En El filo de Wenlock, una estudiante universitaria visita a un hombre rico en su casa, donde es invitada a cenar y luego de leer en voz alta. . . desnuda. "Y podría pedirle por favor que no cruce las piernas?", le dice a la estudiante antes de sentarse frente a ella. Esta escena, pintada por la vergüenza y el eros, con indicios de poder y depredación, termina sin ningún incidente aparente. Sólo más tarde la narradora llega a comprender que la violación, la humillación de la que nunca se recuperará, se encuentra en su falta de oposición a hacerle caso.
En Dimensiones, se produce un triple asesinato, pero este no es el tema principal. Munro tiene esa particularidad: nos da una muestra, un indicio de lo que puede ser la temática central de un relato, pero finalmente se termina disparando para otro lado. Y siempre sale airosa.
Mediante gestos menores o en gran escala, sus personajes se niegan a obedecer las convenciones y se revelan contra la autoridad. La joven madre de Pozos profundos continúa amamantando a su hijo de cinco meses a pesar de la desaprobación de su marido; en Cara, una de las únicas dos historias contadas desde una perspectiva masculina, la protesta de un personaje contra una separación forzada toma la forma de una auto mutilación. Y la narradora de Juego de niños, después de informarnos que los niños “son monstruosamente convencionales”, relata cómo ella y un amigo de la infancia transgredieron la propiedad y la vida humana.
En estos relatos como en otros que contiene Demasiada felicidad, el lector queda paralizado al darse cuenta de lo que realmente nos cuenta Munro. Y es inquietante descubrir que tan parecido a esas personas se puede llegar a ser.
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