LA PUTREFACCIÓN (de Hernán Ronsino) por Camila Berguier


LA PUTREFACCIÓN
de Hernán Ronsino
Interzona, 2008
por Camila Berguier

Pareciera que en la muerte se acaba todo; pareciera que en ese camino, tras la puerta, en la luz, se acaba todo. Es allí, donde Ronsino nos dice que está el cambio, esa revolución lenta, oxidada, que hacen las cucarachas con un pedazo de asado. Es en el límite, cerca del Lago Muerto, frente a las Ruinas, entre el disparo de una escopeta como una rama que se quiebra, como a punto de morir, es allí donde se construye, se compone esta novela.

El ambiente. Es junio pero todavía hace calor. Hace denso, hace una mordida de perro y una pierna amputada. Los objetos son, casi, los protagonistas de esta historia. El tren pasa una vez por noche. Llega de la ciudad, que pasa por el pueblo, también de día. La ciudad lo va carcomiendo, de a poco, deja que el pueblo se pudra, se descomponga. El narrador está aburrido de ser el director del diario La Verdad, aburrido en un pueblo donde nunca pasa nada, salvo el tren, una vez por día. Están el casino, un cartonero, un intento de fundir al banco, el Munich y el silencio. Los objetos respiran y los pájaros hacen más ruido que la sombra de un silbido.

Los Personajes. No conversan, apenas, lentamente, monologuean. Cada uno esboza en el presente una escena amarilla de algún hecho inesperado que, por casualidad, y como testigo, pudo haberse convertido en el momento más importante de sus vidas. Abelardo Kieffer, periodista de palabras mal escritas, pierde la inocencia a los ocho años, en una imagen difusa; entre sombra de animales y personas, se le engancha la escopeta y retumba un disparo. Eugenio Calderón queda como una liebre, un agujero cerca del ojo, una liebre después del tiro de gracia. Kieffer no es el protagonista de su vida, las cosas le suceden, por accidente o naturaleza, como puede ser una llamada anónima, una noche en el diario. Su vida se construye con las crónica ajenas (y como está el casino) sólo quedan los cumpleaños de quince, los bautismos y algún suicidio. Él no es el protagonista de esta historia, es sólo uno más, quizás quien recuerda este texto escrito por todos, este pueblo a punto de estallar.

El tejido. Las historias se entrelazan, pasan una dentro de la otra, al costado de la calle, o con medio cuerpo metido en el agua. Conviven los nazis, el usurero, la antena de televisión, la escuela técnica venida a menos, el remisero, Josefina la violinista, el psiquiátrico, el hijo bobo, los sapos, el cuerpo de Silvia Ayala descomponiéndose bajo la tierra, el olor a nardos, los pies descalzos que se confunden con la tierra. Y todo esto en silencio, con un abrazo para contarse todo, o simplemente llenando el vaso ajeno hasta el borde, mientras que el propio (vaso quebrado), hasta la mitad.

Todas estas historias, mezcladas por un tornado, son un grito mudo, un globo de historieta en blanco. La novela es una respiración violenta, pero no agitada. Una respiración que se entrecorta por las comas, los apartados y los capítulos. En las grietas de una frontera difusa se empieza a construir La putrefacción. Una novela que propone que tener la mirada puesta en las cosas pequeñas y simples es una manera de resistir.

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