Aprender de memoria
por Cecilia Ferreiroa
En qué me cambió aprender de memoria algunos poemas de César Vallejo. Por qué después de tanteos, de equivocar la palabra exacta, esa otra que usa en vez de una más esperable, por qué aprenderlo –no aprenderlo, en verdad, hacerlo mío, parte de mí–, me dio tanta dicha, me hizo tan feliz. Quizás porque ese pequeño goce –¿pequeño?– de poder decir el poema entero, palabra tras palabra, sonando tan limpias, tan puras en su ser, me hizo palpar, y vivir, su creación. En el momento en que la palabra, el verso del poema se me perdía y debía volver a leer, con extrañeza, y llegaba a ver la particular manera de construcción, el orden que tenía, su sonoridad, en ese momento, ¿no era como si yo estuviera buscando, tanteando?, ¿no era como si yo estuviera escribiendo, dudando, eligiendo cada palabra? Y al leerla de nuevo –y encontrarla yo también– qué asombro, qué hallazgo a la vez, porque era esa y no otra, y en ese momento yo notaba, gracias a todos los olvidos, a todos mis tropiezos, lo justa, lo rara que era. Entonces, volver en un momento de duda a ver el poema escrito era volver a ser tocada por su rareza, por la particular búsqueda, y luego por su singularidad de estar ahí, su certeza. Cuánta certeza de palabras y a la vez cuánta simplicidad, porque no necesariamente hay verbos complicados, “Ah, las paredes de la celda/De ellas me duelen entretanto más/las dos largas que tienen esta noche/algo de madres que ya muertas/llevan por bromurados declives/a un niño de la mano cada una”. Las paredes “tienen algo” de madres muertas y esas madres “llevan” de la mano. Son verbos simples, por qué no deberían serlo. Tienen una simpleza noble. Pero a su vez, los versos “De ellas me duelen entretanto más/las dos largas que tienen esta noche” hay que ver lo difícil que es decirlos, recordarlos de primera y seguir su sonido, sus pausas para que tenga sentido. Y no lleva menos esfuerzo el comienzo, “Ah las cuatro paredes albicantes/que sin remedio dan el mismo número”. ¿Dan? ¿Cómo que dan? Volví una vez y otra, porque mi lengua estereotipada, redundante, decía “repiten”. Pero dan como el reloj da las horas, que, sin embargo, no pasan, se eternizan. Y dan sin remedio, no sin pausa o sin freno. Hay un cansancio de dar al hacerlo sin remedio. Y esas adjetivaciones que crea, que al principio detienen en su ligera desviación, y luego solo resuenan, tan sugestivas, como “bromurados”, en la química de su ensueño. ¿Y el equilibrio sonoro, bastante cerrado, del último verso de “Amorosa llavera de innumerables llaves,/si estuvieras aquí, si vieras hasta/qué hora son cuatro estas paredes./Contra ellas seríamos contigo, los dos”? Cuántas veces empecé al revés ese verso “contigo seríamos”, y tuve que volver atrás, volver a mirar, porque no era la manera típica, era la manera otra, la manera de Vallejo de empezar; pero luego comprendí que es el sonido lo que rige la forma, y es ese y no otro, bajando al final en “contigo, los dos”. ¿Y no es eso a lo que habría que tender, a la manera otra y a la música del texto? El poema se extrañó tanto, tantas veces, se me hacía tan poco natural, tan quebrado al principio, que llevaba a volver a mirar, a percibir la particularidad de esa palabra, del movimiento sonoro de la frase por primera vez, hasta que pude recordarlo todo, cada sílaba, cada quiebre de verso, y esa rareza se volvió fluida en mí, carne en mí, sonando con naturalidad.
Quién sabe si donde yo me trabo es donde se traba cualquiera, si lo que a mí me parece no esperado es siempre lo inesperado para todos. Qué raro me pareció a mí, qué difícil poder decir sin trabarme el segundo verso de otro poema: “Hasta en la cruda sombra, hasta en el gran molar/ cuya encía late en aquel lácteo hoyuelo”. Para finalmente oír el eco en “late” y “lácteo”, la manera en la que suena en ellas dos, juntas, la niñez. Y al volver una y otra vez qué simple se hizo de recordar si me montaba en la sonoridad tan perfecta, en la manera en que “late en aquel lácteo hoyuelo” te lleva por un suave camino construido por eles y vocales que se encabalgan como un hilo musical que teje la frase. Y el olvido en el que caigo, recurrente, sobre el futuro de “Tal la tierra oirá en tu silenciar/cómo nos van cobrando todos/ el alquiler del mundo donde nos dejas”. Y al volver a ver y leer el futuro, que la tierra oirá, me digo, claro, claro. Está ahí la esperanza, algún día se oirá con claridad la injusticia de que nos hambreen aquellos que nos cobran sus ganancias. Y sin embargo dudo también, ya que “oirá” puede ser una suposición, tal la tierra quizás oiga, y entonces… yo no sé, quizás no sea cierta esa esperanza. ¿Y el comienzo? Qué fiesta. Una vez buscadas las palabras en el diccionario, esas palabras poco usadas, que Vallejo nos hace visitar, qué placer al decir ese verso tan voluptuoso “Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos”, con qué saciedad lo repito, porque no fue difícil recordarlo, pero la felicidad de decirlo es grande, la boca, el espíritu, se conforta, se alimenta y ríe en esas palabras llenas de o, de u, poco sonadas. Y la h de tahona, en su raíz árabe, cómo pesa en su presencia muda.
En todos esos ripios, en todos esos momentos en que el poema se traba en mí, me habla a mí. Habla a mi dificultad de comprensión, a mis expectativas, que traiciona, a mi propia lengua naturalizada, a mi propio lugar común. Todo lo que sacude en mí, me toca muy personalmente. Aprenderlo de memoria me desestructura como no podría desestructurarme solo leerlo. Aprender de memoria el poema es ser rota por él, es romper mi lengua, es hacerle más daño, hacer consciente ese daño. Y, de nuevo, qué dicha poder hacerlo.
Así, tanto trabajo que me lleva recordar esas palabras tan revisadas, me hizo pensar que no hay mejor manera de leer, de leer verdaderamente, palpando cada detalle, un poema. Leer así es recorrer el momento creador, recorrerlo paso a paso, en su tanteo, en su búsqueda. Es también reconocer el valor, la importancia, de la elección de cada palabra, ella en su soledad y en su resonancia con las vecinas, del orden otro al normalizado. Donde la memoria se detiene está el asombro de la lengua, el peso de las palabras, la manera en la que suenan. ¿Y si esto es así para un poema, me dije, no deberá ser así también para la prosa, y para la forma breve, la que más se emparenta con la poesía? No digo memorizar cada palabra de un cuento, sino escribirlo como si la única manera de leerlo fuera recordarlo de memoria, escribirlo buscando esa precisión, esa otra lengua –creada no por vanidad, sino por necesidad sonora, por el hambre y el festín–, buscando esa armonía entre la forma y el sonido de una frase, de un párrafo, y crear una musicalidad, que haga que valga la pena, aunque sea insensato, aprenderlo de memoria y poder cantarlo.
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