MATAR A BORGES
de Francisco Capellotti
Editorial Planeta, 2012
por Hernán Carbonel
“Decidí matarlo un 30 de abril de 1950, meses
después de que su fama se acrecentara al publicar la tan mentada obra El Aleph”.
Así comienza “Matar a Borges”, de Francisco Cappellotti.
Y quien lo dice es Carlos Argentino Daneri,
primo-hermano de Beatriz Viterbo (con la cual compartía un amor incestuoso),
quien en un cruce entre la ficción y la ficción de la ficción busca la venganza
por lo que Borges (de aquí en adelante B) escribió de él en ese cuento:
“rosado, considerable, canoso, de rasgos finos”, “autoritario”, “ineficaz”, un
“loco” de ideas “ineptas”, autor de estrofas “nada memorables”, “un pedantesco
fárrago”, inspirador de “un rencor inevitable”.
Para que quede claro, Daneri lo advertirá unas
20 veces o más durante el desarrollo del libro: va a matar a B.
B, en tanto, es presidente de la SADE, vive en
su departamento de la calle Maipú con su madre Leonor Acevedo (quien “maneja
los hilos de la familia”) y su ama de llaves Fanny, y se encuentra cada tanto
con su entrañable amigo Bioy Casares (alias “Adolfito”).
Para urdir una trama más compleja, Daneri
matará antes a Estela Canto y a Ulrike
Von Kuhlmann. Y entonces saldrán a escena el Inspector Colombres -un sucio, oscuro,
corrupto y negligente policía- y su ayudante Vega -apocado, perspicaz, devoto
lector. Sumadas a ellos, las conspiraciones del peronismo.
Excepto por las cartas que se envían entre sí
Daneri y B, la novela transcurre con un narrador en tercera persona, que se
despacha con intervenciones del tipo “nuestro protagonista”, “decimos”, “ahora
estamos” o “ustedes, estimados lectores”, que contrastan con la voz que por
momentos resume los argumentos de las obras de B (La otra muerte, La muerte y
la brújula, Historia del guerrero y la cautiva, etc.) como quien da clases en
un secundario.
Hay en Matar a Borges una inverosímil
banalización del discurso: se define a B como alguien que “siempre decía algo
interesante, algo lleno de erudición”, que “solía pensar sus ficciones sentado
bajo la ducha” y elucubraba para sí enunciados del estilo “parecés Raskolnikov,
aquel mítico personaje de Dostoievski cuya cierta lucidez...”.
Además, aparecen frases inconexas, sin
coherencia gramatical (página 55), excesivas repeticiones de palabras en una
misma página o de sentencias (“el mayor poeta y cuentista de nuestra tierra”), escenas
forzadas; se dan por sentado supuestos nunca antes expresados; actos que se
plantean por una causa y terminan resultando su opuesto: lo que es un secreto
en página 161 era algo público en página 156. Y otras nimiedades, frases del
tipo “los cabellos húmedos, aún mojados”, “respondió en silencio”, o las
lágrimas que escapan “a través de los pómulos”.
En definitiva: el narrador se difumina y no se
alcanza a saber si es omnisciente, testigo o deficiente, ya que los personajes
parecen saber más que quien los refiere.
Lo cierto es que la profecía se cumple, lo
tantas veces anunciado sucede: Daneri mata a B. Claro que con él debieran morir
sus apólogos, sus exaltados discípulos. Pero eso no sucede.
Matar a Borges es una historia pretensiosa
desde el vamos. Y uno se pregunta si estos errores de edición son de -justamente-
los editores, o parte del -como alguna vez dijo Abelardo Castillo citando a
Cortázar- riesgo de leer a cualquier escritor y “caer en una efusión ingenua”.
Porque es ley: quien se mete con los monstruos puede ganar por Knockout y
afano, o perder por puntos de la manera más lastimosa.
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