El agua es un motivo más que recurrente en los cuentos de John Cheever. ¿Cómo opera esa presencia de lo acuoso? En general, lo que advertimos es la irrupción de lluvias y baños que determinan el destino de los protagonistas. Los antihéroes cheeverianos, atiborrados de infortunios familiares, encuentran la redención bajo ese primer elemento del que surge el mito fundador de la naturaleza. A través del agua, los personajes se transforman, se limpian espiritualmente (purifican), son redimidos, y alcanzan la verdad o se hallan a sí mismos. Tomemos un muestreo.
Hombre al agua
Adiós,
hermano mío es uno de los relatos más conocidos de Cheever. Cuenta la historia
de una familia (los Pommeroy) de cuatro hermanos que se reúnen a pasar unas
vacaciones en una casa costera junto con su madre. Entre ellos pervive el
recuerdo del padre ahogado en esa misma playa tiempo atrás. Uno de los cuatro
hermanos, Lawrence, es un ser conflictivo. La madre, una mujer alcohólica. El
narrador es otro hermano varón que, en el pasado, y en esa misma playa, había
golpeado con una piedra en la cabeza a Lawrence, hecho que volverá a ocurrir y
significará el fin del relato.
Pero
antes, y más allá de la obvia referencia al padre ahogado y el escenario
marítimo, hay una escena fundamental que acaece en el primer tercio del cuento,
y es el primer choque conflictivo entre la familia y Lawrence: luego de una
discusión acalorada, los hermanos entran a bañarse en el mar, y cuando salen,
la injuria se ha terminado. Dice el narrador: “Pero cuando salimos del mar
nadie mencionó con desagrado a Lawrence; se suspendió la conversación
insultante, como si el ejercicio de la natación hubiese tenido la fuerza
depuradora que se atribuye al bautismo” (Cheever, 2003: 34).
Primera
referencia determinante: el agua como medio para alcanzar la paz y el fin de la
disputa.
En
la escena que se repite casi al final, del narrador golpeando con una piedra a
su hermano, la acción se efectúa en la playa, y son las aguas y la espuma las
que alcanzan la sangre de la cabeza de Lawrence. Y asimismo, en el final
propiamente dicho, cuando Lawrence ya se ha ido del lugar peleado con todos, el
narrador describe a su hermana y a su mujer saliendo de las aguas: “Las vi
salir y vi que estaban desnudas, desvergonzadas, bellas y plenas de gracia, y
contemplé a las mujeres desnudas saliendo del mar” (Cheever, 2003: 50).
Es el fenómeno de la gracia, un evento divino, el que baña los cuerpos en esa descripción erotizada.
Cantando bajo la lluvia
El
ladrón de Shady Hill es la historia
de John Hake, un típico personaje de Cheever: hombre de mediana edad con un
matrimonio en ruinas, cuatro hijos y una situación económica terminal que le
hace imposible seguir sosteniendo el nivel de vida de clase media alta, en un
complejo de barrio residencial donde empresarios exitosos se reúnen los fines
de semana a asar carne y beber alcohol. Es la inconfundible descripción del
mundo cheeveriano: un personaje frustrado, con secuelas psicológicas extremas, que
empieza a caerse del american way of life de los años cincuenta.
En
este caso, Hake se convierte en un ladrón. Luego de haber emitido una gran
cantidad de cheques sin fondos, entra en la desesperación y decide una noche
meterse a robar en la casa de unos vecinos ricos, donde vive un amigo de él.
Al
igual que en otros cuentos, la unidad de lugar de Cheever es una vecindad de
casas abiertas donde las familias no cierran las puertas durante la noche, no
hay alarmas y donde los patios se comunican entre sí en casonas sin rejas ni
personal de seguridad. Pues bien, Hake se mete a las 3 de la mañana gateando en
la habitación de una pareja y manotea una billetera con 900 dólares. Al día
siguiente, el personaje empieza a padecer un temblor en una parte de su rostro:
le parpadea un ojo sin parar y un efecto de tamborileo se extiende a la misma
parte de su cara. Allí surge la primera referencia al agua, que ocurre tras ese
primer robo: “¿Dónde estaban los arroyos de mi juventud, con sus aguas pobladas
de truchas, y otros placeres inocentes? El olor de cuero húmedo de las aguas
sonoras y los bosques fragantes después de una lluvia torrencial […]…nuestro
tesoro acuático” (Cheever, 2003: 112)
En
esta primera observación, el agua es el paraíso perdido de la vida anterior a
la hecatombe. Una nostalgia.
Luego,
el personaje entra en conflicto consigo mismo y su familia pero sigue con las
aventuras de merodear por las noches en casas ajenas, y entra en una de otro
vecino amigo pero no encuentra dinero.
La
segunda y última referencia al agua es al final con la transformación total del
personaje: “… sentí la lluvia en las manos y en la cara, y entonces me eché a
reír. Ojalá pidiera decir que una bestia mansa corrigió mi desvío, o que fue
obra de un niño inocente, o los dones de una música lejana de una iglesia, pero
fue solo la lluvia sobre mi cabeza…” (Cheever, 2003: 125)
Aquí el motivo agua tiene una representación muy clara. El símbolo es el de la pureza redentora (purificación bautismal o bautismo por ablución). El personaje mojado tiene un vuelco moral-emotivo. Es el agua que cae de los cielos la que hace que el ladrón sin rumbo detenga la transgresión y acto seguido su suerte cambie. En rigor, Hake cuenta que al día siguiente se resuelve su situación laboral por la que saldrá de la bancarrota. La lluvia bendita oficia aquí como emancipación y el mal vira a bien. El pecador se convierte en justo. La transformación es moral pero también del orden de la fortuna: cambia su suerte. La epifanía anuncia la manifestación de un evento que termina con un estado de cosas, lo cambia todo y acto seguido lo reconstruye. Podemos pensar en la figura de Noé con su arca reconstruyendo el mundo después del Diluvio. El mundo vuelve a nacer para Hake. Hay ahora una dimensión sagrada, con un sentido perdido, olvidado, del que hay una memoria inconsciente: una inundación, un alter mundus.
Las olas y el viento
El
océano es una historia clásica del modelo Cheever. El personaje-narrador de 46
años es despedido de su empleo e indemnizado con una jugosa cifra de una
importante empresa, donde lo consideran viejo, ya que los popes del mercado en
ese entonces tienen entre 27 y 30 años.
El
personaje se va a su casa y prontamente empieza a padecer las consecuencias de
su calamitoso matrimonio con Cora, la esposa que, presume él, quiere
envenenarlo, y a la que ve en dos oportunidades con un pesticida cerca de la
comida.
Otra
vez es una pareja que vive en Bullet Park, centro de operaciones de los relatos
de Cheever.
El
matrimonio tiene una hija, Flora, que vive en las afueras con su pareja, al que
el narrador-protagonista describe como un “desequilibrado sexual”.
La
primera aparición del agua, más allá del enigmático título, muy ligada en este
cuento al ámbito de la enajenación, se da al inicio, cuando en una escena de lo
más absurda, Cora sale a regar el jardín en medio de una lluvia torrencial: “Cora
se puso el impermeable y un sombrero verde y fue a regar el jardín. Yo la miré
desde la ventana. Parecía indiferente a las irregulares cortinas de lluvia que
la envolvían y regó con cuidado el jardín, deteniéndose en los lugares quemados
por el sol” (Cheever, 2003: 233).
Más
adelante, después de describir esa relación tumultuosa (amor-odio) que los une,
el narrador vuelve a vincular a su esposa con el universo náutico, tras
escucharla hablar sola y pensar que se estaba dirigiendo a él. A lo que ella
contesta: “Estaba hablando a los peces dorados”, razón por la cual el personaje
se interroga: “… me pregunté si ella no estaba abandonando el mundo” (Cheever,
2003: 240). Aquí el agua aparece, otra vez, en relación directa con la locura. Alguien
abandona un mundo para irse a otro: una suerte de nave de los locos.
Unas
páginas más adelante, cuando el lector ya conoce bien todo ese fatídico
micro-mundo familiar (esposa e hija, pero también empleada doméstica) signado
por conflictos irresolutos, el narrador menciona por única vez la palabra que
da nombre al cuento en una reflexión, por demás, concluyente: “A veces creo que
las mujeres actuales son las criaturas más miserables de la historia del mundo.
Es decir, están exactamente en mitad del océano” (Cheever, 2003: 244).
Entonces,
¿qué es el océano? o bien, ¿qué significa estar a mitad del océano?, ¿y qué
serían las costas? Es intrigante porque no ofrece más pistas. Pero, en
cualquier caso, hay en el agua algo del orden de lo otro, lo demoníaco, una
metáfora indescifrable. No es tampoco una comparación tirada al pasar, sino que
remite al nombre mismo del cuento.
Luego,
para distanciarse de Cora, el narrador decide ir a visitar a su hija Flora. Llega
y se ponen a conversar. Le pide al novio de la chica que vaya a buscar una
bebida blanca al supermercado. En tanto, le exige a su hija que abandone esa
vida miserable. La exhorta a que tenga un proyecto de vida, que estudie una
carrera. Cuando el muchacho vuelve con el bourbon, el narrador le dice que si
quiere le paga un viaje al exterior por seis meses para que se dedique a algo
productivo. Todo deriva en una discusión entre padre e hija, donde él, además,
se emborracha hasta la caída.
El
personaje vuelve del viaje y se encuentra con su mujer. Desespera. Reflexiona
sobre el amor y su vida de jubilado con menos de cincuenta años. Otra vez el
agua: “Me parecía que el amor emanaba de mi boca hacia todos los extremos,
abundante como el agua–amor a Cora, amor a Flora” (Cheever, 2003: 255).
La última aparición del agua es, otra vez, como en El ladrón de Shady Hill, redentora, salvífica. Imagina entonces un viaje, una casa georgiana, y se echa a reposar, dulcemente, sobre la hierba. El océano es, de todos estos cuentos, el más opaco y nebuloso en sus sentidos. Aquí, el motivo agua es difuso aunque la primera interpretación la une claramente a la dimensión de la manía femenina. Esposa e hija son la pura enemistad.
Aquaman
El
nadador es probablemente la gran obra maestra de Cheever. Se trata de uno de sus
relatos más conocidos, y, para muchos de sus adeptos, el mejor.
El
cuento es una suerte de reescritura de La
Odisea. La historia es la de Neddy Merril, un héroe trágico en todo su
esplendor. Aquí, el agua no es solamente un elemento determinante, un símbolo
trascendente o un dispositivo narrativo; se trata, más bien, de la sustancia
misma del relato: todo sucede en el agua. El personaje no está en el mar, sino
en piscinas colindantes de casas ricas. Otra vez Bullet Park: vida de country; familias
de clase media alta, vecinas, que comparten sus ratos de ocio comiendo y
jugando al tenis; igualmente, en este caso, en días estivales alrededor de una
pileta donde casi todos los participantes están con un coctel en mano. “El
nadador” es casi, podríamos decir, la plataforma Cheever, el cuento donde
aparecen todos los objetos que abundan en el resto de sus narraciones, incluso
en las novelas.
Otra
característica visible es que se trata de un hombre que despliega un ejercicio
natatorio de extrema vitalidad. Recién al final empezará a sentir cansancio y
frío, pero hasta ahí se muestra como un dotado atleta.
Pues
bien, Neddy aparece durante una mañana de domingo en la casa de un viejo amigo.
Así emprende un largo itinerario donde nada por las piletas de las residencias
con el fin de llegar a la suya. Neddy llama “Lucinda” al trayecto que hará para
regresar a su casa en honor al nombre de su mujer.
La
trama homérica es irrebatible, solo que aquí (¡se viene el spoiler!), más que
un desencuentro final con Penélope en Ítaca lo que habrá es un cataclismo en
una mansión en ruinas. Como una margarita que se deshoja, el narrador nos cuenta
en tercera persona, brazada a brazada, las relaciones sociales de estas
familias a medida que reciben a Neddy, conversan con él y lo dejan nadar. Entre
medio, el personaje atraviesa setos y árboles frutales en bellos jardines mientras
se adentra en el barrio, como en El ladrón de Shady Hill.
A
diferencia de Ulises, aquí el destino no lo tuercen los dioses. Cada
conversación con sus vecinos, típicamente burguesa, nos muestra esa vida feliz
de clase acomodada que versa sobre objetos de consumo y chismografía de baja
estofa. Asimismo, el personaje se cruza con varias de sus ex amantes. Casi al
final del recorrido, Neddy se encontrará con una mujer que lo rechaza
amorosamente. Es allí cuando el lector entra en fina sintonía con el héroe:
alguien que ha inventado una realidad familiar y laboral inexistente para
sostener la figura de buen vecino. Cuando llega a destino (¡atención: spoiler
definitivo!), su mujer y sus hijas no solo no están, sino que lo único que encuentra
es un caserón abandonado, dato que nos informa que Neddy ya no vive allí.
El
protagonista resulta ser entonces una especie de psicótico que ha construido
una realidad paralela para mostrarse ante sus pares. El otro aspecto decisivo
es que en la escena final, que va del rechazo de la mujer hasta la llegada a su
casa, el clima cambia y se larga a llover a cántaros, lo que muestra al
personaje hipotérmico y casi al desnudo. Neddy pasa del calor al frío, y de la
alegría a la desventura.
El
nadador es el texto más acuoso de Cheever. En ningún otro la presencia del agua
es tan manifiesta. Entre las suposiciones, puede pensarse que versa sobre el
elemento a partir del cual Neddy edifica una nueva realidad y altera la propia,
o la sustancia en la cual huye: una auténtica vía de escape u otra dimensión de
“la locura”, como en El océano.
No puede decirse, segunda conjetura posible, que aquí el agua oficie como redención, ya que Neddy termina peor que Ulises (en relación al desencuentro con su esposa). A su vez, el final de El nadador podría verse como un descenso al Hades a través del Aqueronte. Neddy viaja hacia su infierno, como Orfeo, guiado por Caronte, el barquero, a través del paso de un mundo a otro para recuperar a Eurídice (con su misma suerte). Como Orfeo, el personaje de Cheever lo hace a través del agua cuyo cauce separa el reino de la luz del de las tinieblas, y es allí donde aprende una enseñanza de los dioses. En suma, el agua como umbral o salto donde los personajes encuentran su sino. Y a su vez, el agua de un río (el Hebro) es del mismo modo el destino final de la cabeza de Orfeo, segada por las bacantes.
La gracia
En
El mundo de las manzanas se nos presenta la historia de Asa Bascomb, un poeta
laureado que ha entrado en decadencia. Está viejo, senil y se cree merecedor de
un reconocimiento mayor (el nobel). Bascomb pasas los días de su vida encerrado
en su casa, escribiendo poemas pornográficos –uno se llama “Las chicas de
Tiberio”– que acto seguido prende fuego en una estufa.
A
diferencia de los relatos anteriores, acá el personaje no es un empresario ni
está en una relación conflictiva terminal con su familia. El mundo de las
manzanas remite al nombre de su libro más conocido. Se trata de la historia de
un abismo personal y su redención acuática.
Pues
bien, Bascomb desciende poco a poco a los avernos, hace ejercicios para no
perder la memoria, llora ante el reconocimiento de un grupo de jóvenes y se
regodea en su moral de poeta maldito: escribe sonetos por la mañana que luego
quema por la tarde. Tres cuartas partes del relato se basan en esta especie de
personaje al que, dice la historia, busca homenajear al gran Robert Frost.
En un momento, Bascomb decide ir a Roma y pasear por la ciudad de las siete colinas. En el desenlace, el poeta da vueltas, camina por los suburbios, visita casas de campo y dos lluvias consecutivas lo alcanzan. Lleva en su bolsillo una caracola marina que tomó de la colección de su mujer. Bascomb se echa a dormir en el pasto. Una vez que pasó la lluvia, visita una iglesia pobre y arcaica, el sacerdote le muestra unas esculturas religiosas, y más tarde se sumerge en las aguas de una cascada, donde el recuerdo de su niñez y la aparición de la imagen de su padre se mezclarán en un episodio místico.
“Ahora, hizo lo que su padre había hecho –se desató los zapatos, desprendió los botones de la camisa, y consciente de que una piedra cubierta de musgo o la fuerza del agua podrían ser su fin entró desnudo en el torrente, mugiendo como su padre. Pudo soportar el frío apenas un minuto, pero cuando salió del agua pareció que al fin era él mismo” […] Su regreso a Monte Carbone fue triunfal, y por la mañana comenzó a componer un extenso poema acerca de la dignidad inalienable de la luz y el aire, una obra que, si bien no lo haría acreedor del Premio Nobel, lograría ennoblecer los últimos meses de su vida”( Cheever, 2003: 293).
Y
así termina este cuento con un final cerrado acerca del sentido purificador y
bautismal de las aguas (bautismo por inmersión), donde el personaje vuelve a
hallarse a sí mismo y a descubrir su destino, como Aquiles. A su vez, vuelve a
relacionarse agua-padre (como en Adiós,
hermano mío) y vuelve a escribir y a recuperar la senda perdida en su vejez.
El agua como acto redentor acontece en esa relación sagrada o trascendente donde estos personajes suelen terminar sus finales, llamémosle felices, porque a partir de la presencia del agua su rumbo cambia y se encaminan hacia una suerte de epifanía o de calma existencial que da respiro a tanta pesadumbre.
Páginas mojadas
En
estos cuentos de Cheever el motivo agua
difiere en cuestiones de forma y detalle, pero probablemente no haya metáfora
más fuerte que la que tiene que ver con los héroes y el primer elemento.
¿Qué
significa el agua en la poética de Cheever? Imposible dar una respuesta
definitiva. Cuando el escritor recibió el premio Pullitzer en los años setentas
mencionó las “lluvias repentinas” entre las características de su literatura.
Pero no son solo lluvias; son además piscinas, ríos, mares, mangueras,
botellas, etc.
El
agua en Cheever tiene algo de regreso al paraíso perdido, de memoria de un gran
diluvio (recuerdo de un mundo otro),
de sacramento, de rito de iniciación.
Con
el objeto de penetrar en el universo de este autor, resulta imprescindible
tomar este motivo como algo literariamente relevante. Como vimos, en términos
simbólicos, el agua puede ser muchas cosas: rito (gracia cristiana), olvido
(Leteo), origen primordial de la vida y del universo (Tales de
Mileto), fin del mundo (Noé), salto de un mundo a otro (Orfeo). Pero el agua
también tiene que ver con los espejismos, los oasis en los desiertos, la ruta
de la ballena, etc.
Los
héroes de Cheever tienen todos algún mecanismo vinculante: los hermanos cuyo
lazo es indisoluble del mar; Bascomb comunicándose con el mundo mítico perdido
de su infancia; Cora en la demencia; el ladrón que encuentra un punto de
quiebre moral a sus acciones; Neddy reviviendo Ulises en el camino a casa.
Para
terminar, recordemos que la literatura y la vida de Cheever estuvieron
rebosadas de líquido. El alcohol, primeramente…
Forever John!
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