de Ramon D.Tarruella
Grupo Editor Mil Botellas, 2009
por Pablo Vinci
Las gentes como nosotros deben tener la religión de la desesperación. Hay que estar a la altura del destino, es decir, impasible con él. Lo que hay que hacer es sacar de la desesperación misma, esperanza.
Gustave Flaubert a Ernesto Feydeau
Villa Elisa, Portugal, Quilmes, Buenos Aires, Kordon, Puig, Cortazar, Onetti, Wernicke, Herminio Iglesias, Alfonsín, Rock…
Santiago y Federico viven en los noventa y planean escribir una novela. Juntan datos, bibliografía, ideas. Pasan unos años, el proyecto queda guardado en una caja, y ya en los “dosmiles” Federico se mata.
Manuel Frías, “un héroe pop sin grandes ambiciones” (el personaje de la novela que Santiago debe escribir solo, “sin consenso y con el mundo que se volvió más adverso”, cuando lo que tenía pensado era ayudar a Federico a escribirla) no tiene agua caliente, vive solo, escribe artículos para una revista, toma cocaína y escucha música. Vive en la década de 1980.
Estos dos párrafos y la lista de nombres propios que la precede eran los primeros apuntes para una reseña de Balbuceos (en noviembre), la novela de Ramón Tarruella, hasta que me encontré con las palabras de Flaubert, que encabezan esta nota, en una carta a Ernesto Feydeau. Entonces la lectura de la novela empezó de nuevo, ya sin atender a cuestiones técnicas, de estructura, o de estilo, que (por logradas) ya dejaron de preocuparme.
En un tiempo en que muchos escritores ni se plantean el problema de no tener qué decir, en una época en que en voz baja se dice que “como no se puede combatir al mercado hay que hacerse uno propio entre los conocidos”, y en donde la tradición literaria es ridiculizada por “anacrónica” o por simple ignorancia (y hablo de las ignorancias no inocentes) aparece esta novela de Tarruella que se ríe de las bestias.
Una novela que se zafa sin ambigüedades de la vulgaridad posmoderna (casi citando a Unamuno). Vulgaridad (la de hoy) que es más irritante que la de ayer porque que se da aires de novedad y de originalidad. Una novela atravesada por la desesperación. Una náusea que empezó en los años setenta y que todavía se mueve.
El texto de Ramón Terruella desarma y rearma la desesperación. Y ese es el mejor camino, porque haciéndolo nos encontramos con todas las cosas, nos encontramos con que sí hay qué decir, con que sí es necesario decirlo porque muchos necesitan que las cosas se digan, y porque uno mismo necesita decirlas desde su individual lugar no sólo para la literatura, sino para sumar también una individualidad más al proyecto colectivo de lo que Flaubert nos avisa que se saca de la desesperanza.
Gustave Flaubert a Ernesto Feydeau
Villa Elisa, Portugal, Quilmes, Buenos Aires, Kordon, Puig, Cortazar, Onetti, Wernicke, Herminio Iglesias, Alfonsín, Rock…
Santiago y Federico viven en los noventa y planean escribir una novela. Juntan datos, bibliografía, ideas. Pasan unos años, el proyecto queda guardado en una caja, y ya en los “dosmiles” Federico se mata.
Manuel Frías, “un héroe pop sin grandes ambiciones” (el personaje de la novela que Santiago debe escribir solo, “sin consenso y con el mundo que se volvió más adverso”, cuando lo que tenía pensado era ayudar a Federico a escribirla) no tiene agua caliente, vive solo, escribe artículos para una revista, toma cocaína y escucha música. Vive en la década de 1980.
Estos dos párrafos y la lista de nombres propios que la precede eran los primeros apuntes para una reseña de Balbuceos (en noviembre), la novela de Ramón Tarruella, hasta que me encontré con las palabras de Flaubert, que encabezan esta nota, en una carta a Ernesto Feydeau. Entonces la lectura de la novela empezó de nuevo, ya sin atender a cuestiones técnicas, de estructura, o de estilo, que (por logradas) ya dejaron de preocuparme.
En un tiempo en que muchos escritores ni se plantean el problema de no tener qué decir, en una época en que en voz baja se dice que “como no se puede combatir al mercado hay que hacerse uno propio entre los conocidos”, y en donde la tradición literaria es ridiculizada por “anacrónica” o por simple ignorancia (y hablo de las ignorancias no inocentes) aparece esta novela de Tarruella que se ríe de las bestias.
Una novela que se zafa sin ambigüedades de la vulgaridad posmoderna (casi citando a Unamuno). Vulgaridad (la de hoy) que es más irritante que la de ayer porque que se da aires de novedad y de originalidad. Una novela atravesada por la desesperación. Una náusea que empezó en los años setenta y que todavía se mueve.
El texto de Ramón Terruella desarma y rearma la desesperación. Y ese es el mejor camino, porque haciéndolo nos encontramos con todas las cosas, nos encontramos con que sí hay qué decir, con que sí es necesario decirlo porque muchos necesitan que las cosas se digan, y porque uno mismo necesita decirlas desde su individual lugar no sólo para la literatura, sino para sumar también una individualidad más al proyecto colectivo de lo que Flaubert nos avisa que se saca de la desesperanza.
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