BORGES, FUNES, RICOEUR Y LA MEMORIA INJUSTA, por Alejandro Galay

BORGES, FUNES, RICOEUR Y LA MEMORIA INJUSTA 

por Alejandro Galay

“Yo tengo más recuerdos que si tuviera mil años”

Baudelaire (Spleen II)

 

En uno de sus últimos libros, el monumental La memoria, la historia y el olvido[i], Paul Ricoeur dedica la primera de las tres partes a indagar, con un enfoque hermenéutico y fenomenológico, en todas las acepciones que se han ensayado sobre el tópico de la memoria. Hay un momento, casi al final de la segunda parte, donde el autor cita al Funes[ii] de Borges: “La idea misma de no olvidar nada ¿no coincide con la locura del hombre de la memoria integral, el famoso “Funes el memorioso” de las Ficciones de Borges?”.

Unas páginas más tarde, Ricoeur vuelve a citar el cuento borgeano: “… desechamos el espectro de una memoria que no olvide nada; incluso la consideramos monstruosa. Nos viene a la mente la fábula de Jorge Luis Borges sobre el hombre que no olvidaba nada…”.

Funes es, para Ricoeur, no un loco que padece una memoria exhaustivamente atroz, sino que es esa misma memoria la que le produce la locura.

El cuento narra la breve historia de un uruguayo –Ireneo Funes– que se cayó de un caballo y, a raíz de ese accidente, se despertó en él una memoria absoluta que lo recuerda todo. El narrador es, a su vez, alguien que relata los propios recuerdos con Funes en un juego contrapuesto.

Ricoeur establece una división fundamental tomada de los antiguos griegos, y es la que distingue la aparición de una imagen como recuerdo (evocación simple, impronta) de la acción de recolección o reminiscencia de esas imágenes (exploración y hallazgo). En efecto, los dos términos precisos son: mneme (recuerdo pasivo que surge y afecta la sensibilidad); y anamnesis (rememoración, búsqueda activa del pasado).

En el primer caso tenemos al clásico personaje de Proust con el presente de la sensación en la célebre escena de la magdalena. En el segundo, y en su antípoda, tenemos a Funes. El primer término (mneme) se pregunta por el qué recuerda el sujeto (el paraíso perdido); el segundo (anamnesis), por cómo se acuerda (detalle a detalle, la totalidad). O tengo un recuerdo involuntario (narrador de Proust), o voy en su busca (Funes).

Funes padece una anamnesis sin límite que fluye como un río infinito. Si la memoria, por definición, es selectiva, pues la de Funes aparece como omnímoda, o, en palabras de Ricoeur, exhaustiva, integral, monstruosa.

Para la tradición epistemológica moderna la imagen que nos trae la memoria es siempre una fuente de sospecha, un problema para la verdad: ¿lo que se recuerda es lo que pasó? ¿El ayer sucedió o solo es un producto imaginario del que lo rememora?

He aquí un cortocircuito entre la memoria y la imagen, donde esa sospecha queda de lado. La memoria de Funes es pura reproducción (no reconstrucción) de lo acaecido, un encadenamiento de eventos ciertos, positivos, si bien acompañados por las emociones, pero no una mera construcción subjetiva y parcial del pasado. La de Funes parece ser una memoria, diría Ricoeur, textual, entendida como pedagogía en el sentido de una memorización de los textos al modo en el que se revive un poema para ser recitado: imágenes, sonidos, objetos, reproducción temporal del pasado que opera como réplica idéntica, iterativa. Una multiplicación.

¿Cómo regresa entonces el pasado a Funes? Vuelve como tal. Si el recuerdo es la presencia de una ausencia, si el recuerdo retorna como devenir-imagen, entonces en Funes habita una máquina replicadora. Lo que retorna, lo que reaparece, es lo que es (lo que fue), sin modificaciones, como una cinta de grabación. Es precisamente en la diferencia entre la imaginación (impronta/ mneme) y la rememoración (búsqueda/ anamnesis) donde se pone en juego la fidelidad del pasado.

Luego, subrayemos, la memoria de Funes opera como anamnesis sin esfuerzo. El personaje no necesita afanarse por recordar, solo tiene que ir a traer su pasado. Las imágenes del mundo pretérito llegan sin una voluntad trabajosa de traerlas a colación. Simplemente se las llama y acontecen, suceden, sobrevienen.

Ahora, como subraya Ricoeur, el hecho es anterior a su recuerdo, por lo que la problemática de la veridicción es inescindible. Lo único que tenemos del pasado son sus huellas. En el caso de Funes, lo que vemos es un almacenamiento textual, referido en el ejemplo de su capacidad de conocer una lengua solo leyendo los diccionarios de cada idioma. Lo que leyó, le quedó grabado en piedra.

Otro aspecto importante a resaltar en Funes es que el acto de la recordación tiene un tiempo propio y efectivo, más allá de la dimensión temporal de la memoria en acto. La referencia obligada está en ese detalle crucial que nos brinda el narrador al contarnos que si interlocutor recuerda todo lo que realizó en un día entero, y para recordarlo necesita de otro día entero (el tiempo de la memoria duplica al real, no hay conciencia interna). Digamos que el acto de recordar sin mayores esfuerzos le trae a Funes una repetición del tiempo físico, una suerte de prolongación fatal revalidada en la prematura edad del personaje (un adolescente), que parece, por su vívido anecdotario, un héroe bíblico.

Asimismo, la dimensión de la memoria pareciera ser espacio-temporal: espacial porque lo almacena todo, cuantitativamente hablando, y temporal porque asoma infinita.

Las primeras cinco oraciones del cuento arrancan con la misma palabra: “recuerdo”. Y en las iniciales dos líneas del texto, el narrador ya nos dice que “la recordación” es un acto sagrado: “Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, solo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto)”.

Entonces: ¿cómo funciona la memoria de Funes? ¿Qué retiene? En principio, digamos, es una memoria infalible, una actividad que incluye la totalidad de los acontecimientos y de la imaginación (aquí aparece separada y como objeto del acto de recuerdo, a la que además se le suman los sueños) pero que se ocupa fundamentalmente de los detalles: la vida cotidiana, las trivialidades, los datos aislados, fútiles, “un vaciadero de basuras”, dice. También hay, entre lo más saliente, un recuerdo del recuerdo, en un juego de iteraciones donde la vida de Funes se va reproduciendo, cual espejo, en el cerebro de ese cuerpo tullido que vive encerrado en la penumbra. Se trata de una memoria que parece ser un mapa y un reloj, una reminiscencia fotográfica pura e incondicional, un registro completo de donde no hay objeto, real u onírico, que quede fuera de su alcance. “No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele”.

En ese sentido, vemos que la memoria de Funes es indiferentemente y, a la vez, escrita (por su aprendizaje del latín) y oral (sus percepciones) en la misma clarividencia, seguridad, perfección. Es además un sistema de clasificación, una burocracia de procedimientos, un modelo muy alejado del efecto proustiano (la melancolía, el bovarismo, el dandismo, el desencanto). “Funes no solo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado”. El recuerdo aparece como idéntico al hecho, desubjetivado, imparcial; una memoria ecuánime, mimética, de semejanza, como cosa en sí.

No porfíes. No rememores

Vamos ahora a lo más importante. Funes solo tiene pasado y carece de futuro. Pero también la de Funes es una memoria total porque es sin olvido. Ese es el rasgo central de la caracterización.

Ricoeur nos recuerda que uno de los fines de toda memoria es la de “luchar contra el olvido”, quedarse con un resto del ayer ante la erosión del paso del tiempo. Y, de contrapartida –he aquí la aporía–, toda memoria se constituye con una parte inherente de olvido.

“Sin olvido no hay ninguna posibilidad de vivir”, dice Nietzsche. “Porque olvidar lo malo también es tener memoria”, canta Fierro en la Vuelta. Toda memoria necesita olvidar y toda memoria, en simultáneo, se configura en su lucha por no olvidar. Aporía.

Por lo demás, Funes no solo no experimenta nostalgia, más bien le ocurre lo inverso: concibe su capacidad como ese don que ha venido a compensar el terrible accidente en Fray Bentos.

Retomando: Ricoeur piensa el recuerdo y su depósito, la memoria, como una búsqueda del tiempo ido en el sentido de que conmemorar, bajo cualquiera de sus formas, es recuperar la experiencia pasada que vuelve como un pathos, un proyecto de salvación en el naufragio, una puja contra las aguas del Leteo. Hay una tragedia contraria a la de Funes, y más humana: la de la amnesia, la del golpe en la cabeza o la enfermedad (Alzheimer, demencia), la tragedia de olvidar todo nuestro pasado, lo que, en suma, somos (o fuimos).

Por último, Funes no tiene el problema del egipcio de la teoría del Fedro sobre el origen de la escritura; es más, sería su perfecta antítesis. No necesita exterioridad, materialidad sobre la cual registrar sus recuerdos para no perderlos, están todos tallados en él, cerrados a cal y canto. No hay pérdida porque no hay olvido ni, por adición, necesidad de escritura. Toda huella es conservada por la memoria del personaje. Más aún, podría decirse que más que acordarse el pasado, en verdad lo reitera (percepciones incluidas), o lo transcribe.

Por otra parte, el abuso de memoria viene a poner al descubierto, consigna Ricoeur, la problemática de la relación que hay entre la ausencia de la cosa recordada y su presencia representada. En Funes, el uso es el abuso, a secas, lisa y llanamente, sin distinción. Es lo opuesto al hacer historia, ya que la ciencia del pasado se define por delimitación, circunscripción, corte y selección. Al ser absoluta, el pasado de Funes se muestra como un sinfín de inventarios, momentos menores, tiempo dilapidado, menudencias. Dispone sus recuerdos como ese interminable catálogo que prescinde no solo de valoraciones, sino también de las afecciones añadidas (proustianas).

Si la memoria es el presente del pasado, en este caso la de Funes se dispone sin una transición atravesada por los duelos y las cargas de lo poético. Funes detalla, especifica, redunda, puntualiza, expone, su relación con lo retrospectivo se manifiesta de un modo meramente operacional, si se lo puede llamar así. Su tragedia es muy otra, más fría, no la del común de los mortales que buscan olvidar y aceptar la pérdida reconciliándose en el trabajo de duelo (Freud) para seguir adelante. Se trata acá de una tragedia aún peor: una condena perpetua, como salida de un mito, a la manera de Sísifo con la roca a cuestas o el hígado de Prometeo devorado por el águila. La tragedia de no poder descansar en el olvido. La imposibilidad de una memoria justa.

 VOLVER AL ÍNDICE

 



[i] Ricoeur, Paul, La memoria, la historia y el olvido, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000.

[ii] Borges, Jorge Luis, Ficciones, Biblioteca La Nación, Buenos Aires, 2000

1 comentario:

Unknown dijo...

Excelente trabaji

LECTORES QUE NOS VISITAN