Leí Los elementales de Michael McDowell (1950-1999), traducción de Teresa Arijón y publicado entre nosotros por La Bestia Equilátera.
Este
profesor con aspecto de guardafaro o ballenero de Nueva Inglaterra (como lo
presenta Douglas E. Winter) escribió los guiones de Beetlejuice (1987), El
extraño mundo de Jack (1993) y Thinner (1996) pero, más allá de la fama
alcanzada en el mundo del cine, era una las voces más reconocidas en el
segmento de novelas de bolsillo. Para Stephen King era el mejor en ese campo,
logrando un gótico sureño muy particular, con todos los manierismos del
subgénero más una deriva hacia un terror sobrenatural. Lamentablemente, la
enfermedad de la época se lo llevó muy joven.
Los
elementales es su libro más celebrado. La novela abre el juego
con un epígrafe de Thomas Browne donde se censura la habitual estafa del Diablo,
quien nos persuade de mirar para otro lado cuando se suceden apariciones que
confirman su obrar maligno. Es mejor echarle la culpa al engaño de los sentidos
o a una imaginación ociosa antes que admitir la intervención diabólica. Ese embuste
triunfal nos hace recordar la frase de Keyser Söser: "El mayor truco del
diablo fue convencer al mundo de que no existía". No en vano el libro de
Browne se llama De los Errores Vulgares.
El
epígrafe nos da, entonces, el marco desde donde se va a contar la historia. En
efecto, la novela se estructura en torno a esa errada superstición de la gente
común y, sobre todo, sus consecuencias: el horror existe, se manifiesta.
Hacemos muy mal en ignorar las llamadas del horror.
¿Y
quiénes son estos incautos que eluden las señales que ratifican las acechanzas
del Mal? Por supuesto que una familia porque, para McDowell, los vínculos familiares
te atraviesan como si fueran una viga clavada en la cabeza de cada uno de sus
miembros. No lo digo yo, lo dice él. Y para que no queden dudas afirma que la
familia es la pesadilla americana.
Justamente,
en Los elementales atestiguamos el devenir de dos familias sureñas, en
este caso, de Alabama que se conducen como si fueran una sola con hijos de la
una, casados con hijas de la otra, toda una vida viviendo en casas contiguas
tanto en la ciudad como en las residencias de verano y un destino común en el
cementerio local. Este gran colectivo se compone de matronas omnipresentes y
malvadas, esposos poderosos que coquetean con la política, hijos e hijas con
patologías diversas y relaciones tóxicas, una nieta lúcida y asombrada, y como
siempre, la silente pero poderosa servidumbre y su parlamento con lo oculto. Pero
sin dudas que me falta nombrar el personaje central: el paisaje. Tres casas
iguales en las solitarias playas de Alabama. Tres casas que el rigor estival
aísla aún más. Dos casas habitables. Y una tercera, habitada.
La novela arranca con el funeral de una
de las matriarcas y la necesidad de observar un ritual por demás de anómalo
como parte del servicio religioso. La idea de pasar el duelo en las casas de
verano moviliza a ambas familias hacia la costa. El viaje serpenteando las
olas, entre la playa y la laguna interior es también una zambullida en el
vientre del mal. Mientras la familia desgrana sus rencores, miserias y claudicaciones,
la progresión de lo maligno se va solapando hasta cobrar un vértigo que te deja
boquiabierto.
En nota aparte, me gustaría destacar los diálogos
estructurados de una forma admirable y que logran mostrar a los personajes
mucho más que cualquier descripción. El oficio de guionista aporta un detalle
que se aprecia. Y otra cualidad distintiva es el ácido sentido del humor que
perfuma un escenario decadente, banal y ciertamente, tóxico…
McDowell se luce con su oficio de
contador de historias. Y, sobre todo, por su pericia para asustar. Y eso que escribir
para la posteridad le parecía un error y no le incomodaba ser tachado como escritor
comercial. Sin embargo, su obra se conserva y agiganta pues, de forma
simple pero contundente, logra dialogar con los miedos de cada lector. Que de
eso se trata, en definitiva, el secreto de escribir género.
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