UN AÑO (de Jean Echenoz), por Patricio Arnauti

UN AÑO
de Jean Echenoz
Mardulce, 2011
por Patricio Arnauti

Victoire, una chica francesa (quizá ya no tan chica), despierta una mañana al lado de un amigo muerto, después de lo que, podemos suponer, ha sido una fiesta o una noche de excesos. O donde el exceso principal haya consistido en perder la conciencia y, después, la memoria. No recordar, no saber. Frente a ese cuadro, Victoire –escribe Echenoz- ante todo quería no tener que dar explicaciones. Opta así por dejar París y emprender la fuga; guardarse un tiempo y consumir sus pocos ahorros en distintos pueblitos de ruta, hacia el sur de Francia. Su destino se complica, se afea, se torna incluso peligroso.

Menos de cien páginas y un argumento sencillo le bastan a Jean Echenoz para lograr en Un año, un relato admirable donde -a diferencia de Victoire- puede apuntar sin énfasis algunos problemas éticos contemporáneos: la lucha trabada entre deseo y misantropía, el goce de la desmemoria y la supresión, el crimen indiferente disimulado en el desvío moral. Victoire se abandona a una deriva que sin embargo dura un tiempo razonable, posee una medida convencional: un año. Se pierde, sí, pero durante sólo un año. Suspende todo lazo social conocido, pero algo, como una marea de orilla, la sabrá devolver a su lugar de siempre. Finalmente, su aventura, su año, si no ha dejado experiencia –y eso Echenoz lo deja en manos del lector- no ha sido muy distinto de uno de esos años sabáticos que pueden tomar, cada tanto, las estrellas de cine, el deporte, o la televisión.

“Adquirió el hábito de comer sola, dándole la espalda al mundo.”, así es la realización del programa inconsciente de Victoire. Subsiste ese como sí, una lógica adolescente. No es transgredir: es jugar a transgredir. Un rato. Un año al menos. El escape, la evasión con término, como reenvío hacia el corazón de la pauta y la convención más superficial. Pero otro de los logros de Echenoz es que Victoire no sea antipática. Victoire es una precipitación. Huye por torpeza y si en cambio se queda, permanece, eso no asegura un sentido o una convicción.

Vale mencionar la traducción. Damián Tabarovsky ha realizado un trabajo tan acertado y elegante que, salvo cuando él mismo lo decide –expresiones, argentinismos como “era una maza”, que en verdad iluminan el texto- no enseña las costuras. Brilla en las imágenes poéticas, pero eso no le hace perder el ritmo acelerado de la narración cuando Echenoz así lo dispone.

En un ensayo sobre Canetti, Susan Sontag mencionaba “los atributos necesarios de un gran escritor: es original, resume su época, se opone a su época”. Echenoz es entonces un gran escritor. Entre tantas novelas de cien páginas estiradas que, bajo la consigna del estilo despojado, no logran estar de pie frente al lector, que parecen apuradas por decir algo que tal vez, podría haberse callado, Echenoz entrega una auténtica, hasta rigurosa novela breve, digna de Mann, de Onetti, de Joseph Roth, en definitiva, de algún otro gran escritor.

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