EL PREMIO CLARÍN (por Sebastián Basualdo)


EL DÍA QUE GANÉ EL PREMIO CLARÍN DE NOVELA
por Sebastián Basualdo

Ese año tenía que volcar toda mi ingenuidad sobre la elección de uno de los tres o cuatro concursos literarios que estaban a mi alcance. Las razones, en principio, se debían a lo económico: no tenía el dinero suficiente para solventar la cantidad de copias y sus respectivos anillados. Por supuesto, podía pedir prestado más dinero, pero esa posibilidad la deseché al comprobar que las fechas en las que se darían los ganadores de los tres o cuatro concursos restantes se cruzaban y anulaban mutuamente. Las bases lo afirmaban claramente: no se podía retirar la obra antes del fallo. De pronto comprendí algo que me causó un instante de vértigo: estoy obligado a participar en un solo concurso por año. Tendría que esperar por lo menos cuatro años para dar por completa la travesía de los certámenes y sentir que, al menos, lo había intentado. ¿Cuál elegir, entonces? Sobre la aparente oferta reverbera la gran plétora de intenciones: un instante de fascinación en el sentido que Berger le da al término, la necesidad de ser leído, y, por sobre todo, la oportunidad que brinda no desdeñar ninguna de las anteriores posibilidades y poder irrumpir en el mundo de la literatura, vale decir: ver el premio literario no ya como un fin en sí mismo sino como un puente tendido hacia mi propio lugar en el mundo. Sin embargo, tuve que esperar a que se diera un primer fallo del jurado para sentarme a pensar seriamente en lo que estaba haciendo, mejor dicho, lo que estaban haciendo con nosotros: los escritores que recién comenzamos a escribir nuestras primeras obras.

Las críticas a lógica mercantilista de los concursos literarios es parte ya de una extensa bibliografía, no faltan apellidos ilustres y las lamentaciones propias de quien siente nostalgia por un tiempo no vivido, una tierra nunca pisada como Calcis donde un Hesíodo podía ganar el certamen de los juegos fúnebres en honor de Anfidamante y al mismo tiempo un Eurípides regresaba inconforme junto al fuego luego de haber obtenido el tercer puesto, es decir: el último. Muerto y sepultado ha quedado aquel espíritu dionisiaco; nuestros concursos literarios no tienen ya como premio un trípode dedicado a las diosas de Helicón. Sin embargo, nuestro Dios no ha muerto, respira: se ha trocado la gracia a favor de una considerable cantidad de pesos. El ochenta por ciento de los concursos literarios actuales es una farsa, o mejor dicho: un negocio. El negotium premiando al otium. Y esto también lo hemos aceptado con naturalidad, y si no lo hemos aceptado, al menos nos han obligado a que nos acostumbremos. Es parte del folklore de un escritor que rechacen su obra. Pienso, como Onetti, “en Apollinaire, en Flaubert, en Baudelaire, en Mark Twain, en Joyce, Henry Miller, en tratando de ser editor de sus propios libros y, como es natural, yendo a la quiebra. Recuerdo a Balzac y sus negocios editoriales y el fracaso. Recuerdo a Emilio Salgari con su editor cada día más gordo merced a Sandokán y a los tres corsarios, y Salgari suicidándose porque se moría de hambre”. “Esta anécdota, así lo espero, puede servir de ayuda y dar persistencia a tantos jóvenes que ven rechazadas sus obras a causa del informe de algún lector desconocido y que no será precisamente Gide. Hay que insistir, hay que seguir trabajando hasta que el destino o el azar coloque desdeñados originales bajo los ojos de un editor que comprenda y no juegue con ganancia manejando nombres de escritores que ya tuvieron sus triunfos, a veces pasajeros, en la selva literaria erizada de envidias y ambiciones”. El problema ahora ya no es que rechazan los originales, el problema es aun mucho más profundo puesto que ni siquiera se tiene la posibilidad de ser rechazado. Antes es preciso que la obra sea recibida por un editor. Y, bien o mal, leída.Eso no ocurre así. “Mucho lamentamos que los planes de publicación hecho por nuestro staff para lo que resta del siglo nos impidan dar cabida a su obra, que consideramos excelente y muy por encima de los niveles de la actual novelística”. Como los discursos se han generalizdo y las editoriales no aceptan originales, la única posibilidad que tienen los nuevos talentos de que lean sus obras (no para comprobar calidades literarias, sino para saber si son potencialmente vendibles) es generarles la ilusión de un honesto certamen literario cuyo premio está mucho más allá de sus motivaciones ideológicas. Esta coartada también me resultó falsa el día en que falló el jurado de preselección del Premio Clarín de Novela. Llevé las tres copias de mi obra el mismo día que se abría la fecha de recepción. A cambio me dieron un papelito donde figuraba, entre otras cosas, el número de participante. La suerte quiso que yo fuera el primero. Uno, leí; y ahora que lo pienso quizá ahí comenzó mi problema, quién sabe, puesto que la palabra número etimológicamente significa pluralidad, el Uno no entraría dentro de esta categoría. Ignoro si habría algún Pitagórico entre los que confor-maban el jurado. Porque lo cierto es que el domingo dos de octubre del año 2005, un amigo me llamó por teléfono y me dijo: ¿Compraste el diario? Entonces te doy la noticia: te felicito, acabas de ganar el premio Clarín de Novela.

Conozco bien el humor de mis amigos, y especialmente del que me llamó. Caminando hacia el kiosco de diarios, recordé las horas enteras que lo tuve sentado a una silla, sin otra amenaza que los mates fríos y lavados de siempre, mientras yo leía, extasiado, las doscientas cincuenta páginas de mi novela. Ahora sólo me restaba averiguar hasta dón-de era capaz de vengarse un amigo. Y ahí estaba yo: el diario abierto de par en par en la sección Sociales, intentando comprender dónde estaba el error. Porque sólo podía tratarse de un error, yo había enviado mis tres copias, había tenido el honor de ser el primer participante con una novela cuyo te ma de fondo era la problemática social en la que se encuentra un excombatiente de la guerra de las Malvinas una vez finalizado el conflicto bélico. Cuando leí la nota, el esse est percipi de Berkeley me sonrió con sorna.

A diferencia de otras ediciones, este año apareció muy poco sexo en las tramas y casi no hubo "novelas gays". Tampoco, para sorpresa del jurado de preselección, aparecen referencias a la guerra de Malvinas: "es llamativo que habiendo una fuerte tradición en novelas de guerra en el mundo, en la Argentina no haya producción sobre Malvinas", reflexionaron.

Se extirpa aquello que amenaza o causa dolor, se liman las asperezas, se quita lo que sobra en honor a la armonía, pensé, tan rencoroso, que alguien había hecho mal su trabajo. Nunca antes me había dolido tanto la palabra reflexión. Si el Jurado que debía elegir una entre las diez novelas finalistas hubiera declarado que entre ellas no se encontraba ninguna cuya temática fuera las Malvinas todo habría sido distinto. Pero no; fue el jurado de preselección, ese grupo siempre anónimo que recibe un sueldo seguramente magro por entablar una lucha secreta con el tiempo a fin de leer los 1367 originales algo que al mismísimo Balzac le resultaría inverosímil; fueron aquellos que tenían la obligación de leer todas las obras y elegir diez ( con qué parámetros?) los que declararon sin prurito no haberla leído, no haber leído todas las obras que se presentaron.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Continúa participando y no aflojes.

http://premioclarindenovela.blogspot.com/

Miguel Ángel Gavilán dijo...

Mi nombre es Miguel Angel Gavilán y recién hoy (varios años después de tu publicación) doy con el blog y con tu nota. Hace muchos años que mando al Premio Clarín de Novela y suelo leer algunas de las obras ganadoras. Muchas me parecen pobres. A diferencia de lo tuyo, yo nunca recibí un solo comprobante (ni el número ni la acreditación) de que estaba en competencia. Nada. Vivo en Santa Fe y quizás sea la distancia la que impide cumplir con un requisito que está en las bases del certamen. Descreo también de los jurados de preselección que tienen tiempo de leer 500, 600 o 700 obras en pocos meses (en días nada más). Es fácticamente imposible leer todo de todos los competidores. Pero lo que más me molesta es sentir que el certamen literario determina la calidad de una obra.

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