El hombre
de las tres letras,
el undécimo volumen del proyecto Último Reino, iniciado hace dieciocho años con
Las sombras errantes, no escapa a
estas preguntas. Este cuestionamiento es tanto más fuerte y decisivo teniendo
en cuenta que el autor lo convierte en el corazón mismo de la literatura,
considerada por él como "una presa esquiva", a la que ha dedicado su
vida y cuyo enigma orienta y corona esta última obra.
Es una culminación a lo grande de una obra ya
larga y densa, dado que El hombre de las tres letras anuda,
desdibujando los géneros literarios, los temas que obsesionan una escritura
siempre cercana al silencio, y que escruta sus más mínimos matices. Este último
volumen está compuesto como los anteriores por relatos, antiguos o modernos,
legendarios, populares o míticos (verdaderos o falsos), aforismos, reflexiones
sobre las lenguas antiguas, reminiscencias de las mil y una lecturas (Ovidio,
Cicerón, Séneca, Mallarmé, Kafka, Freud, Nietzsche, Goethe, y muchos otros),
confidencias a veces discretamente autobiográficas, etc, con afinidades o
conexiones inesperadas, y una pasión erudita por los detalles inusuales e
incongruentes.
A todo eso se le suma un material de residuos
indescriptibles y casi inconscientes que vuelven de un pasado que ya no
recordamos haber vivido, una especie de obsesión en Quignard. De todo ello se
nutren páginas febriles, tensas, exasperadas, que vuelven constantemente a un
punto oscuro, sepultado en lo más profundo que busca exhumar. Este sacar a la
luz que no hace nada para ocultar la violencia y los dolores que le son
específicos, se expone de manera a menudo desconcertante: trabaja sobre la
memoria en el límite de la confesión; presenta ejercicios paradójicos de
formulaciones teóricas, con una erudición melancólica; trabaja sobre las lenguas
recurriendo a la etimología, asociaciones libres resultantes de los sueños para
sacar el significado de la relación insólita de las palabras.
El carácter compuesto de esta escritura
asombrosa, brinda la oportunidad de volver a esa forma indecisa, entre la
ficción y el pensamiento.
Por ejemplo, tenemos el título: El hombre de las
tres letras. Paráfrasis de prestidigitación para designar a quien en latín se
llama fur (el ladrón), cuidando
siempre de no pronunciar la palabra. "El
hombre de tres letras es el rey furtivo - el que va y viene – gracias a su
lengua silenciosa - la que se escribe y se calla"
Entre las figuras del ladrón que declina El Hombre de las Tres Letras, está ante
todo el sueño, “Porque el trabajo del
sueño es el primer ladrón. El sueño roba los valores de la víspera. Sustrae las
siluetas de la naturaleza, los sabores, los seres del pasado, todas las cosas que
faltan una por una, que se esperan, los tactos, los contactos, las uniones,
todos los rasgos que permiten identificar las formas deseables.”
En el libro, también está la figura del
escritor, utilizando las mismas palabras que, antes que él, pertenecieron a
otros, y cuyas frases toman prestadas sus imágenes del mundo, de la memoria y
sobre todo de los lenguajes. Los lenguajes marcan el tono y el ritmo, abren el
mundo, dejando en su borde, en su frente, los intersticios espectrales y
desolados donde pulula una vida perdida para siempre, que nos hará soñar,
escribir, amar, doler. Nostálgico de otro mundo, Pascal Quignard nunca deja, de
un texto a otro, de evocar ese pasado
que nunca habremos conocido y nunca conoceremos. Desolación sin consuelo ni esperanza
de retorno que acechan nuestras noches y obsesionan nuestros deseos.
Para quienes acompañan esta odisea intelectual
que comenzó hace treinta años con los Pequeños
tratados, una cosa es segura: bajo el fragor de las palabras, el ropaje de
los sistemas y figuras convocados por Pascal Quignard, hay una cuestión con el
silencio, una pasión siempre renovada e inextinguible de soledad incrustada en
la carne mortal de aquellos a quienes les fue impartida la palabra, impuesta
desde el comienzo mismo de su vida terrena. El silencio obsesiona la obra de
Pascal Quignard.
Rara vez se tiene la oportunidad de leer a un
escritor tan libre como Pascal Quignard. Auto exiliado, retraído al margen. Lejos
del circo mediático-literario, hace lo que quiere como le da la gana. A veces
brillante, a veces oscuro, pero sobre todo libre, propio de un lector que
escribe.
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