AIRA SOBRE PIZARNIK: UNA LECTURA EN PROSA (I), por Ricardo Strafacce

AIRA SOBRE PIZARNIK: UNA LECTURA EN PROSA (Primera Parte)

por Ricardo Strafacce

 


I

César Aira publicó dos libros sobre Alejandra Pizarnik, los dos con el mismo título. El primero, quizás el más conocido, se titula Alejandra Pizarnik  y salió en 1998 en la colección “El Escribiente” de la editorial Beatriz Viterbo. Transcribe, resumidas y corregidas, cuatro charlas que Aira había dado en el Centro Cultural Rojas dos años antes, en 1996. El segundo se publicó en 2001 en la colección “Vidas literarias” de la editorial catalana Omega y se trata de una microbiografía (acompañada de una selección de textos de la autora). También se titula Alejandra Pizarnik.

Las primeras dos líneas de estos dos libros que se titulan Alejandra Pizarnik dicen lo mismo. Y lo dicen casi de la misma manera. “Flora Pizarnik era su verdadero nombre; ‘Alejandra’ fue una adopción de su adolescencia”, leemos en el libro de Beatriz Viterbo. “Alejandra Pizarnik empezó como Flora”, volvemos a leer en el libro de Omega.

Lo cual, si recordamos que uno de los libros se presenta como la aproximación crítica de Aira a la obra de Pizarnik y el otro como una microbiografía (además de la selección de textos), podría llevarnos a creer que uno de estos libros, el de la editorial Beatriz Viterbo, es el libro sobre la obra, y el otro, el de la editorial Omega, el libro sobre vida. O, simplificando al máximo, que uno es el libro sobre Alejandra y el otro el libro sobre Flora

Pero no. Y no por dos razones. Una: Aira escribe sobre la vida y sobre la obra en los dos libros. Dos: en el caso de Pizarnik la vida y la obra están entreveradas de tal modo que si  bien la primera (la vida) era indispensable para la existencia de la segunda (la obra) esta segunda (la obra) era la finalidad primordial de aquella primera (la vida). Sin vida, obviamente, no podía haber obra, pero sin obra no iba a haber vida. “Su personaje, es decir, su vida –dice Aira−, solo podía consumar su sentido si ella era una gran poeta (Omega,  p. 41).


II

El primer libro que publicó Pizarnik fue La tierra más ajena, una edición de autor que su padre, modesto pero próspero corredor de joyas, pagó en 1955. Fue firmado por su autora –que entonces tenía diecinueve años− como “Flora Alejandra Pizarnik”

El segundo libro, La última inocencia (1956), ya estaba firmado como “Alejandra Pizarnik”.

Según la lectura de Aira, “Alejandra Pizarnik” no fue un seudónimo de Flora Pizarnik. Ni siquiera un heterónimo. Fue mucho más. “Alejandra” fue el personaje que construyó Flora para escribir (no simplemente para firmar) la obra de Pizarnik e incluso para sostenerla después de la muerte.

Anotación margen: a poco de publicarse, La tierra más ajena se transformó en el libro más ajeno. Negado enseguida por su autora, después fue suprimido de antologías e, incluso, de alguna edición de sus obras completas.

 

III

“Alejandra”, entonces, fue un personaje construido por Flora no solo para firmar sino fundamentalmente para escribir la obra. En su artículo “El mito personal del escritor. César Aira y Alejandra Pizarnik”, incluido en el volumen colectivo Un arte Vulnerable. La biografía como forma, Analía Capdevila se pregunta con relación a la microbiografía incluida en el volumen de editorial Omega: “¿Cómo se escribe la vida de alguien que la construyó con premeditación y alevosía?” Y se contesta: “Doblando la apuesta […] La biografía de Aira podría llevar entonces por título De cómo Alejandra Pizarnik llegó a ser Alejandra Pizarnik” (p. 218)

Me permito una discrepancia. En lugar de decir De cómo Alejandra Pizarnik llegó a ser Alejandra Pizarnik yo prefiero decir De cómo Flora Pizarnik llegó a ser Alejandra Pizarnik

En efecto: Hasta el momento de publicar su primer libro nuestra poeta, todavía inédita, se llamaba Flora Pizarnik. Su primer libro (La tierra más ajena, 1955) lo firmó como “Flora Alejandra Pizarnik”; en el segundo (La última inocencia, 1956), ya era, no simplemente firmaba (en esto coincido con Capdevila), “Alejandra Pizarnik”.

Es decir: Flora Pizarnik (inédita) / Flora Alejandra Pizarnik (primer libro) / Alejandra Pizarnik (desde el segundo libro en adelante).

En ese pasaje de Flora a Flora Alejandra y de Flora Alejandra a Alejandra, en ese ser cada vez menos Flora y cada vez más Alejandra, en esa des-floración alejandrina empezó a construirse el personaje. Una de las primeras víctimas de esta transformación fue La tierra más ajena, aquel primer libro de 1955, cuando la autora “salía” (en realidad no saldría nunca) de la adolescencia, que, como se vio, sería desterrado de la obra. 

 

IV

La tierra más ajena es un libro sorprendente bueno”, y no solo para una joven de diecinueve años”, dice Aira (O. 35). Cabe preguntarse: ¿sorprendentemente para quién? La sorpresa, desde luego, es para quien, conociendo la obra posterior, lo lee con el prejuicio de que su autora lo ha descartado prematuramente.

Ahora bien: si el libro era bueno, ¿cuál era el problema? Aira explica que su único defecto era no adoptarse al futuro canon, un canon estricto hasta el agobio en restricciones léxicas y temáticas. Canon ajeno (proveniente del círculo de poetas invencionistas y surrealistas que Pizarnik empezó a frecuentar a poco de publicar su primer libro)  que adoptó rápidamente como propio, a punto tal que –nos dice Aira− en el segundo libro, publicado cuando su autora cumplía veinte años, ya estaba en pleno funcionamiento.

Contra lo que pudiera creerse, ese canon no provino, como en las vanguardias, de alguna fraternidad juvenil y rupturista que batallara contra el establishment literario. Todo lo contrario: sus camaradas fueron “viejos que levantaban la bandera de la juventud” (O. 39).

 

V.

Para entender este proceso, que Aira desmonta, es preciso volver a Flora. A La adolescente Flora Pizarnik que necesitaba, por razones “existenciales” (no “podía” trabajar ni estudiar y era mantenida por sus padres sin perspectivas de que eso cambiara nunca, padecía asma, insomnio, dolores crónicos de columna, todo lo cual requería la consecuente ingesta de pastillas: anfetaminas, analgésicos, somníferos), escribir poemas, y necesitaba además que los poemas fueran buenos.

En esa urgencia –si no se convertía en una poeta realmente buena su vida no tendría, literalmente, ninguna posibilidad de funcionar− Pizarnik se aferró a lo que tenía a mano. Era la década del ’50 y lo que la joven tenía a mano era el surrealismo. El surrealismo, muerto pero siempre redivivo, dice Aira, que le daba algo (una biblioteca exhaustiva y elegante, presidida por los dos adolescentes perfectos, dos cadáveres apropiadamente exquisitos, dos muertos juveniles: Rimbaud y Lautremont) y en el mismo acto le sacaba eso que le acababa de dar (tan exhaustiva era esa biblioteca, tan insuperable y definitiva que ya todo parecía haber sido escrito). Pero inmediatamente le daba otra cosa.

El surrealismo le daba un procedimiento –la escritura automática− cuya extensión absoluta del campo de los posibles prometía lo nuevo. El ejemplo clásico era la comparación de Lautremont que los surrealistas hicieron famosa: “Bello como el encuentro fortuito en una mesa de disección de un paraguas y una máquina de coser…”.

El problema –tremendo problema− era que en la dialéctica proceso/resultado, presente en toda producción artística, el surrealismo, por exigencias mismas del procedimiento de escritura automática, ponía todo el acento en el proceso y se desentendía del resultado. Más aún: el resultado no se podía mirar ni a hurtadillas, no se podía siquiera espiar por encima del hombro. El poeta surrealista era un Orfeo, no podía mirar hacia atrás. Y Pizarnik no podía desentenderse del resultado (necesitaba que sus poemas fueran perfectos).

La solución que encontró Pizarnik –dice Aira− fue reinventar el surrealismo desde adentro poniendo el yo crítico al mando del proceso de escritura automática. Pero entonces, ¿no terminaba haciendo lo contrario de lo que los surrealistas se proponían? De acuerdo, contesta Aira previendo esta objeción. Pero los surrealistas también terminaban haciendo lo contrario de lo que se proponían.

Este procedimiento invertido (la escritura automática con control de calidad), que además desplazaba la objetividad del azar por una subjetividad exacerbada (“un maniquí del yo”, B. V., 17), sumado, o restado, a las restricciones léxicas y temáticas (una combinatoria de fugas, islas, náufragas, niñas, mendigas, espejos, albas, noches, sombras, extravíos, ahogadas, bosques, espejos, etc.) que le imponía el canon de su entorno social fueron contemporáneos a la creación del personaje “alejandrino” (insomne, sombrío, perpetuamente juvenil). Bajarlía, Orozco, Aguirre, Molina y los demás poetas de esa generación y esas escuelas (invencionistas, surrealistas) que la rodearon no eran jóvenes –recuerda Aira− y vivían apacibles vidas burguesas. “Pizarnik, con su cultivado aire de adolescente definitiva, su falta de empleo y sus vagas promesas de autodestrucción fue adoptada por todos ellos con entusiasmo unánime. (Todos la sobrevivieron y ninguno dejó pasar la ocasión de dedicarle un poema a su cadáver.)” O, 23.

En ese marco (intensa vida sociopoética, dependencia económica familiar, pastillas, insomnios, depresiones y euforias) llegaron su tercer libro (Las aventuras perdidas, 1958), el iniciático viaje a Europa pagado a regañadientes por el padre y, en 1962, Árbol de Diana, su gran obra, la que la consagró como la gran poeta argentina.

Si entiendo bien la lectura de Aira, es este el momento de volver a La tierra más ajena, aquel libro de la adolescencia del que su autora  renegó.

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