de C.E.Feiling
Fondo de Cultura Económica, 2013
por Tomás Downey
Reseña de El
mal menor (C.E. Fieling, Fondo de Cultura
Económica, 2012).
C.
E. Fieling (Rosario, 1961 – Buenos Aires, 1977), en uno de los ensayos
recopilados en Con toda intención (Sudamericana, 2005), cita al Nietzche de Humano, demasiado humano: “En época de las groseras culturas primordiales, el hombre creía
que en los sueños se transportaba a
un segundo mundo real: ésa es la
fuente de toda metafísica. Sin los sueños no hubiera habido por qué dividir al mundo
en dos.” (Página 270).
Los
seres humanos, a través del lenguaje, pretendemos entender, clasificar,
ordenar. Pero siempre hay algo que se escapa, algo incomprensible; ese algo nos
somete todas las noches mientras soñamos, en ese universo en el que cada
símbolo significa siempre otra cosa. Donde todo lo que parece estar bajo
control se suelta y se apodera de nosotros. El de los sueños es otro mundo,
cuya lógica no comprendemos. Un mundo que provoca terror y fascinación; en el
que nuestra voluntad obedece a estímulos que desconocemos, dejándonos reducidos
a polillas que orbitan la luz y el calor, enloquecidos y estupidizados.
¿Y
qué es eso a lo que le tememos? ¿Y por qué? El miedo, desde la biología, se
define como una cualidad adaptativa. Un mecanismo de supervivencia que se
activa ante el peligro inminente. El hombre, sin embargo, escindido de ese estrato
natural por obra del lenguaje, teme a lo que no comprende. Lo oculto, lo imprevisible,
lo desconocido. Metáforas de la oscuridad y la muerte.
Hoy,
a través de la ciencia y su estudio de los mecanismos, entendemos cómo suceden ciertas
cosas; pero no por qué.
Y
es que quizás no haya nada que saber: la naturaleza -para usar las palabras del propio Fieling-
es puro “mecanismo ciego”. No le tememos a la muerte en sí -porque comprendemos
que es un proceso natural e inevitable- pero sí a su sentido. O,
mejor dicho, a la ausencia de él. Ese
lugar de miedo primigenio, entonces, lo ocupan los sueños; el campo donde todo
eso que no comprendemos -eso que en la vigilia podría volvernos locos- se
escenifica una y otra vez, estableciendo códigos que nadie termina de entender.
“Los
sueños son asquerosos, y nadie debería tener que soportarlos (...) Nadie merece
soñar, acostarse todas las noches de su vida sabiendo que va a ser juguete de
aquello mismo que emplea cada día en reprimir” (Pag. 174), dice Fieling a
través de uno de los personajes de la novela.
La
idea de que la literatura de terror trabaja sobre esos miedos primitivos no es
nueva. Tampoco lo era en 1996, año en que se publicó por primera vez El mal menor.
En
su tercera y anteúltima novela, parte de un proyecto literario que incluye un
policial con ecos políticos (El
agua electrizada, 1992), un relato de aventuras que
transcurre a principios del siglo XX, protagonizado por un posible Leopoldo
Lugones (Un poeta nacional, 1993), y una incursión inconclusa en el fantasy -tan de
moda por estos días, quizás no tanto hace quince años-, Fieling construye una
historia sólida, que transcurre en una Buenos Aires perfectamente verosímil,
casi igual a la nuestra.
El
argumento: hay una realidad paralela en la que nuestros sueños se corporizan.
Existe un cerco que mantiene a nuestro mundo a salvo de aquél. Están los arcontes, doce
personas sobre las que cae la responsabilidad de proteger esa barrera. Y los visitantes, y los prófugos. Los primeros son
inofensivos, apariciones que vagan por la ciudad y que solo pueden ser vistas por los
arcontes. Pero ojo con los prófugos, que son los que encuentran una brecha y logran pasar a
nuestro mundo. Uno solo -una criatura realmente pesadillesca, dotado de una fuerza terrible,
capaz de cambiar de forma y demás habilidades conferidas por quien lo soñó- es capaz de hacer
peligrar el cerco, allanando el camino para que otros como él (o ella, o lo que fuera) crucen a este
lado, el nuestro.
Inés
-treinta y un años, dueña de un restaurante exitoso, segura de su belleza e inteligencia,
soltera y aficionada a la cocaína y la ingesta de alcohol en cantidades industriales-,
se ve obligada a asumir una responsabilidad que no desea cuando la situación
comienza a pasarse de siniestra. Primero con incredulidad, luego abrumada por
todo lo que experimenta en su propio cuerpo. El encargado de decirle que es uno
de ellos es otro arconte, Nelson Floreal, tarotista e hijo de Doña Adela, la
más vieja de los doce.
Otros
personajes, con mayor o menor relevancia, con más o menos sorpresas guardadas, completan
el elenco de esta batalla entre las fuerzas de un bien que nunca es tal y de un
mal que no es otra cosa que el eco de lo que sueñan los mortales.
El
relato alterna entre dos voces, ambas levemente corridas de eje. La de un
narrador en tercera persona, omnisciente, sutilmente irónico y desapegado; y la
de Inés, en la que parecieran percibirse los efectos de la cocaína y el
alcohol: ese estado en el que las cosas parecen suceder, ajenas
a nosotros. (Más allá de algunas escenas escabrosas, con tendencia al barroco -“No
me atreví a mirar más
abajo, donde la vagina ejecutaba su propio concierto; tampoco tuve tiempo de
hacerlo, porque tras un último y rapidísimo cambio el lugar de la azafata fue
ocupado por un gigante musculoso. Su rostro estaba cubierto de gusanos y su
pene eyaculaba -rítmica y puntualmente grandes chorros de una diarrea negruzca”-,
hay un tono extraño que recorre el texto de principio a fin, algo que sugiere
resignación. No hay sobresaltos ni grandes escenas, excepto un momento o
dos que igualmente se narran con una calma enrarecida, sin el histrionismo y el
gusto por las revelaciones típicos del género. La novela evita el impacto, el
susto, la mera reacción.)
Las
dos voces que llevan la historia se enlazan en el final, del que no voy a decir
nada excepto todo lo que ya dije y algo más: El
mal menor se guarda para las últimas páginas una vuelta
de tuerca. Ese dato, en contraste con lo dicho en el párrafo anterior, podría
sonar a contradicción. Pero: Fieling evita la astucia, el engaño. Construye
minuciosamente un giro cargado de cinismo y que no solo funciona sobre el
relato, sino también a nivel discursivo, con chiste incluído. Un descubrimiento
que resignifica y sorprende, sí, pero lo que más choca es que podríamos haberlo sabido. Y que ahora, como siempre, ya es tarde para todo.
Una
novela costumbrista, erudita e irónica (Fieling comparte con Borges bastante
más que el ascendente inglés), realista, terrorífica; repleta de pequeñas
perlas que son la verdadera sustancia de esa materia ecléctica y amorfa que
llamamos literatura: un breve comentario sobre una canción de Leonard Cohen y
la verdad que -aunque a nuestras inteligencias le pese- encierran los clichés, una
serie de reflexiones sobre la burocracia y la industria del turismo en Cuba, o
la salsa de
soja perfecta para un “Puchero chino”.
El mal menor es uno de
esos libros que se leen de un tirón. Un relato genial, casi una droga: la
afición de Inés por la cocaína es curiosamente análoga a la nuestra -ay de
nosotros, los lectores- por pasar las páginas hasta llegar a un final en el que
el vacío se siente en la boca del estómago.
Fieling,
pese a haber muerto tan joven -de leucemia: absurdo, dirían algunos con razón-, dejó una obra particularmente
interesante. Sus tres novelas, junto con fragmentos del La tierra esmerlada, su libro
inconcluso, fueron editadas por Norma en el 2007 bajo el nombre Los cuatro elementos. Y al
mencionado Con toda intención, se le suma Amor
a Roma, un libro de poemas de1995.
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