GINZBURG- FERRANTE, LA DUPLA FULMINANTE , por Patricia Iovine

GINZBURG- FERRANTE, LA DUPLA FULMINANTE 

por Patricia Iovine

 


Conocí a Natalia Ginzburg casi al mismo tiempo que a Elena Ferrante, hace apenas seis años. No debería ser en sí algo sorprendente  -las dos son italianas y yo adoro la literatura italiana-, excepto por lo tardío de mi descubrimiento y por el hecho de que la primera de las nombradas falleció en 1991 y llevaba una vasta trayectoria en el mundo de las letras que yo desconocía, mientras que a la segunda le faltaría todavía un año  para publicar El amor molesto (1992), novela con la que se consagró casi inmediatamente. Además de las cronológicas, otra de las razones que diferencian a ambas escritoras es que mientras que Natalia Ginzburg hizo de la escritura y la política su forma de mirar el mundo (fue, junto a su primer marido, León Ginzburg, una audaz activista antifascista y llegó a ser diputada independiente de izquierda en 1983), a Elena Ferrante, la conocemos por su seudónimo ya que sólo sus editores saben la verdadera identidad porque eligió el anonimato como su manera de estar en el ambiente literario: Ferrante es, aún hoy, “la escritora sin rostro”. Pero las coincidencias comienzan más temprano que tarde: Fue Natalia Ginzburg quien impulsó como editora los primeros textos de su coetánea Elsa Morante, la célebre romana por quien Elena Ferrante confiesa una gran admiración y fuente de inspiración.

¿Qué es entonces -más allá de ese dato- lo que me lleva a asociarlas cuando pienso en ellas o las leo? Supongo que la matriz temática de la que están hechas sus obras. Cuando Natalia Ginzburg publicó su primera novela, La calle que va a la ciudad, en 1941, un par de años antes del nacimiento de Elena Ferrante, dijo que quería que cada frase fuera como una cachetada y así surgió esa nouvelle neorrealista, hecha de frases breves, fulminantes, sin ornamento alguno. En el prólogo de A propósito de las mujeres, Ginzburg dice que había revisado sus relatos anteriores y veía hermosas frases muy estudiadas y bien construidas pero que ahora ya no quería escribir así. El resultado es esa prosa demorada, una historia cuyo conflicto ya está instalado antes de la primera línea: Delia, su protagonista, es una jovencita de suburbio cuya única meta es escapar de la miseria familiar que la avergüenza y lo hace cada día recorriendo el espacio que separa su casa de la ciudad donde cree que encontrará, como su hermana, un año mayor, la felicidad.

Elena Ferrante dice que la primera vez que tuvo la impresión de haber escrito como quería fue con El amor molesto, que antes de esa novela sólo había una colección de páginas trabajadas con obsesión, seguramente verosímiles, con una verdad confeccionada a la medida de los relatos más o menos bien hechos sobre Nápoles, la periferia, la miseria, los varones celosos, pero “el golpe” llegó cuando la escritura adquirió el tono adecuado, lo advirtió desde el primer párrafo y se desplegó una historia que hasta ese momento nunca había intentado: una historia de amor por la madre, un amor íntimo, carnal, mezclado con una repulsión igual de carnal. “Decidí publicar El amor molesto no tanto por lo que contaba y que todavía me incomodaba y me asustaba, sino porque por primera vez me pareció que podía decir: es así como quiero escribir”, explicó Ferrante en el capítulo “Mujeres que escriben” de La frantumaglia (Lumen, 2003).

 “Frantumaglia” es un acervo de cosas, una palabra heredada de su madre que aglutina a todo lo que Elena Ferrante recurre cuando construye historias, fragmentos de memorias y lugares. Para Natalia Ginzburg ese léxico familiar también es lo cotidiano, un regodeo del detalle, el refugio de la casa familiar. “Un retrato político desde el retrato íntimo, porque todo lo que nos marca sucede en el hogar y es lo cotidiano lo que nos explica”, como subraya Elena Medel en su prólogo a Lessico famigliare.

En suma, poner en palabras la verdad de un gesto sin domesticarlo, partir de la casa como un espacio universal en cuanto que todo lo que ocurre en ella iguala a unos y a otros, hurgar en las relaciones sentimentales y/o familiares como origen del caos. Y en ese centro la figura de las mujeres, eternas protagonistas de todos los relatos. 

 “Las mujeres piensan de una forma febril y amarga que los hombres desconocen”, contaba Ginzburg en una entrevista, y hacía referencia a la maternidad y “esa sensación de no poder disponer de la propia vida”. Fue su amigo Césare Pavese quien le pidió en una carta que dejara ya de tener hijos y se pusiera a escribir un libro y así surgió La calle… como una urgente respuesta vital.

“Las mujeres –continúa Ginzburg-  tienen la mala costumbre de caer en un pozo de vez en cuando, de dejarse embargar por una terrible melancolía, ahogarse en ella y bracear para mantenerse a flote. Las mujeres se avergüenzan de ello a menudo y fingen que no tienen problemas, que son enérgicas y libres y caminan con paso firme por las calles con grandes sombreros y bonitos vestidos y los labios pintados y un aire resuelto y altivo, pero nunca me he encontrado con una mujer en quien no haya descubierto al poco rato algo doloroso y lamentable que no he visto en los hombres, un peligro continuo de caer en un gran pozo oscuro, algo que proviene del temperamento femenino y tal vez de una secular tradición de sometimiento y esclavitud, que no será nada fácil vencer”.

A Elena Ferrante le suelen preguntar por qué sus personajes son siempre mujeres y por qué además mujeres que sufren, pero ella desestima esa mirada y dice algo muy parecido a lo que Natalia Ginzburg desarrolló tantas veces. Cuenta que siempre quiso escribir sobre la vida de dos amigas a lo largo del tiempo y que esos personajes trataran de romper con la tradición de madres y abuelas –algo que se ve muy especialmente en su celebradísima tetralogía Dos amigas-, pero que nunca lo logran. “La diferencia está en que ellas no los sufren con pasividad –se refiere a los fantasmas de sus ancestros-, sino que luchan y salen adelante”. 

“Dos mujeres se entienden muy bien cuando se ponen a hablar del pozo oscuro e intercambian impresiones sobre esos pozos y sobre la absoluta incapacidad que sienten entonces de comunicarse con los demás y de hacer algo serio, y sobre los forcejeos para mantenerse a flote”, reflexionaba Ginzburg en –otra vez- el larguísimo prólogo de A propósito de las mujeres.  Esa mirada tan sin artificios que aparece en las vidas de la Lila y la Elena de Dos amigas ya se había esbozado sutilmente muchos años antes en el relato Los zapatos rotos, del precioso volumen que reúne textos de diferentes épocas de Ginzburg, Las pequeñas virtudes. Hay allí también dos amigas, una de ellas es la propia Natalia, que viven juntas por unos meses en la Italia a punto de la liberación, la de 1945; ambas tienen sus únicos zapatos rotos: “Yo llevo rotos los zapatos y la amiga con la que vivo en este momento también lleva rotos los zapatos. Si le hablo del tiempo en que yo seré una vieja escritora famosa, ella inmediatamente me pregunta: ¿Qué zapatos llevarás? Entonces yo le digo que llevaré zapatos de gamuza verde, con una gran hebilla de oro a un lado”.

Con un estilo siempre directo, simple, coloquial, despojado, áspero, a menudo devastador, Natalia y Elena nunca llegaron a cruzarse, la primera atravesó el siglo XX como activista política, escritora y editora; la segunda, en pleno siglo XXI, desde un resuelto anonimato tal vez algo marketinero, pero ambas, declaradas admiradoras de Chejov,  trazaron perfiles precisos de la mujer italiana contemporánea.

 

 

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