Guayacanal funciona como
historia íntima, una construcción hecha tanto de recuerdos familiares como de
la historia de un país. Es el punto fundacional de su familia, y de la Colombia
que, un siglo más tarde, es la que hoy se conoce. Si bien el registro del
relato está alejado del ensayo, se puede notar la mirada sociológica e
histórica del autor.
Como ejemplo, baste
el dato de que el bisabuelo compró la tierra donde se desarrolló su familia,
pagándola con el oro robado de las tumbas de los indios. De ese espolio, la
familia tuvo dónde procrearse y crecer.
Serán sesenta años
familiares y del crecimiento de Colombia los que abarcará la novela. Ese
crecimiento y desarrollo contiene diferentes contratiempos, accidentes, y
violencia, propios de quienes colonizan una tierra. Como bien lo describe
Ospina, Colombia de ese entonces (por qué no de ahora también) “era una fábrica
de huérfanos”.
La novela también
está atravesada por una inclinación a la nostalgia por los valores perdidos de
una sociedad que parece lejana, imposible. Es la misma nostalgia con la que
relata sus orígenes familiares, una nostalgia risueña, caribeña, alejada del
lamento deprimente típico del Rio de la Plata.
En definitiva, Guayacanal es una invocación a los
muertos familiares, personajes discretos y grises, que sin embargo moldearon la
existencia de quienes construyeron, poco a poco, una nación.
Personajes que, de
no haber sido rescatados en este libro, hoy serían sólo polvo, o menos que eso.
Como bien nos advierte el autor sobre el final, “Este
libro es una novela. Todo lo que se cuenta en él, si fue verdad alguna vez,
ahora es un sueño, y todos cuantos habitamos en él seremos sueños.”
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