de Miguel Vitagliano
Eterna Cadencia Editora, 2008
por Marina Arias
“Acaso lo extraordinario dependiera menos de los hechos en sí que de la manera de relatarlos”, reflexiona el narrador de Cuarteto para autos viejos posado en el hombro de quien al avanzar en el texto se recorta como máximo protagonista de la historia y por momentos despierta la sospecha de ser un alter ego del autor. Se trata del primer personaje que nos presenta Vitagliano en su octava novela y la máxima le surge en relación a la pasión de los taxistas -impensados colegas entre los que se siente sapo de otro pozo- por ostentar la anécdota más insólita vivida gracias a un circunstancial pasajero. Pero ese dictamen resulta exactamente opuesto a las decisiones narrativas de la obra. Porque de la mano de una prosa clara y despojada, que evita tanto recursos retóricos como descripciones estáticas, Vitagliano construye una compleja historia de amor. Quizá sería mejor decir algunos fragmentos de una compleja historia de amor, ya que por momentos para quien avanza en la lectura es inevitable paladear los dejos de una sensación hemingwayniana: el texto parece retacear información y despliega para el lector tan sólo algunas viñetas que indefectiblemente no serían las más importantes a la hora de una reconstrucción biográfica tradicional.
La historia de Cuarteto para autos viejos involucra a cuatro personajes principales engarzados por una trama que coquetea con la inverosimilitud y a la vez despierta la eterna sospecha de que las casualidades no existen: una insólita encuesta sobre los motivos personales para querer emigrar a Canadá, la ficha de un chofer de taxi colgada del respaldo de un Peugeot 504 o un accidente automovilístico fatal.
La novela está dividida en cuatro partes: “El hombre que hacía las casitas”, “La mujer que creía en la ley y en su hijo”, “El hombre que miraba los elefantes” y “La mujer que se casó muy joven”. Cada tramo está narrado desde la focalización del personaje aludido en el título. Es en el primero -y no puede ser casualidad que se trate del protagonizado por el personaje central de la novela- donde el autor más evidentemente se permite una suerte de reflexión metalingüística -hay que recordar que Miguel Vitagliano además de escritor es profesor de Teoría Literaria- pero que en modo alguno obstaculiza el ritmo narrativo ni invalida el seguimiento de la historia para un lector lego en la materia: desde los nueve años ese hombre, del que no sabremos nunca el nombre, está dedicado a la construcción de una maqueta en fósforos de su ciudad perfecta, en la que replica todos los edificios que van resultándole significativos mientras transita abúlicamente por su vida. Además, como dictamina el narrador: “todo en él eran números y cálculos, tanto para realizar sus construcciones en fósforo y cartón como para el resto de las cosas”. Mientras tanto, su casi ex mujer -con quien todavía comparte departamento en nombre de una supuesta conveniencia económica- es una imbatible oponente en el Scrabel y hasta parece capaz de digitar -como una suerte de mensaje cifrado hacia su marido a quien ha dejado de nombrar desde que no comparten habitación- qué última palabra dolorosa quedará en el tablero hasta que retomen la partida en la siguiente sobremesa. Es así que durante esa primera parte de la novela maquetas, números y palabras se turnan para echarnos en cara que, a pesar del olor y la textura de las páginas, al abrir un libro en definitiva nos enfrentamos con una cuestión de signos y paradojas de la representación.
Si con el transcurrir de la lectura ese doblez lúdico del texto puede empezar a resultar un tanto obvio, justo a tiempo, en la página 61, el narrador abandona las reflexiones impasibles del hombre sin nombre para entrar en la segunda parte y adentrarse en las vicisitudes de la existencia de Perla, una abogada especializada en derecho de familia con un hijo biológicamente adolescente pero que responde a la mentalidad de un infante y un marido, Octavio, quien ante semejante cotidianeidad se acoraza en los recuerdos de su mellizo muerto, lo que incluye una muda relación con la novia de antaño del mismo. Ajena a esa verdad, Perla clasifica todo acontecimiento al que se enfrenta según un dudoso cuadro de doble entrada agenciado en una fallida terapia de pareja y fantasea con un vecino que grita palabrotas por la ventana. Pero por encima de todo, Perla ama a su marido. “A cierta distancia, las personas, como las cosas, tienden a parecerse; cuando uno más se acerca reconoce, en cambio, que no son ni pueden ser semejantes. Nadie percibe las imperfecciones de un paisaje hasta que coloca un pie en ese lugar, y justamente uno se acerca sólo adonde desea. Todo lo amado es imperfecto”, sentencia sagazmente el texto utilizando como pretexto los sentimientos de esta jurista.
Cuando acontece el accidente de tránsito aludido en el título, el narrador abandona los ojos de Perla y se instala en un Octavio que se debate entre la culpa y la sospecha para desandar el relato y ahondar en su sentido. Es que en esta novela cada personaje no viene a sumar “un punto de vista”, a la manera de un Rosaura a las diez, una estructura tan visitada por lo mejor y lo peor de la literatura contemporánea hasta perder la fuerza y el sentido narrativo para limitarse a una decisión de autor caprichosa y ramplona, sino que completa sutilmente algunos -sólo algunos, y en ese sólo algunos radica lo más interesante de la estructura narrativa del texto- blancos de la historia de los protagonistas.
El tramo final del libro está protagonizado por Matilde, hermana del hombre sin nombre quien “cuando su segundo esposo, Alberto, decidió romper el matrimonio, tuvo la plena convicción de que los hombres la dejaban pero que ella, en verdad los abandonaba mucho antes”. Y aunque resulta el trayecto más dinámico e infaliblemente disfrutable de los cuatro, en un primer momento parece no terminar de cuajar con el resto de la novela. Es que despliega un mundo que responde a una pluma y una cosmovisión distintas a las apenas sugeridas en las páginas previas del libro.
Pero al invalorable placer de una lectura que se vuelve todavía más ágil viene a sumarse en las últimas páginas un guiño que involucra a la incompleta maqueta de fósforos y a la fatal incompletud de cualquier existencia.
La historia de Cuarteto para autos viejos involucra a cuatro personajes principales engarzados por una trama que coquetea con la inverosimilitud y a la vez despierta la eterna sospecha de que las casualidades no existen: una insólita encuesta sobre los motivos personales para querer emigrar a Canadá, la ficha de un chofer de taxi colgada del respaldo de un Peugeot 504 o un accidente automovilístico fatal.
La novela está dividida en cuatro partes: “El hombre que hacía las casitas”, “La mujer que creía en la ley y en su hijo”, “El hombre que miraba los elefantes” y “La mujer que se casó muy joven”. Cada tramo está narrado desde la focalización del personaje aludido en el título. Es en el primero -y no puede ser casualidad que se trate del protagonizado por el personaje central de la novela- donde el autor más evidentemente se permite una suerte de reflexión metalingüística -hay que recordar que Miguel Vitagliano además de escritor es profesor de Teoría Literaria- pero que en modo alguno obstaculiza el ritmo narrativo ni invalida el seguimiento de la historia para un lector lego en la materia: desde los nueve años ese hombre, del que no sabremos nunca el nombre, está dedicado a la construcción de una maqueta en fósforos de su ciudad perfecta, en la que replica todos los edificios que van resultándole significativos mientras transita abúlicamente por su vida. Además, como dictamina el narrador: “todo en él eran números y cálculos, tanto para realizar sus construcciones en fósforo y cartón como para el resto de las cosas”. Mientras tanto, su casi ex mujer -con quien todavía comparte departamento en nombre de una supuesta conveniencia económica- es una imbatible oponente en el Scrabel y hasta parece capaz de digitar -como una suerte de mensaje cifrado hacia su marido a quien ha dejado de nombrar desde que no comparten habitación- qué última palabra dolorosa quedará en el tablero hasta que retomen la partida en la siguiente sobremesa. Es así que durante esa primera parte de la novela maquetas, números y palabras se turnan para echarnos en cara que, a pesar del olor y la textura de las páginas, al abrir un libro en definitiva nos enfrentamos con una cuestión de signos y paradojas de la representación.
Si con el transcurrir de la lectura ese doblez lúdico del texto puede empezar a resultar un tanto obvio, justo a tiempo, en la página 61, el narrador abandona las reflexiones impasibles del hombre sin nombre para entrar en la segunda parte y adentrarse en las vicisitudes de la existencia de Perla, una abogada especializada en derecho de familia con un hijo biológicamente adolescente pero que responde a la mentalidad de un infante y un marido, Octavio, quien ante semejante cotidianeidad se acoraza en los recuerdos de su mellizo muerto, lo que incluye una muda relación con la novia de antaño del mismo. Ajena a esa verdad, Perla clasifica todo acontecimiento al que se enfrenta según un dudoso cuadro de doble entrada agenciado en una fallida terapia de pareja y fantasea con un vecino que grita palabrotas por la ventana. Pero por encima de todo, Perla ama a su marido. “A cierta distancia, las personas, como las cosas, tienden a parecerse; cuando uno más se acerca reconoce, en cambio, que no son ni pueden ser semejantes. Nadie percibe las imperfecciones de un paisaje hasta que coloca un pie en ese lugar, y justamente uno se acerca sólo adonde desea. Todo lo amado es imperfecto”, sentencia sagazmente el texto utilizando como pretexto los sentimientos de esta jurista.
Cuando acontece el accidente de tránsito aludido en el título, el narrador abandona los ojos de Perla y se instala en un Octavio que se debate entre la culpa y la sospecha para desandar el relato y ahondar en su sentido. Es que en esta novela cada personaje no viene a sumar “un punto de vista”, a la manera de un Rosaura a las diez, una estructura tan visitada por lo mejor y lo peor de la literatura contemporánea hasta perder la fuerza y el sentido narrativo para limitarse a una decisión de autor caprichosa y ramplona, sino que completa sutilmente algunos -sólo algunos, y en ese sólo algunos radica lo más interesante de la estructura narrativa del texto- blancos de la historia de los protagonistas.
El tramo final del libro está protagonizado por Matilde, hermana del hombre sin nombre quien “cuando su segundo esposo, Alberto, decidió romper el matrimonio, tuvo la plena convicción de que los hombres la dejaban pero que ella, en verdad los abandonaba mucho antes”. Y aunque resulta el trayecto más dinámico e infaliblemente disfrutable de los cuatro, en un primer momento parece no terminar de cuajar con el resto de la novela. Es que despliega un mundo que responde a una pluma y una cosmovisión distintas a las apenas sugeridas en las páginas previas del libro.
Pero al invalorable placer de una lectura que se vuelve todavía más ágil viene a sumarse en las últimas páginas un guiño que involucra a la incompleta maqueta de fósforos y a la fatal incompletud de cualquier existencia.
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