FELIS SILVESTRIS CATUS por Gustavo Di Pace

FELIS SILVESTRIS CATUS

por Gustavo Di Pace

Comúnmente llamado “gato”, aquel descendiente de Bastet sigue generándonos, desde su estampa y su actuar, un cúmulo de sentimientos y preguntas. Por ejemplo: ¿Cuál es el vínculo que une a los escritores con los gatos? El misterio es salud, nos dice Chesterton. Por lo tanto, las líneas que siguen no explican ni argumentan el quid de la cuestión, son apenas una humilde celebración de este vínculo. Me gusta pensar en los libros de Osvaldo Soriano escribiéndose mientras un felino ronda su escritorio. Adoro imaginar a los duros de Hemingway y Bukowski teclear sus Underwood con un maullido o ronroneo cómplices. Me maravillo ante los mininos testigos de las frondosas imaginaciones de Ray Bradbury y Philip Dick. Ahí están las fotos de Jean Paul Sartre abrazando a su amigo peludo, ahí Hermann Hesse alza feliz al suyo o Truman Capote mira orgulloso a la cámara con el propio. Y ahí están Cortázar, Kerouac, Borges, Highsmith, Chandler, María Elena Walsh y tantos otros con sus adorados amigos de cuatro patas.

En mis recuerdos más remotos también hay gatos, muchísimos gatos. En mi casa de Wilde hay uno naranja que firuleteó su cola durante mi infancia y se llamaba Mausi. Cuando mi viejo murió en un accidente automovilístico (aún recuerdo la última vez que lo vi, la noche anterior, con su piyama celeste) Michi, mi gato atigrado gris, vino a dormir a mi cama durante muchas noches (las muchas en las que no supe de mi viejo porque me ocultaron lo sucedido). Cuando me venía a buscar el micro del colegio, todas las mañanas a las siete y diez, Chiquitita, una tricolor muy glotona, venía a frotarse a mis piernas. Después ella dio a luz a cinco gatitos, mi vieja le armó un refugio en el habitáculo para los tubos de gas y yo los miraba, cada día, con asombro y devoción. Cuando escuchaba mis discos de Deep Purple y Led Zeppelin, Pelito, mi gato negro y eterno, estaba conmigo. Siempre que abría un libro, venía un gato a acompañarme, siempre que terminaba de ensayar con la banda, se inmiscuía alguno entre la batería, las guitarras o los amplificadores. Décadas más tarde, cuando estrené mi paternidad, Sofía, una siamesa de ojos muy azules, acompañó fielmente a mi hija en sus años iniciales. Podríamos decir que “gateaban” juntas.

Animal de simbolismo ambivalente, mala suerte en el Japón de ayer, asociado a la serpiente para la Cábala y el budismo, deidad para el hombre de las pirámides y de fama precaria en el Medioevo, el gato continúa alimentando el numen de los escritores y construye, día a día, su propio mito.

Ellos, los gatos, seres sensuales, armoniosos, poseedores del don, pequeños dioses.

Concuerdo con la arbitraria y amorosa idea de Albert Schweitzer, el teólogo, filósofo y humanista alemán cuando dice: “Hay dos medios de huir de las desdichas de la vida: la música y los gatos”. Me permito agregar un tercer medio, también arbitrario y amoroso: la literatura.

¡Salud por nuestros amigos felinos… y que la literatura sea!

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