Si mal no recuerdo,
Stevenson dijo que hay autores que tienen “encanto”. Después de leer las
desventuras de Diego de Zama, aquel funcionario de nuestra América anterior,
sospecho que Antonio Di Benedetto (sí, el creador de la recuperada Zama) pertenece a esa clase de
escritores. La novela, que tomé por azar, está escrita con un lenguaje único
que hace “sentir” aquellos tiempos (el hecho literario lo hace posible), y
tiene las fortalezas de las cuales un texto interesante hace gala, a saber:
trabajo con el lenguaje, densidad filosófica y carga ideológica. De este modo,
el lector es testigo de la vida de aquel letrado que
se va poniendo mustio con el correr de los años y las páginas… escindido entre
su pasado y su presente, entre lo que espera, un nombramiento que lo traslade
cerca de su familia, y una realidad llena de postergaciones y rutinas. En esta
espera (a las “víctimas” que la padecen está dedicado el libro) Diego de Zama
pasa sus días. Y se ahoga, se angustia, cae en diversas licencias carnales que
luego derivarán en contradicciones constantes donde lo humano se mostrará en su
total dimensión. El particularísimo trabajo con la sintaxis y otras rupturas
contribuyen a la creación de ese “Virreinato tan Di Benedetto”, que no busca la
verosimilitud prototípica del relato histórico (y en ello radica también la
originalidad del libro) sino que se deja leer como mundo otro y, por eso,
nuevo. Disfrutamos así de la belleza y la altura de los pensamientos del
personaje en una obra de época (otro rasgo que la distingue). Y se valida la
idea de que el quiebre de ciertas formas y reglas debe hacerse “con un sentido”
que hace a la misma obra, no como práctica de la transgresión porque sí. El
vuelo del decir del narrador invita a “releer”. Podría pensarse que si es
verdad que uno vuelve a los libros que disfrutó, en este caso, lo hace en cada
oración, en cada párrafo o fraseo.
“Me
sentí repentinamente ablandado y benigno”, dice Diego de Zama. “Torné a guardar
en prudencia y silencio mi ansiedad”, “Ningún hombre —me dije— desdeña la
perspectiva de un amor ilícito”, “Por lo menos, debo conservar el derecho de
enamorarme”.
Todas frases del protagonista que camina las
páginas con una creciente falta de fe y, paradójicamente, con un ardor último
que lo lleva a intentar ese puesto que busca a través de una hazaña en el
ejército.
“Continuar
era ser uno de los hombres de la aventura y el crimen. Continuar era, también,
vivir” o “Me pregunté, no por qué vivía, sino por qué había vivido”.
Reescribiendo a don Diego de Zama, propongo que nos abandonemos a esta belleza, que dejemos que la atmósfera luminosa y posesiva del libro nos convierta, incluso, en calmos objetos.
(Publicado en La escritura del Grito Primitivo, Gustavo Di Pace, Alción Editora,
2018)
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