INCISIONES
por Ricardo Baduell
Los juicios sobre la poesía
tienen más valor que la poesía.
Los sentimientos son la forma de razonamiento
más incompleta que se pueda imaginar.
Lautréamont, Poesías
Momento de
una fuerza
Una idea es algo que se sustrae a la opinión
pública antes de que ésta produzca consenso. Por eso su aparición es
fulgurante: hay que apoderarse de ella justo en ese momento en el que los
actores sociales vacilan a la espera cada uno del otro, durante ese instante en
el que todos ellos ceden un turno que nadie toma, precisamente en
reconocimiento no de una persona sino de una instancia que, como el cemento
entre los ladrillos, una especie de vacío, es la que determina su estar juntos,
o su condición de pared. Una idea es el ladrillo que se sustrae a ese muro y
permite mirar a través de él.
Reserva de
Faulkner
En el fondo, sabemos muy poco de William
Faulkner; no de la obra, sino del autor. Él, sin duda, lo prefería así: ya
opinaba que, de no haber nacido, algún otro lo habría escrito. Pero, de todos
modos, hay un desequilibrio entre esta parca biografía, puntuada por anécdotas
en general simpáticas o pintorescas, y la pasión transmitida por la obra, que
delata una experiencia de una hondura cuyo origen desconocemos, así como nada
de lo sabido alcanza a compensar su intensidad. Lo que Faulkner escribió entre
fines de los años veinte y comienzos de los cuarenta, cuando el caudal de su
inspiración da la impresión de haberse apaciguado lo suficiente como para
permitirle participar como pudiera en los conflictos contemporáneos, parece
escrito bajo una presión apenas más débil que la sufrida por Quentin Compson
debatiéndose con los espectros de todo Jefferson hasta dejarse caer a un río
extraño y arrastrar por éste hacia el pasado. Pero lo distribuido en tantos
personajes como pueblan el reconcentrado cosmos que es el condado de
Yoknapathawpa tiene origen en un solo cuerpo, aun si el de aquel que sufrió el
drama entero más que ningún otro en carne propia, verdaderamente acosado, fuera
descrito por su padre literario como “un salón vacío lleno de ecos de sonoros
nombres derrotados”, pues “él no era un ser, una persona, en una comunidad. Era
un cobertizo lleno de espectros tercos que miraban hacia atrás y que –después
de cuarenta y tres años- no se habían repuesto de la fiebre que había curado el
mal”. El relativo graduar el paso de Faulkner en su producción durante su
segunda etapa, desde fines de los años cuarenta hasta su propia caída fatal,
esta vez desde el lomo de un caballo, podría ser también un síntoma, positivo,
de la curación de una herida muy lenta, tanto como apremiante había sido la
urgencia en tratarla, en cerrarse y cicatrizar de una vez, como la tinta que se
seca por fin sobre el papel.
Para
guionistas y dramaturgos
Entrar a un teatro es salir de un laberinto.
Todo escenario es un plano inclinado. La novela es un teatro en conserva. Bajo
la lógica de la acción, cuando las cosas caen por su peso, el laberinto se
vuelve camino. Bajo el imperio de la apariencia, cuando el relato rechaza el
análisis, la narración se estanca. ¿Cuántos actos son necesarios para llevar a
su conclusión una escena, cuántas páginas puede una obsesión interponer entre
un planteo y su desenlace?
Comedia
El ciudadano que no ha conocido la tragedia,
sumergido en la farsa, aspira a la dignidad del drama.
Travesía
del infierno
Baudelaire, que a la clara inteligencia
manifiesta en su amplia frente añadía la oscura percepción presente en su
mirada, recomendaba –también era él quien afirmaba que clásico es aquel autor
que lleva un crítico dentro de sí y lo asocia íntimamente a sus trabajos- el
método clásico a la hora de componer un texto: no aventurarse al azar de la
pluma dejándose llevar por una casual o tentativa cadena de asociaciones, sino
en cambio meditar largamente en el tema elegido y no escribir una palabra hasta
que los conceptos se hayan ajustado de manera convincente unos a otros, con lo
cual la expresión del pensamiento fluirá con toda naturalidad hasta su
conclusión pertinente. Lo que no quiere decir que lo expresado sea claro por
naturaleza, ni que una luz elocuente presida, desde la altura de su dominio de
una materia cualquiera, cada paso que se dé a través de ésta, sino antes más
bien lo contrario: que la experiencia del pensamiento, del pensamiento que debe
atravesar de parte a parte a aquél que se empeña en darle expresión, es
necesaria y hasta ineludible para la revelación en que consiste toda visión
original, es decir, no una ilustración o un reflejo, sino exactamente una
iluminación. Sin esa noche oscura, que no se elige, el instinto de conservación
seguramente mantendría al artista o crítico, que para el caso son lo mismo, a
conveniente distancia del objeto en cuestión, cómodamente –para quienes lo
rodean- velado por alguna convención o idea previa. De modo que, para que la
experiencia creativa sobrevenga, parece ser necesario, según se deduce de estas
nociones, no el hallazgo sino el tropiezo: la caída que deja a oscuras y
aturdido, desorientado por algunos segundos al menos, aunque estos segundos
pueden prolongarse, de manera intermitente, durante meses, semanas o años hasta
que la llamada, por fin, si lo es, logra ser respondida. Juan Carlos Onetti,
por dar un ejemplo, a quien la historia que sirvió de base para uno de sus
mayores relatos, El infierno tan temido, le fue contada con la advertencia de
que él “carecía de la suficiente pureza para tocar esa materia”, pasó mucho
tiempo extraviado en el bosque de ese argumento, es decir, en pleno contacto
con él, sumergido en la experiencia, hasta que al contarle el cuento a Dolly, su
mujer, ésta le dijo que no lo veía como una historia de odio o venganza, sino
de amor de la mujer por el hombre. Ahora que puede leerse el texto acabado esto
puede parecer evidente, pero antes, hasta que Onetti corrigió su punto de vista
y pudo abrirse paso hasta el final, permanecía cerrado tanto a la comprensión
como a la narración. Una pasión, como advierte Spinoza, deja de serlo cuando
nos formamos una idea clara y distinta de ella, pero es de las pasiones, que
ofrecen al entendimiento una resistencia interior,
que viene lo que cada uno realmente sabe y de lo que rara vez, a juicio de
Nietzsche, tiene el valor. “Siempre venimos del infierno”, decía Philippe
Sollers en 1978, al cabo de una larga conversación. “Lo raro es que uno venga y
vuelva
a venir”, agregaba memorablemente.
Crítica
El pensamiento se hace con ideas ajenas. Cuando
se cree tener ideas propias, se deja de pensar.
Solipsismo
Cuando a alguien no le importa hacerse entender,
es que le basta con sus propios signos.
La
criatura creadora
Crear es ir más allá de la experiencia, ya que
la experiencia es el acontecer condicionado y los condicionamientos se padecen:
se desea ser creador para dejar de padecer. Pero ninguna obra de criatura puede
ser pura creación, en la medida en que también es expresión; aun así, toda
confesión ha de entrañar una teología. Piglia: “El genio es la inexperiencia.”
¿Fuego siempre amenazado por la lluvia que abona la tierra? Dificultades
vitales: yo sé navegar por las estrellas,
pero el comercio se hace en los puertos.
El lector
impertinente
Se dice que el buen lector es aquél que lee
entre líneas. Es decir, el que capta lo implícito en lo explícito. O sea, uno
capaz de leer en lo escrito lo no escrito. Luego, alguien que en lo expresado
bien podría percibir justamente lo que no quería expresarse, lo que se ha
expresado sin querer. Y acogerlo y quererlo y, siendo ya su descubrimiento,
señalarlo y como prueba señalar sus orígenes, en franca retirada ante la
aparición de ese vástago inoportuno. O en contraataque, precisamente a causa de
la oportunidad. El buen lector, pues, también ha de ser discreto: saber callar
o guardar lo sorprendido bajo la lengua. O en el tintero, o en sus cajones.
Pues ya lo cantó Apollinaire: Pero reíd
reíd de mí / Hombres de todas partes sobre todo los de aquí / Porque hay tantas
cosas que no me atrevo a deciros / Tantas cosas que no me dejaríais decir /
Tened piedad de mí.
La moderna
cautiva
“Una mujer forzada a bañarse en un río lleno de
peces muertos, que permanece días encadenada a un árbol e incluso se ve
obligada a comer en el suelo como un perro…” ¿Un guión del marqués de Sade? No:
Oprah Winfrey describiendo las memorias de la secuestrada Ingrid Betancourt, No hay silencio que no termine, y
catapultándolas al tope de la lista de los más vendidos. Ya lo dijo Proust: “Casi
únicamente el sadismo puede servir de fundamento en la vida a la estética del
melodrama.” Adjunto: sólo lo imaginario llama la atención sobre los hechos.
Sobrenatural
Un padre es una ficción, del padre o del hijo.
Lo que no es ficción es fatalidad.
El estante
más alto
Leopardi: el poema se eleva formalmente en
proporción a la profundidad de la caída que representa. Quien atento al
contenido del discurso no pueda oír el discurso mismo, o el contenido del
contenido, que está en la forma, se quedará con el abismo y sin la escala: más
le hubiera valido no emprender esta lectura. Sin sentido estético, muerte sin
resurrección. Aunque la respuesta normal a la poesía es el desconcierto.
Verdad del
relato
La satisfacción, en la fábula, no es moral sino
formal.
Mesa de
saldos
Toda actualidad quiere oírse sólo a sí misma y
ejerce la censura sobre todos los otros tiempos, acerca de los cuales emite sin
descanso, aprovechando el efímero privilegio de los vivos sobre los muertos, un
juicio parcial pero inapelable hasta que el tiempo se lleve al tribunal de
turno y sus fallos prescriban. Todo lo cual refuerza, en el conjunto de los
desplazados, la nostalgia por lo perdido a la vez que intensifica su
sentimiento de mortalidad. Los que están en el candelero, mientras tanto, se
consumen pero lentamente; lo contrario de lo que denuncian los críticos del consumo.
De este librito amarillento las hojas aún no han sido cortadas: ha sobrevivido
a muchas décadas de ilusiones y aquí se ofrece aún, perfectamente extemporáneo.
El autor no ha muerto todavía. ¿Qué será de él?
El águila
de dos cabezas
Así describe Robert Musil al súbdito austríaco
del Imperio austrohúngaro: un austríaco más un húngaro menos ese húngaro. Así es también el hombre
casado, según cierta idea del matrimonio: un hombre más una mujer menos esa mujer. Lo curioso, como en el primer
caso, es cómo la falta de otro individuo particular y no de una categoría es lo
que define la identidad. Lo curioso o lo preciso. O lo inasible, pues es la
figura evasiva la que define a la que da la cara, a la vez que le arrebata no
la mitad de su corona, sino de su frente.
Miseria
del oficio
La diferencia entre escribir y redactar es que lo
último es aburrido. Para Lezama Lima, el aburrimiento delata la presencia del
diablo. La tentación de pasar de la creación de la lengua a su administración
es fuerte. Del mismo modo la religión cuenta más con el dios que juzga que con
el que obra. El que escribe aspira a la
gracia. El que redacta, a evitar las faltas.
Quid pro
quo
El romanticismo aparece cuando Aldonza, oyendo
hablar de Dulcinea, cree que es ella a quien se refieren y empieza así a convertirse
en la otra, precipitando en el lugar que deja vacío y por eso se transforma en
escenario una tragedia hasta entonces reservada a las heroínas del mundo
antiguo.
Sistema
nervioso
Escritor tradicional: “arrasó todo como un
tornado”. Escritor mediático: “arrasó todo como un tsunami”. Actualizarse no requiere reflexión. Basta un reflejo.
Tono y
tiempo
Schönberg dio alguna vez una definición muy
simple de su atonalismo. “Mi música es un intento de prosa”, dijo. Movimiento
parecido al de Lautréamont o Rimbaud al abandonar el verso. Pero es curioso
cómo el lector moderno, tan poco afecto a la rima como insensible a la métrica,
no puede abandonar ni una ni otra cuando se trata de música.
Callejero
literario
Calles con firma. Dante pone nombre a la
principal arteria comercial del barrio del Carmelo, en Barcelona. Petrarca
reúne en la misma cuadra del vecino barrio de Horta al bar El Fracaso con
Suministros Abel, tienda de lápidas. Lord Byron y el conde Giacomo Leopardi
coinciden como Goethe y Schiller en una esquina de Villa Luro donde una gomería
da posada a su encuentro. Si las cosas parecen llamarse por su nombre en
cualquier punto, basta la circulación para poner en evidencia lo arbitrario o
convencional de la relación entre el espacio y el verbo. Y entre ambos, por si
cabe alguna duda, el tiempo certifica la distancia.
Literatura
fantasma
El que siempre lee entre líneas puede acabar por
no leer las líneas. Y si además escribe entre líneas, puede acabar por no
escribir. O por no haber escrito. Este espíritu en exceso sutil tal vez no
encarne. Pasará por este mundo sin dejar más rastro que el viento en la arena.
Huellas en la memoria de los atentos, indicios abandonados por falta de
pruebas.
La
redacción y el dictado
Los antiguos señores no escribían. Un escriba se
ocupaba de guardar su palabra. Tampoco ahora los amos escriben. Ni siquiera sus
memorias, que dictan a algún redactor profesional, habitualmente un periodista
consagrado a la fama ajena. Los líderes siempre han tenido quien escriba sus
discursos. En la era moderna, ya sin esclavos, igual que el dinero trabaja por
ellos, tienen incluso quien se los piense. La voz del señor indica lo que es
escrito en la realidad por los cuerpos de terceros conectados a un segundo:
pretérito imperfecto para las costumbres,
indefinido para los hechos, indicativo para el presente, condicional
cuando se razona, imperativo si no hay más remedio. Al dictado del amo
corresponde la redacción del escriba o se anticipa la escritura del redactor,
según cada época alimentado o asalariado. Escribir es subversivo en la medida
en que hace decir al material algo distinto de lo que se oye en la superficie.
Rara avis
La educación formal no produce eruditos. La
erudición, por el contrario, es el producto de un ansia de saber comparable a
una bestia hambrienta y feroz que, atravesados los barrotes de su jaula o rota
la correa del paseo, se lanza en todas direcciones inventándose un rumbo. El
autodidacta, derribadas las paredes del aula por su propia curiosidad, no tiene
maestro que le ponga límites ni tutor que lo guíe; animal imprevisto, su
permanencia entre los humanos resultará siempre sospechosa. Concluida su
estancia, reconstruir su recorrido resulta apasionante por la increíble
distancia entre las huellas que deja.
Las
paradojas
Las paradojas son buenas para terminar los
textos porque los dejan a la vez cerrados y abiertos, lo que es muy del gusto
moderno en su exigencia formal y su infinita voluntad de diálogo. Crean una
doble ilusión muy necesaria, la de una conclusión y una continuación reunidas,
cuyo efecto, al resolverse la contradicción en una figura, naturalmente es el
mismo: el sosiego.
La
desmesura
Como es un monólogo, como es una historia
referida al narrador por quien la ha protagonizado sin que éste ofrezca más
pruebas de la realidad de ese testimonio que su propia presencia física y los
rumores ocasionales que la rodean, podría conjeturarse si lo que cuenta el
personaje central de La sonata a Kreutzer
no es más que una invención, un delirio con el que da rienda suelta a sus
deseos y a la culpa que le provocan, rejuveneciéndolos con cada nuevo acceso,
en lugar de la experiencia que ha definido su destino. Pero la falta de pruebas
no demuestra lo que una astucia demorada intenta sugerirle al oído atento, que
sin oponer tantas barreras ya se ha tragado el anzuelo de la ficción. Pues de
entrada la impresión recibida lo ha puesto en el buen camino, por el cual puede
seguir el descabellado relato que le imponen sin que la incredulidad logre
desviar su escucha o diluir su concentración. Y es que aun si lo que cuenta
desborda y rompe los límites de lo verosímil, que para cada lector son
distintos, y aun si no hay más que su voz para sostener la realidad de lo que
afirma, con creciente exigencia, de cualquier modo hay que creerle al narrador
al menos por un detalle que, precisamente, no es menor ni deja de estar, por
eso, en directa relación de desafío con el entorno –su interlocutor, los
lectores- que pone a prueba: la desmesura, que tanto en la expresión como en el
contenido de su drama ocupa un lugar preponderante, a tal punto que puede
devenir clave central de una lectura que se ocupe de seguir este motivo
recurrente a lo largo de todo el relato, donde lo encontrará activo en varios
niveles. Pues difícilmente causa alguna provoque en cualquier hombre un efecto
tan desmedido como el que puede producir una mujer, y entre ellos pocos más
desmesurados que la ira. Es decir: no es que nada logre enfurecer tanto a un
hombre como puede hacerlo una mujer, sino que lo que cae a menudo fuera de toda
medida es la distancia de la causa, considerada por terceros, al efecto,
manifiesto en una reacción que se ve inagotable tanto como le parece imposible
colmar el pozo sin fondo abierto por la ofensa o la frustración. La novela
abunda en ejemplos y variaciones de esta desproporcionada relación que para el
hombre supone el encuentro con la mujer, así, de esta manera categórica, todos
ellos a la vez tan alegóricos como concretos por más inasible que se muestre el
objeto de la alegoría en cuestión; pues de lo que se trata, siempre, es de la
discordancia entre el tamaño de la piedrita que cae a un lago en calma y la
amplitud de los círculos concéntricos que desata a su alrededor, potencialmente
infinitos una vez retiradas las orillas y colocado el escenario fuera del mundo
físico, donde no hay límites, es decir, en el espacio de las pasiones humanas,
donde está su lugar aunque éste no pueda definirse ni cercarse. ¿Cuánta tierra necesita el hombre?,
preguntaba Tolstoi en el título de un cuento que para Joyce era tal vez el
mejor que jamás se hubiera escrito. Si la agricultura era para el conde una de
las prácticas de la santidad, si su estrecha dependencia de los ciclos de la
naturaleza le aseguraba la permanencia en los confines de lo permitido, el
cumplimiento de su destino de mortal sobre la tierra y la cobertura en sudor
frontal, goteando sobre el arado, de su deuda con el Creador, La sonata a Kreutzer en cambio ofrece, a
través de su descripción de las grandes tiendas de ropa y accesorios femeninos,
hecha al pasar pero no casualmente, una visión del comercio como obra del
demonio mismo, experto en la disposición de galerías de espejos y la puesta a
punto de máquinas de multiplicar lo superfluo hasta el extravío y el programado
olvido de lo sustancial. “Visite usted las tiendas de una gran ciudad. Allí hay
millones y millones; allí es imposible estimar la enorme suma de trabajo que se
consume. ¿Hay algo para uso de los hombres en las nueve décimas partes de esas
tiendas? Todo el lujo de la vida es exigido y sostenido por la mujer”, dice
Pozdnishev a su interlocutor. “Examine usted las fábricas. La mayoría producen
adornos inútiles: coches, muebles, juguetes para la mujer. Millones de hombres,
generaciones de esclavos, mueren destrozados por aquellos trabajos forzados,
tan sólo por los caprichos de las mujeres. Las mujeres, a modo de soberanas,
guardan como esclavos sujetos a un duro trabajo a las nueve décimas partes del
género humano. Y todo porque se las ha humillado, privándolas de derechos
iguales a los nuestros. Y entonces se vengan explotando nuestra sensualidad y
atrapándonos en sus redes. Sí, a eso se reduce todo”, concluye. “Las mujeres se
han transformado a sí mismas en un arma tal para dominar los sentidos que un
hombre ya no puede permanecer sereno en su presencia. En el momento en que un
hombre se acerca a la mujer, inmediatamente queda bajo el influjo de ese opio y
pierde la cabeza.” Podría decirse que no hay nada sobrenatural en todo esto,
que no hace falta demonio alguno para orquestarlo, y puede advertirse también
el latente programa social propuesto por el autor para su reforma, pero más de
un siglo después, levantada en tantos territorios la barrera social entre los
sexos, incorporada la mujer al mercado laboral y radicalmente cambiados su modo
de vivir y su posición en la comunidad, lo que de todos modos persiste de la
alucinada visión realista manifiesta por el antes arrebatado Pozdnishev es el
desarrollo de una civilización en la que el trabajo de la tierra tiende a
borrarse de la consideración del grueso de la humanidad, feliz de librarse de
él volcada masivamente, aún más que a la industria, a los servicios y las comunicaciones,
en tanto el comercio y las mercaderías arrastran tras de sí el mezclado
torrente de unos deseos a la vez llevados al exceso y desbordados no tanto por
los objetos ofrecidos o los anunciados, sino por la vacante siempre abierta al
objeto perfecto que, como el Mesías, no llega y no consuma la insomne busca de
satisfacción. Desde el punto de vista del objeto, que no lo tiene, su
hipotético valor aumenta en progresión geométrica y no hay límite a la cantidad
de veces que puede ser vendido; pero, por el mismo estado de cosas, a tanta
velocidad como asciende, alejándose, el objeto ideal que coronaría la pirámide,
van cayendo en el vacío de las liquidaciones los miles y millones de objetos
reales que ya, insignificantes en el mercado al que llegaron flamantes, no
encuentran cómo desmaterializarse en su precipitación hacia el punto de fuga.
La
historia sin fondo
Aplicación de la teoría, explicación de la
práctica: ni la primera coincide con la cuarta, ni la segunda con la tercera.
¿Salto dialéctico o ruptura epistemológica? A fuerza de comunicarnos acabamos
pensando lo mismo, pero eso no lleva a la paz sino a la lucha cuerpo a cuerpo.
Un testigo
fugaz e inadvertido
A fuerza de estar siempre fijándose en lo que
pasa desapercibido para quienes lo rodean, el hombre observador suele pasar por
distraído; hasta él mismo, como fenómeno, suele acabar pasando desapercibido.
Arte
textual
¿Soy difícil de leer? ¿Poco explícito, demasiado
alusivo? ¿En lugar de restituir el mundo, lo escamoteo? ¿Rechazo el rol de
narrador de historias, me empeño en socavar la representación convenida? Como
no creo que el lector sea inocente, procuro recordarle lo que sabe.
El régimen
de la ficción
El objeto ideal de la ficción en nuestro tiempo
es un objeto poroso, es decir, un relato en el que lo importante no es ya la
disposición de sus claves internas, sino la multiplicación de sus vías de
acceso. Semejante construcción, determinada en función de su presencia en el
circuito de las comunicaciones, ha de presentar la inconsistencia necesaria
para dar paso a cualquier espectador, cualquier lector, cualquier punto de
vista, cualquier interpretación. Su exposición no remite a un saber, sino a un
silencio enmarcado en el que cada oyente puede hablar con la misma pero nula
autoridad. Ante este panorama, los dispersos intelectuales de hoy se ven en igual
situación respecto al pueblo que las células revolucionarias de la época de los
zares, aunque no pueden remitir al futuro, sino tan sólo ya a la eternidad, el
valor de las ideas que sostienen. Hay una correspondencia entre el pensamiento
débil y la debilidad mental: pues así como el terrorismo, según lo entendió
Hegel, es “la dictadura total del espíritu”, su revés es la impotencia de éste
y en ese llano sin fronteras va creciendo lo que antes se vio aterrorizado.
Elegir lo
peor
Según me contó una de las actrices que
participaba en la improvisación, un excelente director de teatro argentino
interrumpió una vez un ensayo para insistir, con memorable énfasis, procurando
grabarlo a fuego en la conciencia o, mejor, en el sistema nervioso de sus
actores, en que siempre, en el teatro, hay que elegir lo peor. Es decir,
tomando la palabra en su sentido más vulgar y más empleado, exactamente el que
le da el verdadero público, el no profesional ni aspirante a serlo, lo más
dramático. Interpretación mía, no dirigida, como la prueba o demostración por
el absurdo implícita en el siguiente cálculo: si en la vida irredimible por el
arte casi siempre es necesario, lo cual lo impone sobre el conjunto por
mayoría, en función de elegir lo más conveniente, resignarse a una mayor o
menor mediocridad presumiblemente al acecho de su ocasión de entrar y quedarse
en escena, en el arte que persigue alguna satisfacción por la mansa ofensa de
las servidumbres que la vida exige resulta obligado, a su vez, para alcanzar un
resultado a la altura del caso, elegir lo peor. Pues
si elegir lo mejor es mostrarse razonable, avenirse al muy limitado número de
opciones plausibles y apropiarse, con prudencia, de la más digna de aplauso,
elegir lo peor es al contrario ir a por todas, no pactar, y así elevar, hasta
la ruina, la altura de la apuesta en que consiste el lanzamiento de dados sobre
las tablas que es toda puesta en escena, sea ésta la de un teatro o no. Si en
la vida, eligiendo lo mejor, se logra a lo sumo, en los casos bien llevados,
por elevada que llegue a ser la línea de flotación, como mucho un moderado
pasar, un suave ir tirando, un deseable cocerse a fuego lento de la carne que
madura, en la expresión, ajena a la prudencia exigida por la vida, sólo
eligiendo lo peor se va a fondo, es decir, hasta el fondo, y se alcanza la
plenitud de la escala al fin cantada en todos sus registros, o sea ya sin
ninguna consideración por el mañana, la supervivencia o cualquiera de las
categorías del devenir: sin dejar resto. En conclusión, si en la vida elegir lo
mejor es dominar la mediocridad, en el arte sólo eligiendo lo peor se conquista
la excelencia.
Ensayos de
redención
Lo normal no es crear, sino imitar y reproducir.
Sólo con fines publicitarios se da al producto de estos actos el nombre de
creación. Pero no es malo llevarlos a cabo y en general deberían bastar para
satisfacernos. Crear, producir, desbordar el molde son excesos necesarios no
tanto para el presente individual como para el futuro común, para renovar lo
que se agota. Lo que cuenta en este ejercicio de imitación y reproducción que
eventualmente da lugar a la creación, en cambio, es cómo el que narra o exhibe
se apropia en ese momento de una experiencia que, cuando la vivió, no alcanzó a
ser plenamente suya, cosa que ahora intenta corregir o completar accediendo a
la autoría desde la interpretación, aficionada o profesional. Ensayos de
redención: reconocer en lo anecdótico una
fuente de identidad y hacer historia del accidente, destino de lo casual.
También ensayo como simulacro: no enderezar el error ni volver atrás contra el
tiempo, sino dar a oír lo que de ese modo tal vez se atraiga sobre sí. Dice Borges que dice Spinoza que todas las cosas
quieren perseverar en su ser: el tigre como tigre, la piedra como piedra y así
sucesivamente. Pero también se registra desde la antigüedad el deseo contrario:
las metamorfosis, como llamó Ovidio a su obra, son uno de los motivos más
recurrentes en los mitos de todos los pueblos. Nadar y guardar la ropa es lo
propio del hombre, que vuelve a dividirse para condenar él mismo esa actitud.
Sin embargo, no por eso deja de querer la salvación, de aspirar a la
transformación definitiva que culmine el proceso, defina su imagen, cristalice
en algo que también le gustaría firmar. Detrás de cada pequeña anécdota a
través de la que cualquiera se representa ante sus semejantes, late esta loca
esperanza de transfiguración para la que cada mortal, como un actor, se
prepara.