EL PRESENTE (de Juan Bernardo Cejas), por Edgardo Scott

EL PRESENTE
de Juan Bernardo Cejas
Santiago Arcos, 2009
por Edgardo Scott




“He nacido para ser regalo, siempre he pertenecido a alguien y me molestaba vagar un día entero sin encontrar a nadie a quien ofrecerme”. Eso escribe, entre tantas maravillas, Robert Walser en Los hermanos Tanner. Algo parecido le ocurre a Francisquito, el protagonista de la novela El presente, de Juan Cejas. De entrada, va pasando de mano en mano. Los hombres y mujeres que van figurando como padres y madres de Francisquito no terminan de aceptarlo y adoptarlo y tampoco terminan de rechazarlo del todo. Francisquito, en cambio, confundido, los adoptará a todos; hablará de "mi primer padre" (Varguitas), "mi segundo padre" (el dr. Roque Cejoslovich), "mi último padre" (Baltasar). Y como en los personajes y narradores de Walser (y hasta en Walser mismo), la locura será un destino ineludible para él. Francisquito irá creciendo con la marca de los malqueridos, de los desatendidos y negados.

El autor, sin embargo, no se concentra en la locura. Deja que su narrador -el mismo Francisco, crecido, hecho hombre- sea un narrador cuerdo. Cuerdo, reflexivo y algo melancólico. Un narrador que define su memoria aferrándose a los detalles, pero sin poder interpretarlos, sin poder resumir ni concluir nada. En eso tal vez radique la angustia y la tensión que circulan por la novela, de principio a fin. En cambio, con ese detallismo y ese ritmo pausado, Francisquito enseguida le ofrece también al lector otra cosa: un territorio poético. Una zona inconfundible para la narración en el Río de la Plata: el eco distorsionado de aquella zona de la escritura, que fundaron involuntariamente para los narradores posteriores entre Onetti, Di Benedetto y Juan José Saer.

¿Es El presente una novela de crítica hacia la ciencia, hacia la medicina psiquiátrica, y sobre todo, hacia la doxa hegemónica en salud mental? Sí. Pero también es la narración de un narcisista, de un inhibido, de un solitario. De una soledad vivida como enfermedad, como padecimiento, cuando la espera de una relación buena, de una medida armónica con el mundo se distengra. Hay un tema de El otro yo que repite en su estribillo: el mundo no está hecho para mí. Y es que el mundo no está (ni quizá deba estarlo) hecho para nadie. Pero también es cierto que "una infancia feliz" debe tener los rasgos del amparo ante esa verdad, o de la entrega dosificada, paulatina, de esa verdad tremenda. Francisco cuenta en El presente sus periplos hasta "hacerse adulto", su malvenida a este mundo. Francisco nace, se nos informa, a finales del 55, con la caida del peronismo, cuando ya ni siquiera en el discurso los niños serán privilegiados.

El peronismo, el imaginario peronista de los cabecita negra llegando a la ciudad, pariendo hijos que luego no saben donde ubicarse, criarse, y que pululan como los perros en las villas, está muy presente en esta novela. También la carencia de oficio. Los terribles efectos sobre los hombres y las familias (como en el obrero Luis Fiore, de Saer, en Cicatrices) que se produce a partir del peronismo, cuando la gente queda a disposición de la fábrica, de la macro-estructura sindical, desarraigado de su lugar de trabajo. Varguitas, el padre biológico de Francisco, es un personaje inolvidable en esta línea.

Pasivo, sumiso, y hablado por "LAS VOCINGLERAS" (tal el neologismo que elige Francisco para nombrar al autor coral de sus delirios místicos), Francisco sólo consigue hacerse de algo suyo, de algo propio, cuando puede iniciar su escritura. Lo hace gracias a los cuadernos de tapas duras que le regala el Dr. Ares, otro de sus tutores. En esos cuadernos en los que Francisco escribirá nada menos que su pasado, su locura, estará el remedio, o al menos, el bastón. Lacan decía -es una hipótesis hiper difundida entre psicoanalistas- que Joyce en realidad poseía una estructura psicótica y que sin embargo, por la escritura hecha obra, había podido más o menos desandar una vida. O la vida no se le había derramado en una psicosis. La hija de Joyce, en cambio, Lucía, ya no pudo esquivar aquella mole familiar, y dio de lleno contra ella. Donde usted nada, ella se ahoga, le explicaron a Joyce padre. Francisco logra nadar, al salir de su adolescencia, con sus cuadernos de tapas duras como remos y flotadores. Sin embargo, en eso también hay algo que provoca identificación y reconocimiento en cualquier lector: cuadernos, lapiceras, libros, son talismanes y refugios de casi todo escritor.

El mundo de Francisco que escribe Juan Cejas cruje y está torcido, y por lo tanto, a lo sumo se puede aspirar a enderezarlo un poco. Como a una de esas plantas de tomates que hay en las quintas del hospital de los Schreber (tal vez sirva subrayar que la novela de Cejas trabaja con toda una serie de citas, de clásicos del vocabulario psicoanálítico: el Caso Schreber, de Freud, el Elogio de la locura, de Erasmo, la psicóloga de Francisco se llama Andrea Salomé, parodiando a Lou-Andreas Salomé, la conocida escritora y psicoanalista rusa, y querida de Nietzche). Esos tres verbos (crujir, torcer, enderezar), bajo cualquiera de sus formas gramaticales es raro no encontrarlos a cada paso. Crujen las sillas al sentarse, cruje la yerba en el mate, crujen las ramas por el viento. Se tuerce la cabeza para mirar un escote, el cuerpo para recibir una inyección. Y a su vez, se intenta, se lucha por enderezarlo todo.

El presente oculta ya desde su título (que puede confundir su semántica por el lado de lo temporal) ese don, ese presente que puede o no ser la vida para aquel que la lleva a cuestas. A través de sus cuadernos, acaso como el Fritz Kocher de Walser, Francisco intenta esa búsqueda. Los cuadernos son sus andamios. El resto es la historia, ese sueño o pesadilla, como decía Joyce, de la que quiero despertar.

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