PIEDRAS ENCANTADAS
de Rodrigo Rey Rosa
Ediciones El Andariego, 2008.
por Marcelo López
Piedras encantadas es el nombre de la última novela de Rodrigo Rey Rosa publicada en Argentina por editorial El Andariego. Piedras encantadas es además el nombre que usa una de las tantas pandillas que circulan en Ciudad de Guatemala (“una temerosa pandilla juvenil”), donde se desarrolla la acción de la novela. “Prototipo de ciudad dura”, dirá el autor, refugiado en la utilización de una segunda persona del singular que le asegura, en este caso, el distanciamiento crítico necesario para narrar la materia –aquella ciudad dura- de la que dispone. Pero esa misma materia de la que habla no deja de ser extraña, incluso para esa voz –distante- que mencioné más arriba; se trata de una ciudad “donde la gente rica va en blindados y los hombres de negocios más exitosos llevan chalecos antibalas”. Se narra con cinismo, pero también es verdad que se puede palpar en el aire un cierto dejo de horror.
Resulta interesante el modo en que Rey Rosa nos introduce al espacio central de la narración, al relato propiamente dicho. Este “preámbulo”, es decir, esa voz distante que nos conduce a los intersticios de la ciudad como material novelable es un gran acierto por parte del guatemalteco. No solo ubica geográficamente (“Guatemala, Centroamérica”, con esas dos primeras palabras arranca el texto), sino que arrima una leve descripción personal (“El país más hermoso, la gente más fea”) para luego dar algunas indicaciones de cómo se debe hablar en dicho espacio (“No digas automóvil, tampoco coche”). Hay un fuerte sentido de propiedad en las palabras que utilizan los que residen en ese lugar. Esa propiedad, esa pertenencia que dan las palabras sirven para “mimetizarse” con el entorno, pero aún así seguirá latiendo el peligro que significa estar parado sobre esa tierra (“No lo olvides, estás en Guatemala”).
de Rodrigo Rey Rosa
Ediciones El Andariego, 2008.
por Marcelo López
Piedras encantadas es el nombre de la última novela de Rodrigo Rey Rosa publicada en Argentina por editorial El Andariego. Piedras encantadas es además el nombre que usa una de las tantas pandillas que circulan en Ciudad de Guatemala (“una temerosa pandilla juvenil”), donde se desarrolla la acción de la novela. “Prototipo de ciudad dura”, dirá el autor, refugiado en la utilización de una segunda persona del singular que le asegura, en este caso, el distanciamiento crítico necesario para narrar la materia –aquella ciudad dura- de la que dispone. Pero esa misma materia de la que habla no deja de ser extraña, incluso para esa voz –distante- que mencioné más arriba; se trata de una ciudad “donde la gente rica va en blindados y los hombres de negocios más exitosos llevan chalecos antibalas”. Se narra con cinismo, pero también es verdad que se puede palpar en el aire un cierto dejo de horror.
Resulta interesante el modo en que Rey Rosa nos introduce al espacio central de la narración, al relato propiamente dicho. Este “preámbulo”, es decir, esa voz distante que nos conduce a los intersticios de la ciudad como material novelable es un gran acierto por parte del guatemalteco. No solo ubica geográficamente (“Guatemala, Centroamérica”, con esas dos primeras palabras arranca el texto), sino que arrima una leve descripción personal (“El país más hermoso, la gente más fea”) para luego dar algunas indicaciones de cómo se debe hablar en dicho espacio (“No digas automóvil, tampoco coche”). Hay un fuerte sentido de propiedad en las palabras que utilizan los que residen en ese lugar. Esa propiedad, esa pertenencia que dan las palabras sirven para “mimetizarse” con el entorno, pero aún así seguirá latiendo el peligro que significa estar parado sobre esa tierra (“No lo olvides, estás en Guatemala”).
Esta novela de Rey Rosa, escrita en capítulos cortos y con un “ritmo desenfrenado”, tiene una atmósfera extraña, pero a su vez conocida para quienes lean habitualmente cierta vertiente de la literatura latinoamericana actual[1], son autores que de alguna manera construyen su poética en los márgenes mismos de un género menor como es el caso del policial negro. Por supuesto, no intento decir que se trate, en el caso de esta vertiente a la que hago referencia, de un grupo homogéneo de autores que escriben desde una estética particular y común a todos. Más que nada, se trata de escritores que en diferentes espacios geográficos han tenido que soportar situaciones más o menos parecidas, como lo son la violencia coercitiva y reaccionaria de una dictadura militar, o la experiencia del exilio e incluso las guerras civiles que aún hoy se suceden en algunas naciones de Centroamérica. No por nada, el autor dice que la única manifestación social más o menos perdurable en su Guatemala natal son los linchamientos. Lo que agrupa de un modo extraño pero concreto a estos autores son las experiencias límite, la violencia de la otredad en cualquiera de sus manifestaciones.
Rey Rosa fue definido alguna vez por Roberto Bolaño como “el escritor más riguroso de mi generación y al mismo tiempo el más transparente, el que mejor teje sus historias y el más luminoso de todos”, lo que ya es mucho decir y además refuerza la idea de que existe una vertiente de autores latinoamericanos que usan el modelo del policial negro –mejor dicho: sus márgenes- para referir y denunciar la realidad que les ha tocado vivir. Como dice Juan José Saer en La narración-objeto, “la novela negra es una forma de realismo crítico”. Un realismo crítico que avanza contra la (auto)censura de los propios escritores de esa generación y que necesitan acabar de una vez con el silencio para dar cuenta del horror que significa ser latinoamericano, haber nacido a mitad del siglo XX y ser parte integral de la historia de estas naciones que fueron gobernadas por personas incapaces de conducirlos creando políticas emancipatorias.
¿Cómo se narra, entonces, estos momentos de gran violencia y crisis en esta tierra regada con sangre en que se ha convertido Latinoamérica en las últimas décadas? Tal como dice Violeta Gorodischer[2], esto puede ser posible si se establece un cruce entre “la descripción de un campo minado con la novela policial negra. Sólo así, parece decir, puede llegar a narrarse esta materia inasible que fue (y sigue siendo) Guatemala”. En esta particular jungla de asfalto actual enfrentar la problemática de la representación –no sin riesgos- pareciera ser una mejor opción que sugerir o elidir el conflicto. Rey Rosa sabe que esa realidad, la realidad latinoamericana, abunda en grietas y por eso nos ofrece una novela cuyas líneas de fuga se disparan constantemente hacia delante, sabiendo de antemano que no hay espacios impermeables a dicha violencia, que no hay posibilidad, mejor dicho, de contar con “ningún lugar sagrado” en esta pesadilla que nos envuelve día a día.
[1] Hago referencia a novelas como Amuleto y Estrella distante, de Roberto Bolaño, La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo y Las cartas que no llegaron, del uruguayo Mauricio Rosencof. Es decir, novelas en las que el movimiento errante por la ciudad sirve para develar su costado más hostil (el hambre, la delincuencia y el terrorismo de Estado); si bien son autores heterogéneos en su estilo, puede verse cierta similitud en los temas que abordan.
[2] http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-3162-2008-09-07.html En esa misma nota, Rey Rosa afirma además que ““La novela policial moderna no sólo es instrumento de denuncia sino que también es un instrumento de investigación en las sociedades donde la corrupción y la falta de ideales son las constantes sociales. Es un género que se adapta muy bien ahora que hay mayor información, que todos somos más conscientes de la corrupción inherente al poder (…)”
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