pasaportes de judíos que querían refugiarse en Lisboa y pasar de allí a América, la tierra prometida. Esa desobediencia, que le ganó, por supuesto, la exoneración del cargo, y una celebridad póstuma empezó a hacerme pensar en las posibilidades de acción de las personas a las que se ha acordado muy poco o ningún poder, para cambiar el curso de la historia. En la novela está el caso del Cónsul Cantilo, quien, del mismo modo, decide contravenir las disposiciones del gobierno, y el caso de Ordoñez, que por lo contrario se niega a salvar vidas, lo que le sería muy fácil, simplemente porque no es capaz de desobedecer, o si querés decirlo así, de jugarse, de entregarse. Por otro lado, me influyó mucho la lectura de una novela de Graham Greene, el Cónsul Honorario, que leí casi por casualidad, estando en Corrientes, alojado –también por casualidad- en el mismo cuarto en que el escritor inglés vivió hacia 1960, tomando notas para dicha novela. Desde entonces Greene –a quien apenas si habia leído, y mal- me influyó mucho, es uno de mis grandes admirados, con su talento para la construcción de la trama y la encrucijada ética. Pero quizá el fondo del Cónsul Cantilo sea una anécdota de Manuel Mujica Láinez, que él nunca escribió en ninguna novela; estando en su escritorio del diario La Nación, recibió una llamada que le pedía a acudir a cierta dirección donde su padre acababa de morir de un ataque al corazón. Cuando MML llegó, encontró que tal dirección era la del domicilio de la amante de su padre, una amante de cuya existencia toda la familia podría haberse enterado fácilmente de no estar todos paralizados por una de esas típicas negaciones familiares: papá, decían, tiene los roperos en el Club de Armas, no viene sino los fines de semana a casa por que trabaja mucho, etc. “Si MML hubiera podido poner palabras a eso”, me dijo una vez Blas Matamoro, y no se me olvidó, toda su literatura hubiera sido otra. Yo hice crecer a mi Cónsul de un conflicto parecido, y ese conflicto convocó, claro, lo más profundo de mí. De hecho, creo que si su figura y su historia resultan convincentes, y a mí mismo me emocionan cuando las leo, es porque logró convocar en mí un lugar doloroso e incomodo. Aun cuando el Cónsul sea, aparentemente, el personaje más distinto de quien lo creó.


-Aquí, en esta novela la música es la propia materia que da cuerpo al hilo narrativo. La novela está articulada siguiendo una estructura musical. -La construcción de las frases, siguen un sentido musical muy preciso, alcanzando una cadencia de ritmo única. ¿Podríamos decir que Lisboa está compuesta a través de una prosa poética?


-Hay una idea de Borges: la literatura es una forma más compleja de la música, que me ayudó a definir mi modo de escribir. Vengo de una familia muy musical, y yo mismo quería ser pianista mucho antes de ser escritor; sin duda eso debe de haberme influido cuando empecé a escribir –y a leer, también: una de los aspectos que más determinan en mi elección de autores y libros es su musicalidad… Escribo como mis antepasados –ágrafos, analfabetos en su inmensa mayoría –cantarían en medio de su trabajo o en la intimidad de las cocinas… Voy componiendo las frases de acuerdo, no sólo con lo que quiero decir, sino con el “tono” que está definido en la primera línea,, con el ritmo que establecieron las primeras palabras, etc. Mi escritura es en realidad una partitura para la voz humana, la voz de un narrador que pueda leer ante un auditorio, o la voz de la mente del lector… Elijo palabras y su lugar en la frase no sólo por lo que dicen, sino por las características de su “masa sonora”, y en ese sentido mi prosa está muy próxima de las elecciones musicales que hacen todos los poetas. También hay un criterio musical, siempre, en la concepción de la estructura total de la obra, sobre todo en la alternancia de climas, ritmos, etc, a la manera de los movimientos de una sinfonía o el orden de las canciones que todo cantante elige para un recital o un disco. Pero en el caso de Lisboa, un melodrama, se da la particularidad de que es una novela que trata de música y músicos, o más específicamente, de la canción popular del siglo XX, que pasa por esa época por un momento de absoluto esplendor, quizá ya nunca recuperado, gracias a fenómenos que la novela se ocupa de relevar; el surgimiento del disco, de la radio, etc. Esos dos grandes cancioneros populares –el tango y el fado- me dieron a tal punto el clima de las escenas, que, una vez terminada, fue muy fácil poner, a cada capítulo, el titulo de uno u otro fado del repertorio de Amália. Un secreto homenaje a Antonio Lobo Antunes, que tituló con nombre de tangos cada capítulo de su novela “A morte de Carlos Gardel.”


-En su poemario Fado ya le dedicaba el libro, y en Lisboa, es uno de los personajes principales. ¿Qué significó en su vida Amália Rodríguez, la “Rainha do Fado”?


-Aunque conocí a Amália bastante tempranamente, nunca le presté verdadera atención hasta que vino a Buenos Aires, en lo que sería su última gira, aquejada como estaba secretamente por un cáncer; fue una experiencia única, esa ancianita toda vestida de negro que en todo el recital no se movió de un único lugar y cantaba, para un publico de emigrantes de su propia edad, canciones de amor que eran también la historia de una tierra. Todos cantaban con ella, y sobre todo, con el recuerdo de la que Amália había sido –la extraordinaria que hago aparecer en la novela. Esa ancianita cantaba una manera de entender el amor que era la mía por entonces –esa que luego quise cuestionar en la novela-; por eso desde entonces me apasioné por el fado, que además de su voz me descubrió un extraordinario tesoro de melodía y poesía, de un modo típicamente portuario en que es posible detectar la herencia árabe y el parentesco con el flamenco y el aliento a la vez épico y lírico de la lengua lusitana… En realidad, el fado era como yo, que también salgo de las mezclas de todas esas líneas –más algunas otras. Me escribí fugazmente con Amália, cuando le mandé, como una especie de homenaje, ese libro de poemas, que es en realidad un libro de canciones sin música, con la esperanza de que ella me dijera simplemente que, de haberse podido poner música a esos relatos en verso, ella los habría cantado… Poco después, murió. Decidí incorporar su historia en la novela por la misma razón que incorporé a Discépolo: porque la historia de Amália podría mostrar la razón de por qué no pudo romper la última cárcel que todo amante de la época sufría….


-En un pasaje de la novela, Ud. desarrolla una suerte de duelo musical que se da entre Tania vs. Amalia Rodriguez. En otras palabras, tango vs fado. ¿Se trata de dos modos antagónicos de sentimiento?


-No, por lo contrario, son modos análogos. Y mucho antes que yo, los cantantes que convertí en protagonistas de mi novela lo sintieron Amália contaba –y cuenta en mi novela- que concibió el sueño de ser cantante mirando las películas de Gardel, cuando todavía era una vendedora de naranjas por los muelles de Lisboa, y cantaba Silencio en la noche/ ya todo está en calma… sin saber qué decía… Discépolo y Tania estuvieron en Lisboa, que no les gustó nada, en 1935, pero admiraron el fado; y el encuentro entre Tania y Amalia se produjo mucho después, en los años sesenta, durante una gira europea de la primera –que había enviudado de Discépolo diez años atrás-; Tania quedó muy impresionada por la hondura del canto de Amália, y por la estructura del espectáculo que ofrecía en una casa de fados donde también se comía; tanto, que cuando volvió a Buenos Aires ella misma se decidió a abrir un local legendario, Cambalache, que bien puede considerarse el primer café concert de la ciudad… El inmenso maestro Lucio Demare se sentaba al piano mientras la gente tomaba un trago sabiendo que la Reina Viuda del Tango entraría en cualquier momento a cantar dos o tres temas. Lo cierto es que los dos géneros tienen en común un hondo romanticismo –en el sentido más serio de la palabra-, y un melodramatismo de clase y de época… Por lo tanto, no diría que hacer que una y otra cantante se escucharan fuera un ·”duelo” sino un reconocimiento de hermanos nacidos cada uno en una orilla del Atlántico, y en un hemisferio distinto del orbe; ese reconocimiento dramatiza, de alguna manera, el reconocimiento que yo mismo había hecho al escuchar por primera vez un fado, al sentir todo lo que un fado nombraba, de mi y de mi historia, en una forma de nombrar.

-Por el detallismo con que son narrados los hechos, por ejemplo aquellos acontecimientos ocurridos en el puerto, la estación de trenes, o en el nostálgico nightclub Gondarém, revelan una innegable inclinación por lo visual. ¿Construye los capítulos siguiendo la pulsión de las imágenes que surgen de su imaginación?


-Me sorprende un poco lo que me decís, porque durante una infancia y juventud en la “era de la imagen” tuve siempre una inclinación mucho mayor por la palabra escrita que, digamos, por el cine o la televisión. Creo que, como te dije hace un momento cada relato elige su forma, y este relato en especial, el de Lisboa, que evocaba ambientes de tango y fado, me exigió que lo desarrollara al modo del cine de los años treinta y cuarenta, tantas veces basado en canciones, y que yo consumí bastante en las “matinées como en el cine” de la televisión de los años 60. La forma de concebir escenarios y escenas, de disponer interrupciones y flashbacks, hasta el lenguaje que usan los personajes argentinos, y que no es en modo alguno el habla argentina de la época, etc, adeudan mucho a directores como Manuel Romero o Lucas Demare o Luis Saslavski, aunque tampoco fuera muy conciente. Cuando empecé a escribir la novela y sí fui conciente de esa forma, empecé a ver películas de la época que no había visto de chico, entre ellas las que filmó Discépolo –una en especial, Wunderbar, se desarrolla en un cabaret como el Gondarem, en donde Tania canta inolvidablemente Tormenta, en un escenario expresionista que yo reproduje en la novela. En cuanto a la manera de concebir la historia, sí, creo que en la mayoría de los casos al principio tengo sólo una imagen; al poner en movimiento esa imagen, se desencadena sola y naturalmente la acción de los personajes y de esta la trama; esta acción de los personajes también está construida ante todo como “lo que se ve” de los cuerpos que actúan, esto es, con imágenes visuales. Quizá el objetivo más profundo de ese “cuidado obsesivo” mío tiene que ver con la construcción de una escena hasta sus mínimos detalles, y estos detalles son visuales, en su mayoría; me cuesta mucho más, es cierto, dar imágenes olfativas, auditivas o gustativas…


-¿Hasta qué punto Tania fue una invención de Discépolo?

-Esta pregunta podría responderse en términos biograficos y en términos, digamos, filosóficos. Ambas pretensiones me exceden, pero puedo orientar a quien quiera pensarlos. La leyenda negra de Tania –que condice con la imagen de la mujer que presentan tantos tangos- asegura que el único talentoso era Discépolo, que sólo su manera absoluta, ciega e inocente de amar le habría hecho ver en ella a una artista. La leyenda negra sugiere, por tanto, que de no haber contado con Discépolo, Tania no hubiera llegado a nada.. La leyenda negra, en fin, sostiene que sí, Tania fue una invención de Discépolo, del mismo modo que se dice de Amelita Baltar que fue una invención de Piazzolla… Pero en el caso de Tania se agrega también el prejuicio de que ella usó a Discépolo aviesamente, sin importarle traicionarlo una y otra vez… lo que los propios tangos de Discépolo sugieren, esto hay que decirlo, de un modo tan impúdico como cuestionable. Mi novela trata de mostrar el vínculo entre ellos dos, seres tan excepcionales ambos, en su doble carácter de vinculo amoroso y artístico, de un modo más complejo, trascendiendo incluso los roles de “musa inspiradora” y “poeta” que también le adjudican algunos observadores… Su extraordinaria sociedad, al crearse y consolidarse por fuera de los prejuicios sociales, les permitió tener una experiencia nueva que a cada paso les permitía tomar un rumbo inesperado y revelador… Una sociedad de personas extraordinarias que se ayudan a sobrevivir en un ambiente tanático… Por otro lado, en términos si querés “filosóficos”, cabría preguntarse, como en cada historia de amor pero quizás más claramente en cualquiera, si “vemos” realmente al ser amado; o si sólo vemos en él algo que ya queremos ver, que nos enseñaron a ver… Y en verdad, cuando uno escucha los tangos de Discépolo, puede preguntarse si en verdad se animo a ver con quién estaba o si en verdad sólo vio en esa mujer tan rara y excepcional sólo lo que coincidía con sus prejuicios. Yo creo que la respuesta es intermedia: que Tania lo enamoró porque era, para él, sorprendente; que la amó porque lo desconcertaba; que él solo pudo sobrevivir hasta el año 51 gracias a la enorme positividad vital de Tania, a su alegría y su desprejuicio… Pero es obvio que también esa imprevisibilidad de Tania lo aterraba, y hasta, me atrevo a decir, lo avergonzaba un poco; llegaba a ser indigno, Discépolo, muy frecuentemente, de un amor tan extraordinario y fundante.

2 comentarios:

Gustavo Faigenbaum dijo...

Amigos,

He visto que han publicado en este blog una entrevista a Hebe Uhart. De la revista Oblogo nos interesa contactarla para solicitarle autorización para publicar un relato suyo. ¿Podrían enviarnos información de contacto de Hebe al email autores@oblogo.com? Gracias!

Leticia Yezzi dijo...

Hola Augusto, quería felicitarte por la entrevista a Brizuela que vi en Canal A', excelente entrevista, brillantes preguntas y un clima exquisito.
Y además quería saber...fuimos compañeros de la Facultad de Periodismo y Comunicación de la UNLP...? Creo que sí...
Un saludo!

Leticia Yezzi

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