de Raymond Carver
Anagrama, 2010
por Marina Arias
Me acuerdo perfectamente cómo descubrí a Carver. Fue en 1993. Yo tenía veinte años y todavía podía ir mucho al cine. Así fue que una tarde me metí a ver Ciudad de Ángeles (Shortcuts) de Robert Altman sin tener mucha idea de qué se trataba. Me acuerdo perfectamente de Chris Penn (¿cómo puede ser que ese tipo ya no esté en este mundo?) haciendo de ese hombre común que en medio de una sobremesa abúlica de matrimonios con hijos se escapa con su cumpa de la universidad a dar una vuelta en auto y termina asesinando salvajemente a una chica en medio de un paseo dominical. Me acuerdo de Andie MacDowell como esa mamá devota que de un momento a otro pasa de controlar todos los detalles de la fiesta de cumpleaños de su hijo a controlar sus signos vitales mientras espera que se despierte de algo que los médicos no pueden explicarle pero que se resisten a nombrar como “coma”. También me acuerdo perfectamente que Tom Waits, como siempre que aparece en la pantalla, le robaba la película a todos los actores.
Alguien (me acuerdo perfectamente quién pero no me dan ganas de nombrarlo, baste con decir que ya andaba por los treinta y yo creía que lo sabía todo) me explicó entonces que la película era coral porque estaba basada en relatos de Carver. Después me miró con suficiencia y buscó en su biblioteca ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?
Leí el libro de un tirón. Al principio los relatos me desorientaron. Todos empezaban y terminaban de golpe. Sin introducciones. Sin remates. Sin corolarios.
Me encantó.
Las razones de cada personaje para actuar como actuaban quedaban libradas al lector. Eran hombres y mujeres casi anónimos, desesperanzados y ahistóricos, no por ser ajenos a la historia -estaba clarísimo que eran los desperdicios del sueño americano- sino porque las circunstancias particulares que los habían llevado a la situación que estaban viviendo no eran explicadas por el narrador. Tampoco había reflexiones. El narrador simplemente nos entregaba una o dos escenas, a lo sumo una secuencia -y esta última palabra no es metafórica: la literatura de Carver siempre me pareció absolutamente cinematográfica- del continuo de una vida de la que uno no tenía ningún dato pero que podía reconstruir sin miedo a equivocarse.
Aquellos no eran tiempos de Internet, así que también tuve que recurrir a aquel sujeto que me prestó el libro para enterarme de que eso que me había impactado se llamaba “minimalismo”. Y de que había sido inventado por Carver. Hoy sé que a Carver no le gustaba que lo etiquetaran de ese modo pero de eso me enteré por las mías mucho después: en aquel entonces yo tenía veinte años y lo que hice fue adoptar inmediatamente el término a la hora de hablar de mis preferencias literarias. En poco tiempo leí el resto de sus libros y durante los siguientes diecisiete años me volví su devota.
Todo esto viene a cuento porque hace unos meses, gracias a la iniciativa de Tess Gallagher, su viuda, y al trabajo de William Stull y Maureen Carroll, llegó a las librerías Principiantes, la versión original de los cuentos que están en ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, antes de que pasaran por las manos de Gordon Lish, su editor (y a la sazón, el malo de la película para muchos, entre ellos Philip Roth, quien dijo que la obra de Carver fue “mutilada”).
(Lo de “original” merece un apartado y una pregunta cuasi existencial: ¿el original es el que el escritor escribió primero o el que conocimos primero los lectores?)
Ya antes de ir a la librería a buscar Principiantes me resultó sospechosa la diferencia entre los dos títulos. El de la edición de 1981 es una frase inolvidable que ha sido y es utilizada para titular todo tipo de cosas apelando a la complicidad del lector (es verdad que sería hora de ir aflojando un poco, hasta he llegado a ver a Marcelo Bonelli anunciando “¿De qué hablamos cuando hablamos de inflación?” ¡¡¡¿¿???!!!). El que conocemos recién ahora es tan anodino que no vale la pena intentar retenerlo en la memoria.
Lo incómodo es darse cuenta de que el memorable salió de la cabeza de Lish.
Con el libro flamante a la vista me llamó la atención que doblaba en cantidad de páginas al publicado en 1981: sabiendo que los cuentos eran los mismos diecisiete, no me pareció un buen indicio para el minimalismo carveriano y su economía de palabras.
Los siguientes tres días me dediqué a la lectura comparada entre los dos libros.
Horror de horrores.
No pude más que confirmar que el lema menos es más no es sólo un lugar común de la new age sino una decisión atinada en la creación artística: las 5000 palabras más de Principiantes sobran. Y mucho.
Sobran porque cuentan escenas de transición que no sólo no son importantes para los relatos sino que les restan fuerza y contundencia. Sobran porque justifican el presente de los personajes y de este modo nos los entregan acabados, cuando gran parte del placer literario que provocaba ¿De qué hablamos... estaba en la complicidad que uno sentía al sospechar los motivos posibles de cada protagonista.
Sobran porque fuerzan la extensión de varios relatos que piden a gritos que el escritor los abandone antes. Antes de desembocar en finales muchas veces distintos a los de ¿De qué hablamos… Y que siempre decepcionan: en Algo sencillo y bueno (a diferencia de en
La tarta de ¿De qué hablamos… ) no sólo nos enteramos que el nene finalmente se murió sino que el pastelero despiadado termina consolando a los padres. Un cuento que era sutil y preciso se convierte así en una entrega atrasada de La Película de la Semana de Canal 9.
Sobran porque en muchos casos ensucian las historias con un manto melodramático o las salpican con manchas de ternura. El relato “¿De qué hablamos…?” del libro del 81 nos regalaba una imagen epifánica del amor. El médico cuenta fríamente, al pasar, casi cínicamente, un caso que acaba de ver en el hospital en el que trabaja: una pareja de ancianos llega moribunda luego de ser chocados por un pendejo a toda velocidad, les salvan la vida de milagro, pero el viejo sigue deprimido porque los vendajes de la cabeza le impiden girar hacia la cama contigua. No puede ver a su esposa. Y el “ver” funciona literalmente.
En la versión que Lish no “editó”, el cuento se llama “Principiantes” y la anécdota más que crecer, engorda hasta transformarse en la cruzada de ese mismo médico y una enfermera que comienzan a ocuparse de llevar diariamente al viejo a tomar el té a la habitación de su esposa. Además nos deja tranquilos: los viejitos ya se han ido de alta y todo…Puaj.
El quid de la cuestión es que si estos defectos resultan evidentes es porque hemos leído la versión corregida (y a esta altura me pregunto si es válido hablar de corrección o estamos ante un caso de co-autoría) por Gordon Lish. Es cierto que el origen de ¿De qué hablamos…? son los relatos de Principiantes. ¿Pero qué habría sido de Carver sin la intervención de Lish? No lo sabremos nunca son certeza. ¿Es más factible un carverismo sin carver o un carverismo sin Lish?
Gran parte de las reseñas que han salido desde la publicación de Principiantes se esfuerzan en subrayar una y otra vez que los cuentos de Carver siguen siendo invalorables.
Yo creo que estamos ante la posibilidad de un debate en torno a la cuestión de la autoría y la edición que no deberíamos dejar pasar.
(Aunque primero tengo que recuperarme de la decepción y leer todos los relatos de Charles D’Ambrosio: “Lectora de mediana edad busca cuentista norteamericano para adorar. Requisito imprescindible: que no guarde originales sin editar. Minimalistas abstenerse”...)
5 comentarios:
Adorable tu nota. Honesta. También llegué a Carver por Altman, en un tiempo en que también disponía de (más) tiempo para el cine. ¿Conocés los últimos poemas de Carver? Librito de tapa negra, edición española por supuesto. Los poemas -con o sin tijera de su editor- soportan estoicamente la traducción gallega, lo que es toda una prueba de calidad.
Gracias, Guillermo! No, no leí los poemas, me voy a poner en campaña a ver si me sacan la amargura, jé, jé.
¿Alguna vez volverán las traducciones locales sin carros ni neveras, digo yo?
Saludos!
Gracias, Guillermo. No, no leí los poemas, me voy a poner en campaña a ver si me sacan la amargura, jé, jé.
¿Cuándo volverán las grandes traducciones locales sin coches en las aceras ni zumos en los refrigeradores, digo yo?
Saludos!
Soy una lectora irredenta y Carver (editado) ya había pasado por mis ojos, la verdad sin pena ni gloria.
Minimalismo y exactitud, Si. Pero nada que mi cabeza pudiera rumiar por horas.
Principiantes llego y ahora tengo escritor favorito nuevo, para mi, las páginas que tiene de mas no me explican las razones de nadie, por el contrario, me confunden porque la vida es así, es cruel y despiadada cuando quiere, pero sigue, y todavía hay panes calientes o viejos amigos que te palmean la espalda en el peor de los momentos.
Todo lo que para cualquier purista sobra en las historias, es lo que mi corazón- cabeza se quedaron rumiando y rumiando.
Con decirte que de "La tarta" ni me acordaba, sin embargo "algo sencillo y bueno" se ha quedado conmigo, espero, por muchos días y años y panes calientes y muertes abruptas
Hola!
Me ha gustado mucho tu visión del «asunto Carver». Especialmente por la sinceridad que transmites. En mi caso, no he sido tan valiente. Nunca he sido capaz de leer Principiantes, me he limitado a taparme los ojos y adorar a quien firma como Carver.
Saludos!
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