de Sergio Ramírez
Alfaguara, 2011
por Miguel Ángel Gavilán
La fugitiva, última novela de Sergio Ramírez, recrea la vida de la escritora Amanda Solano. Tres voces femeninas, cada una a su manera, van desgranando, rencores y amores mediante, las andanzas de la protagonista. Se dibuja, a trazos groseros y conforme avanza el relato, un personaje cuyas búsquedas afectivas y culturales lo arrastraron a un perpetuo desarraigo que desembocó en un esperable olvido.
Ramírez no es ningún descubridor de historias. El planteo del poeta perdido, del intelectual cuya esencia aventurera y su vaivén ideológico lo engolosinan en empresas irreparablemente vacuas, no resulta para nada original dentro de la literatura. La incomodidad con el sistema social-amoroso-político nos retrotrae al más puro romanticismo, movimiento de fuerte repercusión en Latinoamérica y que parece reciclarse, a lo largo de la historia, a modo de refugio de falsos compromisos éticos y estéticos (El mundo está en mi contra, no me comprende: soy intelectual)
Los bajones en la producción novelística de Ramírez me desorientan. En Margarita, esta linda la mar (Premio Alfaguara 1998), este autor sostiene una historia interesante, donde critica acertadamente los excesos de un país descascarado por el autoritarismo, por la estupidez de un sector social alelado de preciosismos, que alentó dictaduras en actos públicos mientras declamaban partes de Azul o de Prosas profanas. En “Margarita,…” Rubén Darío, destruido por el alcohol y las deudas, arriba lleno de laureles a su patria, para recibir un homenaje. Sin embargo está viejo, enfermo y su condición de “faro” intelectual de exportación, comienza a apagarse. Junto con esto, la novela cuenta, salto temporal mediante, un fallido atentado contra Somoza. En la narración, las internas por mantener viva la imagen del poeta se contraponen con las otras internas, las de los guerrilleros por bajar al dictador. Dos figuras que derrapan sostenidas por un mismo hilo de coincidencias.
En Margarita,… Ramírez rescata, a través de Darío, la figura del genio criollo, quien debe inmolarse ante la vulgaridad del sistema, para liberar la mente de las masas hundidas en la “mulatez intelectual”, en “la chatura estética”. Sin desestimar la presencia de Rubén Darío como fundador de una estética, pienso que la visión de Ramírez se centra, más que en el fondo movilizador de la producción cultural rubendariana, en la superficialidad demagógica que fue, en definitiva, lo que arañó el sector social que lo alababa. A ese poeta idolatrado por el pueblo, se le deben tolerar los excesos más rastreros (borracheras dantescas, divismos patéticos e informalidades de principiante) por el sólo hecho de ser el mensajero de un parnaso adornado de cisnes y pieles exóticas, al que contados mortales arriban a fuerza de rebeldía, de inconformismo, de debacle. Por eso es un genio.
En La fugitiva, Ramírez retoma este tópico de la genialidad, pero con mucho menos éxito. En lugar de diagramar una historia mínima sobre una mujer (no más valiente que cualquier otra) que escribió en un tiempo donde las hembras sólo servían para apaciguar las iras de sus hombres, la impone como una precursora y más aún como una perseguida por “machos” perpetuamente calientes que la “empujaron” al abismo de su propia destrucción. Amanda Solano, la escritora que nunca publicó un libro, se convierte en genio derrotado y por eso mismo triunfante. ¿Su mérito? Tener un gusto obsesivo por los varones.
Como último recurso para darle vuelo a un libro que se cae de las manos y para hacer creíble una genialidad que se confunde con los caprichitos de una malcriada, Ramírez recurre a la fuga. Siguiendo el planteo romántico, el genio debe huir de un mundo hostil, que lo comprime y lo ahoga. La huida es ritual simbólico que fija al genio y lo colectiviza; a su vez, el genio se aflige en el escape para resguardar su conducta de “raro”. Darío escapa de una Europa de la que se creía habitante exclusivo; Amalia, de la incomprensión de su país (aunque nunca se aclare del todo qué tanto mal le hizo su país a esta señora para que debe huir como una acorralada)
La fugitiva resulta una novela desbalanceada, donde es evidente que entre las tres voces femeninas que organizan la memoria hay altisonancias que deforman el olvido y el rescate. La primera y la tercera voz, sobre todo esta (¿será Chavela Vargas?), se explayan desafiantes y arriesgan más que la segunda, donde la llorada envidia de una bibliotecaria se pierde en meandros lésbicos e impresionistas que aportan poco a la historia. Un alargue y nada más.
Ramírez defrauda y todo lo bueno de su novela de 1998, se escabulle en esta del 2011. Es uno más de los tantos escritores tropicales de la literatura latinoamericana que perduran con éxito. Sobreviven en su novela, a manotazos, estertores de un realismo mágico atildado que, en mezcolanza con cierta narrativa social de veta áspera (básicamente el realismo sucio norteamericano), tejen una entretenida maraña a caballo entre la crítica de género y la discusión política, en la que suele lucirse con una prosa sólida, esmerada, prolijita.
Conformémonos con eso.
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