Publicada por primera vez en Francia, en 1993, El nombre en la punta de la lengua es un libro en dos partes: comienza con una fábula de título homónimo y cierra con un “Breve tratado sobre Medusa”. Por otra parte, no hay palabra en Quignard que sea superflua, por eso la nota previa que abre el libro es una antesala que estimula a detenernos en ella y no un simple formalismo o capricho del autor.
Quignard cuenta, en la nota previa, que perdió
el habla en dos ocasiones. La primera fue a los dieciocho meses de edad, cuando
se convirtió en un niño apasionado por el nombre ausente, que comía sobre una
mesa azul de rejilla, su “mesa de silencio”. Por eso, dice, nunca ha podido
escribir sobre un escritorio.
También cuenta que la idea de esta publicación
nació durante una noche de verano compartida con varios amigos, mientras
trataban de cortar un inasible bloque de helado de café. En ese momento contó «el esbozo de un cuento en el que el
desfallecimiento del lenguaje era el origen de la acción».
Meses más tarde, entonces, escribió la fábula en
la que la felicidad de dos enamorados (es la primera parte del libro, titulada,
“El nombre en la punta de la lengua”), Jeûne y Colbrune, depende de su
capacidad para traer a los labios un nombre rescatado del olvido. Ella, la
bordadora más competente de la aldea de Dives, se ve sometida por Jeûne a una
prueba para obtener su amor: deberá coser un cinturón asombrosamente bello y
lleno de complicados motivos. Cuando está a punto de desistir, recibe la visita
de Heidebic de Hel, que le proporciona un cinturón idéntico al que precisa a
cambio de recordar su nombre. En este cuento, Quignard pone en juego en el
orden de lo fantástico la idea que él tiene de la pérdida del lenguaje, de las
palabras de esa desmemoria que es la angustia propia del lenguaje humano: una experiencia
en la que nuestros límites y nuestra muerte se confunden por primera vez, en el
abismo de la garganta, una necesidad de superación diferente a la que se puede
sospechar.
Cierra el libro un Breve tratado sobre
Medusa, dividido en cinco partes. Este es un breve ensayo plagado de datos
autobiográficos y mitología. La figura de la madre también está presente, en
sus silencios, en sus gestos, en el laberinto del lenguaje: «Resulta que Medusa es la única diosa cuya
máscara es la de la cara humana. (…) La
máscara de faz humana aúlla por no poder unirse a la cabeza hueca, la cabeza
abandonada por la mirada, inmóvil, descarnada, silenciosa de las cabezas sin
rostro. Las cabezas sin rostro son los muertos». Estas páginas conforman la
obra del Quignard más puro, el amante del lenguaje, aun cuando se trata del
lenguaje ausente. Es un Quignard que dedica su vida, y ofrece su genealogía, a
la indagación en las posibilidades de lo comunicativo y lo literario. Una
revelación en el mutismo de un hombre que escribe porque esto es un
desposeimiento. O, en sus propias palabras, la única manera de «hablar
callando».
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