I.
Como se vio en la primera parte de este
artículo, el repudio de La tierra más
ajena (1955) por parte de su autora –que lo había firmado como “Flora
Alejandra Pizarnik”− fue simultáneo con el abandono definitivo de su nombre
real (Flora) y la adopción de un nombre imaginario (“Alejandra”). No se trató,
dijimos, de la elección de un seudónimo sino de la creación de un personaje
capaz de escribir esa obra que, por necesidades “existenciales”, le era
imperativo escribir. Así, La última
inocencia (1956), el segundo libro, fue firmado como “Alejandra Pizarnik”,
igual que el tercero, Las aventuras
perdidas (1958) y todos los que le siguieron.
Con respecto a este cambio de nombre, dice
Aira: “Hoy día ‘Flora’ nos resulta más sugerente y eufónico que ‘Alejandra’,
que terminó vulgarizándose demasiado”. Y agrega: “Sábato le pondría una lápida
difícil de levantar con su personaje quintaesencialmente ‘alejandrino’” (O. 15)
Esta última alusión tiene como referencia la
novela de Ernesto Sábato Sobre héroes y
tumbas, de 1961, cuya protagonista –frágil, nocturna, angustiada y, según
sugiere la novela, involucrada en una relación incestuosa− se llama, precisamente,
Alejandra (Vidal Olmos). Si se cambia el incesto por lo que en ese entonces era
una elección sexual “escandalosa” como la lésbica, las correspondencias son
casi totales.
Para terminar con este tema del nombre y ya sin
ninguna responsabilidad de Aira, no resisto la tentación de señalar una
puerilidad. El famoso poema, incluido en La
última inocencia, titulado, falazmente, “Solo un nombre” dice:
Alejandra, Alejandra
debajo
estoy yo
Alejandra
¿Solo un nombre? ¿Decir que la que está abajo, la que habla con artes de ventriloquía, es Flora sería entrar en el juego de Pizarnik?
Únicamente Aira es inmune a estas sirenas.
II.
Porque Aira lee en prosa. Y esa “prosificación”
opera en dos frentes, sobre el libro “malo” (La tierra más ajena) y sobre el libro “bueno” (Árbol de Diana).
En primer lugar, su lectura se sustrae al
encantamiento que esa poesía propone (niñas, viajeras, espejos, mendigas,
insomnios, ensueños, albas, noches, etc.) y va a buscar en aquel primer libro que
la autora repudió las razones del repudio.
En esa búsqueda aparece el poema “Días contra
el ensueño”[1],
y en él, además de “imágenes algo imprudentes que se prestan a la broma”,
surgen “expresiones intrusas” como, por ejemplo, en el verso “al final la
alpargata se deshilacha” [O. 36]. “Para su autora –dice Aira [O. 38]−, el
problema insuperable de La tierra más
ajena estuvo en haber sido publicado antes de entrar en el círculo social
en el que viviría en adelante, es decir, antes de saber qué estaba permitido
decir y qué no” . En ese círculo, lógicamente, no estaba permitido decir, o,
más ajustadamente, no estaba permitido escribir,
cosas como “alpargata”.
Lo que estaba y lo que no estaba permitido escribir,
imposición ajena que Pizarnik aceptó enseguida como propia, implicaba una
restricción léxica y temática que terminaría por ser agobiante. Con respecto a
uno y otro carácter de estas restricciones, ya vimos que Pizarnik no formó
parte de una vanguardia juvenil sino que fue adoptada, al decir de Aira, por
“viejos que levantaban la bandera de la juventud” [O. 39].
Este acogimiento poco menos que parental tenía
su aspecto opresivo, casi de comisariato estético. A este respecto, es notable
el relato aireano de la edición en junio de 1965 de Los trabajos y las noches. El libro salió con un collage de Roberto
Aizemberg y un texto de Enrique Molina en la contratapa. Olga Orozco leyó en la
presentación. Este era, dice Aira, el trío ortodoxamente surrealista y
prestigioso que rodeaba a Pizarnik. Y cita la contratapa de Enrique Molina: la
autora, decía Molina, “sale indemne de
esas asechanzas que consisten en abrir las puertas del poema a notaciones de
mero valor informativo”. A estas restricciones, dice Aira, se sometieron todos
ellos (los poetas del grupo surrealista que acogieron, y rodearon, a Pizarnik) y
las dirigieron como un mandato hacia ella.
III.
Ese mandato hacia
Pizarnik era, de alguna manera, un mandato contra
Pizarnik. Y no es que Aira tenga una opinión adversa de Molina, Orozco o
incluso de Raúl Gustavo Aguirre, al contrario. Basta consultar su Diccionario de Autores Latinoamericanos
para comprobar cuánto aprecia a estos poetas, sobre todo al primero. Lo que ocurre
es que, según la lectura de Aira, en la autora de Los trabajos y las noches “la pureza era un concepto excesivo, que
incorporaba su propio exceso” [O. 86]. Además de que la combinatoria de
palabras y temas “poéticos” (fugas, islas, náufragas, niñas, mendigas, espejos,
albas, noches, sombras, extravíos, ahogadas, bosques, espejos, etc.)
necesariamente tenía que agotarse, la exigencia misma hacía imposible la vida.
Dice Aira: “En última instancia, la pureza, que prohíbe toda mezcla, prohíbe la
mezcla de Vida y Poesía. La misma pureza que mandaba fundirlas y prometía la
fusión, las separa y termina haciendo imposible la vida”. [O. 86]
Con frecuencia, con demasiada frecuencia
quizás, los comentarios, las críticas, las reseñas sobre poesía se mimetizan
con su objeto y adoptan un estilo… “poético”. Como si la extrema condensación
del género no permitiera frente al texto poético otra actitud que la glosa, la
copia, la variada digavación.
La poesía de Pizarnik parece especialmente apta
para generar perplejidades y balbuceos. Dice
Aira: “Casi todo lo que se escribe sobre ella está lleno de ‘pequeña náufraga’,
‘niña extraviada’, ‘estatua deshabitada de sí misma’ y cosas por el estilo”. [BV,
9]
Aira no se conmueve. O sí, pero lee en prosa.
Toma la distancia crítica necesaria. Acompañarlo en esta aventura, leer su
lectura, puede resultar un paseo peligroso. Podríamos quedarnos sin nada.
Porque la lectura de Aira “despoetiza” la obra y desmitifica la vida de
Pizarnik.
IV.
Dijimos que la lectura en prosa operaba en dos
frentes. Por una parte, sostiene que La
tierra más ajena, el libro repudiado por su autora, excluido de las antologías e, incluso, expulsado de alguna edición
de las “Obras Completas”, es sorprendentemente bueno. Por otra, veremos
enseguida que disecciona, como en una
mesa de disección junto a una paraguas, una máquina de coser y una alpargata, Árbol de Diana, el libro considerado
por la mayoría de la crítica el punto más alto de esa obra.
Primer poema de Árbol de Diana:
He dado el
salto de mí al alba.
He dejado
mi cuerpo junto a la luz
y he cantado la tristeza de lo que nace.
Para comentar este poema, Aira recurre a una paráfrasis de la frase de Lautremont que los surrealistas hicieron famosa: “Bello como el encuentro fortuito en una mesa de disección de un paraguas y una máquina de coser”. [BV, 56]
Primer verso:
He dado el salto de mí al alba
Aira: “Bello como el encuentro fortuito de la primera persona del singular y un fenómeno atmosférico”.
Segundo verso:
He dejado mi cuerpo junto a la luz
Aira: “Acá está el desdoblamiento clásico, el alma que abandona el cuerpo y parte en alguna misión”
Tercer verso
y he cantado la tristeza de lo que nace.
Aira: “Pero el último verso retoma la vuelta de tuerca anunciada en el primero por la primera persona y por el ‘salto’ de la máxima extensión, y propone la actividad poética (‘He cantado’) como actividad de un sujeto dislocado, en una topografía irracional. Es una especie de gimnasia trascendental”.
Parece una falta de respeto. El alba −¡Nada menos!− no es la orilla del día, o de la noche, el puerto del insomne o la derrota de las sombras, nada eso. Es un mero fenómeno atmosférico. El alma −¿hay algo más “poético” que el alma?− parte en “alguna misión”, como si fuera un agente secreto. El abandono del cuerpo, el canto, el salto, la luz, la tristeza y, en fin, todo lo “poético” del poema queda reducido a la categoría de gimnasia trascendental.
V.
Aira considera a Alejandra Pizarnik no solo una
gran poeta sino la última y la mejor, un lujo, uno de los pocos lujos, de la
literatura argentina. Pero su lectura, que procura alejarla de las
“identificaciones carnavalescas” [BV 30], es macedonial (“¡Lo que sufrí cuando
no sabía si una página brillante pertenecía a la última novela mala o a la
primera buena!”, se lee en Museo de la
novela de la Eterna), en la medida en que disuelve las categorías de libro
“bueno” (Árbol de Diana) y libro
“malo” (La tierra más ajena) en las
restricciones léxicas y temáticas que imponía una determinada configuración
socio-literaria (el gusto de los surrealistas argentinos de la década del ’50).
También es una lectura borgeana. Éticamente borgeana
(“A un caballero solo pueden interesarle causas perdidas”), porque toma el
partido del más débil (La tierra más
ajena) y desrealiza, prosificando su lectura, a aquel libro (Árbol de Diana) críticamente intocable,
aquel libro que se considera el non plus
ultra de la pureza poética. [2]
[1] No querer blancos rodando / en planta movible. /
No querer voces robando / semillosas arqueadas aéreas, / No querer vivir mil
oxígenos / nimias cruzadas al cielo. / No querer trasladar mi curva / sin
encerar la hoja actual. / No querer vencer al imán / al final la alpargata se
deshilacha. / No querer tocar abstractos / llegar a mi último pelo marrón. / No
querer vencer colas blandas / los árboles sitúan las hojas. No querer traer sin
caos / portátiles vocablos.
[2] Este trabajo se basa en mi intervención −oral− en las jornadas del cela dirigidas por Martín Prieto con la coordinación de Nieves Batisttoni el 20 de agosto de 2021 bajo la consigna “César Aira, lector de literatura argentina”.
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