CUENTOS REUNIDOS (de Kjell Askildsen), por Miguel A. Semán

CUENTOS REUNIDOS
de Kjell Askildsen
Lengua de Trapo, 2010
por Miguel A. Semán

Askildsen, o los afectos obligados.

Kjell Askildsen tiene la cara que presagian sus cuentos. Pocas líneas, mirada acerada. La expresión de un hombre tímido y seco. Dice que sólo cuando escribe se siente seguro y esa ya es una buena razón para escribir. En 1953 publicó su primer libro Desde ahora te acompañaré a casa. Se lo llevó a su padre, el jefe de policía del distrito, quien dos días después pasó en un patrullero para agradecerle el envío y decirle que había quemado el libro. El consejo de la biblioteca de Mandal, el pueblo donde nació Askildsen en 1929, resolvió no quemarlo pero prohibió su préstamo. Hoy, a los 82 años, casi ha perdido la vista y ya no escribe. Reconoce que su única influencia, su único ídolo fue Hemingway, rechaza todo parentesco con Carver y lo que llaman el minimalismo, le encanta leer a Chejov, no le gusta Borges y confiesa que tenía una vida mejor cuando podía escribir.

La editorial Lengua de trapo, encargó la tarea de prologar y ordenar sus cuentos a Rodolfo Fogwill quien decidió apartarse del orden cronológico, inadecuado para un autor que ha hecho de la fidelidad a sí mismo un rasgo de estilo, y prefirió seguir el rastro de las personas narrativas, la extensión y la intensidad del conflicto dramático. Tal vez ese ordenamiento haya fortalecido aún más la impresión de coherencia y unidad que deja la lectura de los 36 cuentos. A ello debe agregarse, como señala Fogwill, esa falta de miedo a la reiteración, que como pasa con Beckett y algunos otros, marca la narrativa del escritor noruego.

Una pregunta insistente recorre la obra de Askildsen: ¿Por qué estamos obligados a querernos? O dicho de otra forma, ¿por qué nos sentimos culpables cuando no lo logramos? Padres que no se reconocen en sus hijos. Hijos que se corren de la sombra de sus padres. Hermanos que no saben qué hacer con su fraternidad. El amor desplazado de su eje y, por su puesto, el incesto que asoma por las rajaduras. Todo dicho en un párrafo de Encuentro, uno de los relatos más descarnados del libro: “...si tu hubieras sido sólo mi semejante en lugar de mi padre no habría venido a verte. ¿No significa esto que lo que nos une no es más que una convención? Somos padre e hijo, y por lo tanto, estamos obligados a mostrarnos afecto mutuamente, si no lo hacemos, nos invade el sentimiento de culpa. Pero ¿por qué? ¿Existe alguna razón para creer que el afecto es algo genético?

Vigía del desajuste afectivo, en ese espacio estrecho donde la mirada se descoloca y el gesto se derrumba, Askildsen se las arregla para meter un cuento. Pese a tratarse de relatos reunidos a lo largo de casi sesenta años, parecen la obra tardía y lúcida de un escritor viejo. Como si hubiesen sido escritos sobre el final de una vida. Sus personajes no tienen rasgos, no vociferan ni dramatizan. Disfrazan sus sentimientos. No quieren que los vean ni los veamos sufrir. Los acompaña la decrepitud. Andan por las calles, entran y salen de las casas y los bares con demasiado tiempo a su alrededor. Les sobran los minutos, las horas, y los días, aunque para ellos el futuro no exista. El mejor ejemplo, el narrador del último cuento del libro. Un hombre demasiado viejo, sin nombre y sin cara, al que le leen las líneas de la mano y le dicen: “Justo lo que me figuraba, debería usted haber muerto hace mucho tiempo”.

Askildsen ya no escribe. La vista no se lo permite. La mano, su único instrumento, se detuvo en una última oración y él se niega a dictar las historias que pasan en su mente. No es su estilo ni su método. Para él, escribir es estar solo en la noche, con un vaso de vino que lo acompaña y no toma, y una lapicera en la mano. Parece tonto, dice, pero es así. El iceberg se ha hundido o lo ha borrado la niebla. No podemos verlo, pero sabemos que existe.

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