Emecé, 2008
por Pablo Vinci
Sobre lo que sucedió con Mairal entre su primera novela Una noche con Sabrina Love y ésta última, Salvatierra, habría que discutir bastante y no sabemos si estamos capacitados o autorizados a hacerlo. Lo que podemos decir es que entre una y otra el salto en satisfactoriamente abismal. Quien escribe esto pensó, luego de leer Una noche…, que no se zambulliría nunca más en las obras de este autor, pero en la presentación de uno de los números de Los Asesinos Tímidos, conocí a Mairal personalmente. No hablé con él, simplemente presencié la lectura de sus textos, más precisamente alguno de sus Pornosonetos. Algo había cambiado (a lo mejor en Mairal, a lo mejor en mí).
Cuando apareció la novela Salvatierra la compre. Y la leí.
En principio podríamos decir que Salvatierra es un libro sobre la memoria, sobre la vuelta permanente sobre lo sucedido y con una fuerte participación emotiva en ese proceso de volver. Los intentos de interpretar y reconstruir ese pasado por momentos se vuelven fragmentados, incompletos y vagos. Sin embargo, ese pasado va apareciendo lentamente, reconstruido entre los rastros de la infancia y las marcas que ha dejado, atravesado por los acontecimientos presentes, las desilusiones y las incomprensiones.
También podríamos decir que se trata de un libro donde se narra la historia particular de la relación de un hijo con su padre y el vínculo creado entre ellos a partir de lo vivido, los actos y las miradas. Pero además la historia nos aproxima a ciertas relaciones, sentimientos, dudas y certezas de la vida de las personas, en términos más universales.
Salvatierra no habla y ése es el primer aspecto sugerente de la historia: la falta de palabras en la relación entre un padre y sus hijos.
En principio podríamos decir que Salvatierra es un libro sobre la memoria, sobre la vuelta permanente sobre lo sucedido y con una fuerte participación emotiva en ese proceso de volver. Los intentos de interpretar y reconstruir ese pasado por momentos se vuelven fragmentados, incompletos y vagos. Sin embargo, ese pasado va apareciendo lentamente, reconstruido entre los rastros de la infancia y las marcas que ha dejado, atravesado por los acontecimientos presentes, las desilusiones y las incomprensiones.
También podríamos decir que se trata de un libro donde se narra la historia particular de la relación de un hijo con su padre y el vínculo creado entre ellos a partir de lo vivido, los actos y las miradas. Pero además la historia nos aproxima a ciertas relaciones, sentimientos, dudas y certezas de la vida de las personas, en términos más universales.
Salvatierra no habla y ése es el primer aspecto sugerente de la historia: la falta de palabras en la relación entre un padre y sus hijos.
La posibilidad de expresión verbal es una de las herramientas que tiene el hombre para entrar en contacto con el “otro” pero aunque las miradas o los gestos cumplen papeles similares a las palabras, no las reemplazan, no expresan lo mismo y no están presentes con la bastedad de lo dicho, los matices de lo hablado, los silencios o los olvidos.
Esta situación, o esta carencia, es la que parece incentivar en Salvatierra la búsqueda de otra herramienta para conocer, pensar, interrogar y expresar la realidad: la pintura. A través de ella intenta “narrarse a sí mismo” y elige para contarse un “mural continuo” sin fragmentaciones, como la experiencia misma. Esa pintura refleja el amor, la tristeza, la incomprensión, las desilusiones, las propias contradicciones y las luchas e inseguridades de Salvatierra.
Cuando la política -o la humanidad en general- lo desilusionan, Salvatierra pinta esos paisajes vacíos, como si quisiera alejarse hasta un lugar donde los vínculos quedaran reducidos apenas a un saludo a la distancia.
Lo universal también aparece en Salvatierra alrededor de la reflexión sobre las relaciones humanas, sobre la necesidad de reconocimiento que tienen los hombres, sobre los obstáculos que dificultan la manifestación de lo propio.
Cuando la política -o la humanidad en general- lo desilusionan, Salvatierra pinta esos paisajes vacíos, como si quisiera alejarse hasta un lugar donde los vínculos quedaran reducidos apenas a un saludo a la distancia.
Lo universal también aparece en Salvatierra alrededor de la reflexión sobre las relaciones humanas, sobre la necesidad de reconocimiento que tienen los hombres, sobre los obstáculos que dificultan la manifestación de lo propio.
Pero aparte de mostrarnos el modo en que los padres dejan una huella permanente en el universo interior de los hijos, lo que surge con más potencia en la novela es la importancia de la mirada del otro como espacio y momento de reconocimiento de lo propio, el lugar donde se confirma la propia existencia.
La mirada ajena (cómo “el otro me ve” o “lo mío reflejado en la mirada de ese otro”) es el material sobre el que el hombre no sólo se construye sino que además logra saber más de sí. De este modo el hijo de Salvatierra (que es quien narra la historia), como si estuviera explorando su propia vida para buscar quién es, va desplegando otras búsquedas e interrogando quiénes fueron los otros.
¿Qué nos había pasado a Luis y a mí, que habíamos terminado con estas vidas tan grises y porteñas, como si Salvatierra se hubiese acaparado todo el color disponible?
En Salvatierra la exploración de “la totalidad de su obra, sus colores, sus secretos y sus años”, (la historia “ovillada y escondida” en la pintura del padre) se transforma en un recurso para acortar el espacio entre lo que se desconocía de él y lo que todos sabían. Por medio de esta tela continua, se desarma el papel que ha representado ante los otros.
El misterio que representa Salvatierra para su hijo se despliega a través de esta pintura. La obra que ha dejado permite enfrentar lo desconocido, lo que resultó difícil y hasta imposible emprender cara a cara. En este caso lo hecho, lo producido, lo obrado “habla” por el otro.
Es la pintura la que va desplegando las diferentes perspectivas, los sentimientos generados, las angustias, los dolores, las preguntas no hechas y olvidadas. Este despliegue casi infinito, sin bordes ni límites, conduce a la reflexión sobre el pasado que se aparece como un fantasma.
Esto, además, le permite al narrador descentrar su mirada, extrañarse de su propia vida, comprender otras miradas y repensar las situaciones desde el lugar de la mirada del “otro”. Es así como, en el recorrido de reconocimiento del “padre”, encuentra finalmente un “hombre” con sus preguntas, sus angustias, sus contradicciones y sus matices. Pero también se encuentra a sí mismo angustiado por lo no hecho y por lo no anhelado. Por esto se le hace tan imperioso ordenar y poner límites a lo infinito y a lo monumental. Ordenar y poner límites para continuar con la búsqueda, para comprender la propia vida.
En este sentido hay un interesante contrapunto entre los hermanos, que señala la existencia de lo diverso y de lo posible. Ambos han vivido situaciones similares, pero uno quiere ver e ir más allá, y el otro se contenta con el recuerdo vago, transformador e idealizador del pasado. Uno intenta trascender la situación, reconocer la manera en que los otros, el padre, o las circunstancias lo han afectado; el otro prefiere negarlo, no reflexionar, no ejercitar la memoria. Uno afronta lo nuevo y el descubrimiento de lo desconocido, el otro se horroriza y lo niega, escapa.
La revisión de la historia propia y de la de los otros no nos deja en el mismo lugar. Surgimos de esa visita a la historia siendo distintos, con otras perspectivas sobre las personas, los sucesos, las relaciones y las motivaciones. Ese viaje transformador es la entrada a algo nuevo, a un espacio propio.
Algo habremos revisado. Mairal y yo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario