de Zadie Smith
Salmandra, 2012
por Diego Gentile
Para Zadie Smith, la crítica es un placer corporal, no una operación de abstracción mental. La lectura, como comer, atiende a su voraz pero selectivo apetito. Ella no necesita nada para picar cuando ve una película, porque sus ojos se alimentan de las imágenes: Breve encuentro es, para ella, un trozo de inimitable queso Wensleydale Inglés. Los argumentos críticos en los que se involucra Smith son vitales y potencialmente violentos combates de lucha libre, y en un ensayo sobre Katharine Hepburn, recuerda que expulsó a dos amantes de la cama -en distintas ocasiones, debería explicar - porque no estaban de acuerdo con ella sobre la relación entre Hepburn y Spencer Tracy en La costilla de Adán.
Smith consume libros y películas, los absorbe, apoderándose de ellos con sus todos los sentidos agudos, ávidos. Cuando tenía 14 años, su madre le dio el libro de Zora Neale Hurston, Sus ojos miraban a Dios. El objetivo era aumentar la conciencia birracial de Zadie, aunque el resultado, vívidamente descrito en el primer ensayo de este volumen, fue más intenso y transformador. "Inhalé ese libro", recuerda Smith (como un enólogo, que lee a través de sus fosas nasales). Le tomó tres horas para terminar el volumen, y expresó su juicio crítico sobre el libro en un ataque de lágrimas de agradecimiento, en éxtasis. Cuando su madre la llamó para la cena, llevó el libro a la mesa, no porque tenía la intención de hablar de ello sino porque era en sí mismo una comida, que ofrece su comunión con la sangre nutritiva y el cuerpo de su autor.
Esta no es la manera en que los críticos se supone deben comportarse. El entusiasmo de Smith es casi chocante, ella rompe las reglas establecidas por los grises académicos universitarios, que asesinan los libros diseccionándolos, reduciendo poemas y novelas a textos que no son más que gruñidos de señales verbales, a veces tan oscuros como ellos y aún más aburridos. La lectura para Smith es ser capaz de cambiar de idea, de dar vida y su crítica tiene una urgencia misionera.
En un soberbio ensayo sobre Nabokov y Barthes, explora los reclamos que enfrentan escritor versus lector, teórico versus creador, reconociendo que la disputa se libra en su interior. Como estudiante, se deleitaba en la muerte del autor de Barthes, que licencia a los lectores a reescribir los textos y a utilizarlos libremente. Sin duda, esta práctica libertadora era preferible a la expectativa rígida de Nabokov acerca de que los lectores deben ser adoradores fieles del genio del autor. La experiencia de Smith como novelista la convenció, una vez más, para cambiar su mente y su ensayo restaura la fe en "la alianza difícil entre lector y escritor".
También habla de la obra de Ian McEwan, del narrador de Expiación, que se preocupa de que el arte no puede expiar los errores y los crímenes del arte, debido a que sus soluciones son ficticias e ilusorias. Smith no tiene esas dudas. Un autor, en su opinión, no es un dios nabokoviano despótico. Es un maravilloso comentario sobre la indeterminación del significado en Shakespeare, señala que "la idea de un genio literario es un regalo que nos damos a nosotros mismos, un espacio tan amplio que podemos jugar en él para siempre".
El Cambio es el tema de Smith a lo largo de esta colección de ensayos.
Por otra parte, Smith elogia la fluidez, otro nombre para la misma virtud. Ella encuentra esa fluidez en la gracia lánguida con la que Robert De Niro abre una puerta de la heladera en Mean Streets, en la "elástica" expresividad de Claire Danes in Shopgirl, frente a la "cara inmóvil, cerosa" de Botox de Steve Martin y en el atletismo de la prosa de Raymond Carver. Para un escritor, la fluidez es "el buen presagio final": si las palabras están saliendo, probablemente son buenas palabras. Su opuesto es la fijeza, una calcificación que fija la mente en piedra y prepara el cuerpo para el rigor mortis. Smith detecta esto en Wordsworth cuando reniega del idealismo revolucionario de su juventud, en el fanatismo de ancianos como Kingsley Amis y en el derrotismo de todos aquellos que, habiendo alcanzado la edad de 50 años, dejan de leer la ficción contemporánea.
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