El cuenco de plata nos trae el tomo X del
proyecto literario-filosófico, por calificarlo de alguna manera, de Pascal Quignard llamado Último Reino. Este tomo se titula El niño de Ingolstadt, título que hace referencia a un cuento de
los hermanos Grimm, y más tarde a una balada del siglo XVI, en la que un niño
testarudo levanta su puño para desafiar a su madre terrible y expresarle su
ira, incluso ya muerto, desde su tumba.
El tema del presente volumen es la
atracción de todo lo falso en el arte y en los sueños. Este tema vasto e
inagotable, lleva al autor a conducirse en múltiples direcciones: mitológica,
folclórica, arqueológica, filológica, etc.
Como siempre, Quignard se mueve de un
lado al otro, y parece dialogar, con la mayor naturalidad del mundo, con
Confucio, Ovidio, Miguel Ángel, Petrarca, el cardenal Richelieu, Robert
Nanteuil, Colette y Landru (una inolvidable escena los une), o incluso Chardin,
que lloraba mientras dibujaba lo que preparaba para comer, y Pierre Molinier,
que eyaculaba sobre sus lienzos. Recuerda especialmente las visitas a su amigo,
el pintor Jean Rustin, cuyos rostros desconsolados y cuerpos atormentados
admiraba tanto, con quien tocó a Bach, Mozart, Schubert, y al que luego acompañaba
a comprar alcohol.
Una mención especial merece el capitulo
V, en el cual el autor nos revela el germen del proyecto Último Reino: nos
cuenta como en 1997, luego de un infarto y una hemorragia pulmonar, ingresa de
urgencia a un hospital. Los médicos le dicen que debido a su estado, su vida
está comprometida, y es entonces cuando decide escribir ¿textos, tratados,
fragmentos? breves y a veces descarnados como si fueran los últimos. Así Pascal
Quignard inicia un género propio, tan erudito y a la vez esencial, donde
tienen lugar la filosofía, la retórica, la musicología, la narración, lecturas,
semblanzas, memorias…
Por otro lado, como lo viene haciendo en
otros tomos, Quignard cuestiona incansablemente la fascinación. La busca y la
encuentra muchas veces, siempre ligada, bajo su dimensión sexual, con el origen
y la muerte, los dos incognoscibles de la aventura humana.
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